El rostro del diferente define el comienzo de la ética. No hay ejercicio más difícil -y quizás, más esencialmente humano- que preguntarse por las necesidades y emociones del otro. En la autosatisfacción exacerbada de los deseos y los placeres confluye esa visión individual de la “libertad”, ajena a los imperativos sociales, lejos de entenderse y de pensarse a través de los demás.
Esa zona gris donde se extingue todo residuo de piedad hacia el otro y la figura humana deja de conmover. ¿Qué alteraciones de la conducta se inoculó en estos rugbiers salvajes convencidos de que se dirigían a una “fiesta” de golpes y patadas cuando en realidad se encaminaban a una tragedia? Existe un odio que idolatra la violencia y sus placeres coercitivos, y que se manifiesta en la necesidad de satisfacer un estimulo obsesivo de placer. Esa violencia tan ligera de piel y huesos. Un golpe, una paliza, un insulto. Todo normal, naturalizado, cotidiano.
Cuatro años y tres meses después del crimen de Fernando Báez Sosa, el pacto de silencio de los ocho jóvenes condenados ha saltado por los aires. Bastó que el Tribunal bonaerense ratificara las penas para que los rugbiers con cadena perpetua, Máximo Thomsen y Matías Benicelli, decidieran desvincularse de la defensa y cambiar de abogados.
Este fue un crimen obtuso producido por matones de clase, normales, banales, obsesionados con la violencia barata. “A este negro de mierda me lo llevo de trofeo”, se escuchó, según testigos, durante la paliza. Y así fue, se lo llevaron.
En ocasiones la banalización de la violencia se apodera íntegramente del Estado. ¿Alguien se preguntará que une el asesinato de Fernando Baéz Sosa con los “haceres” y la verborragia delictiva de este Gobierno? Todo. El gobierno de Milei se ha convertido en una inquietante maquina de banalizar la violencia, de fomentar la cultura de la deshumanización del otro, de inferiorizar para dominar, de colocar a las personas contra las personas. Para que la cultura del odio progrese es necesario mentir, distorsionar los hechos, atacar la solidaridad, declarar a los movimientos sociales como una amenaza (les suena), alimentar el odio racista , xenófobo, sexista, homófobo, que desembocan en prácticas de violencia obscena, simple, irracional, como soporte inestimable de una opresión concreta, de poder y dominio, derivados de una estructura jerárquicamente explotadora. El próximo Fernando ya está inoculado, falta el aquí y ahora.
El horror de la violencia institucional fluye, cala, se filtra, rezuma, bajo una parte de la sociedad anestesiada que con cierta excentricidad kafkiana sostiene, todavía, que a Nisman lo mató un meteorito venezolano. Todo es posible en un país deshuesado donde los ricos cada vez nos fascinan más, al punto que se presentan a las elecciones y las ganan.
La defensa de la libertad -con que tanto se llenan la boca- consiste en evitar el sufrimiento de los demás no en alimentarlo; en desmontar su pulsión no en elevarla. Hoy hay demasiado odio, demasiado dolor, demasiado de todo. Fernando Baéz Sosa ya no está con nosotros, y un mendigo pasará la noche en un cajero rebosante de dinero. Hay muchas formas de violencia. La vida no siempre consigue convertir la oscuridad en belleza.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979