Dicen que a ella le hubiera gustado hacer cine sin cámara, sin micrófonos,  directamente; y tienen razón, porque en sus documentales las escenas elegidas son angosturas cotidianas donde las caras elegidas (aunque esas caras miren a la cámara) hacen fácil el olvido y el desinterés por los cables tirados en el piso. Como toda capital del dolor, La Habana solía amenazar con el éxito a sus guajiros, de Severo Sarduy y Reynaldo Arenas a la propia imputada, pero esta vez el destino pisó fuerte, y Sara se olvidó del premio o lo cambió por la muerte sin anuncio. Estaba filmando De cierta manera, su primer largometraje (después de una veintena de cortos), cuando murió a causa de un paro respiratorio con el que la amenazaba su asma. Era la primera mujer cubana en filmar una película y se necesitaron dos hombres –o tres, o más– para la edición final cuando ella ya no estaba. En De cierta manera la realidad y la ficción se unen sin revelar surfilados y se muestran lindantes a través de tres personajes: Yolanda, Mario y Humberto (ellxs también miran a la cámara) que subrayan los acuerdos que rondan al amor y a la revolución. Una revolución que no alcanza si da lápices y no le ofrece a las mujeres después de la escuela más destino que el de casarse y tener hijos, eso dice Yolanda, la maestra  defensora de la revolución a la que sin embargo no le convence ese círculo de felicidad; a Sara tampoco. Las dos quieren más. 

Sara, la negra de Guanabacoa que había vivido algunos de sus años jóvenes en New York y había sido en la Cuba de 1962 la asistente de Agnès Varda en Salut les Cubains, cita a Frantz Fanon, Aimé Césaire y Rómulo Lachatañeré como obertura de sus cortos (no todos se exhibieron en Cuba) y expone los conflictos de clase (los actores que cuentan la historia son campesinos, mulatos y marginados) hablando de género, de identidad y de machismo. Ahí están abriendo escenas en alguno de sus documentales, con palos como bates de beisbol, los “vikingos”, esos adolescentes que tienen “la moral del barrio y del ambiente: ser hombre, ser macho y ser amigo.” 

Quienes dicen que el cine acompañaba en perfecto encuadre el contorno de su cuerpo sin límites precisos dicen también que Sarita no le temía a la marginalidad ni a la prohibición de su obra y que a la hora de defender lo suyo tenía la valentía que no tenían varios hombres de cine de la isla. Que el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos se fundara en 1959 y que recién en 1974 una mujer filmara una película propia explica sin hacer muchas cuentas la necesidad ardiente de su valentía.

Cuando filma Mi aporte, filma un documental sobre las mujeres que trabajan en el espacio público y también en las tareas del hogar; veinte horas de trabajo vividas con la naturalidad de ser amas de casa como obligación, parece que la revolución había triunfado puertas afuera. En este documental Sara asoma su cara junto a las de otras mujeres revolucionarias que cuestionan  que “mientras han conquistado el espacio público, el doméstico mantiene y legitima los roles sexistas que llevan a las mujeres a la doble jornada laboral”. Hablan del hombre nuevo pero ¿y la mujer nueva? “¿Estaremos creando las condiciones para la formación de esa mujer nueva?”, se pregunta Sarita mientras busca un verso que no llega y dice “me niego rotundamente a quedarme callada”.                     

La noche tiene algo de oficio cinematográfico como plan divino, a menos que cambiemos el día pleno habanero por el efecto llamado “noche americana” y nos quedemos viendo otra película. Las de Sara están dando vueltas por ahí por si acaso.