El más discreto, “machito futbolero cero ambiente”, silencioso y sexy de los cuatro capos narcos del cartel de Cali, era gay: el colombiano Hélmer Herrera Buitagro, alias Pacho Herrera o “El hombre de los mil rostros” como lo bautizó la prensa internacional. En la cárcel, a los 47 años, Pacho fue el último del clan en ser asesinado durante un picadito en el penal en 1998, pero según la tercera temporada de la serie Narcos de Netflix, fue sobre todo el primero en mariconear en pleno tráfico de drogas. Y afuera del closet.
Pacho actuaba con la crueldad arquetípica de los rudos. Cual activo dominante y multimillonario, no había culo que se le resistiera. Empleados, sirvientes y levantes esporádicos accedían por presión o por placer a sus encantos, atraídos también por sus aires de latino fibroso y ardiente. El periodista norteamericano Willian Rempel, autor de la antológica investigación En la mesa del diablo, la historia no contada de la persona que inició el cartel de Cali, lo describe como el más violento de la organización criminal y el encargado de diseñar las muertes más estremecedoras. Por eso, en el primer capítulo de 2017 de la serie, Herrera sale peinadísimo una noche en busca de un rebelde que según una escucha telefónica osó llamar “cabrón” a Gilberto Rodríguez Orejuela, el jefe máximo del grupo. En la ficción, Pacho es interpretado por Alberto Ammann, actor argentino residente en España y notable macho camacho de exportación que en las dos temporadas previas apenas si había asomado. A quien Amman busca esta vez es a Claudio Salazar, líder del cartel del Norte del Valle. Lo encuentra en un bar. Se le acerca, le regala una botella pero le pide que lo espere: “Ahora vuelvo y la compartimos. Discúlpame”. De inmediato, otro canal de audio suprime por completo el sonido ambiente y reproduce la gloriosa versión del cantante puertorriqueño Ángel Canales del bolero “Dos gardenias”. Con una orden, Herrera llama a un partenaire negro y ruliento que irrumpe epifánico. Obediente, sonriendo y como “a salvo”, el actor colombiano Maurho Jiménez Mora arranca a bailarle alrededor. Juntos, delante de un auditorio estupefacto, amalgaman sus cuerpos en una escena densa en sensualidad. Son casi dos minutos y medio de minuciosidad coreográfica y caras de sorpresa y miedo alrededor. Roces y manos bien colocadas en las cinturas ajenas. Ni un solo paso fuera de registro, luces de antro, camisa de seda ocre, reloj de plata, collar dorado y saco negro. Cuesta no interpretar ese detallismo del director Andrés Baiz como un manifiesto de poder y subversión, o cuando la disidencia es cosa de guapos. El beso con el que termina el baile es de un gradualismo exasperante. Hace mucho calor. Pacho alardea entonces con su putez, minutos antes de aniquilar a Salazar, que miró todo desconcertado y con quien en teoría iba a compartir un trago. Termina el chuponazo. Termina la canción. Corte. Salazar es tironeado de pies y manos por dos motocicletas Harley-Davidson y es desmembrado a la vista de los suyos. En síntesis: así de puto hay que ser para ser así de poderoso. Dicen los que saben que la escena es un calco de cómo el narco descuartizó realmente al “impertinente”. Del bailarín negro, por su parte, ya no se verá nada más.
“Cuando ves cómo las chicas y los chicos ven a esta pareja bailar y besarse, ves mucho en sus miradas. Nadie se ríe. A nadie se le mueve un pelo porque saben que este tipo es terrible y muy violento y él hace esto para ser respetado y callar a todo el mundo” contó Amman hace meses en una entrevista con el sitio neoyorquino Complex. La letra de “Dos gardenias”, compuesta en 1945 por la pianista cubana Isolina Carillo, pone el acento en la existencia de “otro querer” y en la traición como única medida. Herrera está entrenado, pero acá besa como quien besa a un hombre por primera vez. Fuerza demoledora de un erotismo criminal: “De esos besos que te di y que jamás encontrarás. Tu amor me ha traicionado”.