Ya no es posible mantenerse al margen de la propaganda de la ultraderecha. Estos días escuchamos a uno de los recientes biógrafos del presidente Milei cuyo libro se acaba de publicar de cara a la edición actual de la Feria del libro. Se trata de Nicolás Márquez, abogado y publicista de la ultraderecha “dura y pura” (como él mismo se califica), dedicado desde hace dos décadas a escribir libros, dar conferencias y reclutar activistas reivindicando la versión de la historia argentina reciente desde el punto de vista del terrorismo de Estado (a la que llama “verdad histórica”). No hay ninguna novedad en sus palabras, pero quien las pronuncia extrae sus resonancias actuales de la amistad político y personal que desde hace años tiene con Milei. Aliado del liberalismo en la “batalla ideológica” contra la cultura como fenómeno del “progresismo” pero sin ser libertario, este agitador antisubversivo experto en el uso insultante del verbo y en el dato manipulado como procedimiento, será el representante de la confrontación discursiva en el mercado de los libros. Milei no irá a la Feria, pero allí estará su biógrafo.
Esta mañana sin ir más lejos, en una conversación radial en el programa Ahora quien podrá ayudarnos Ernesto Tenembuam y su equipo periodístico oscilaron entre el intento por comprender y por refutar el desprecio de Márquez y la llamada “nueva derecha” hacia la homosexualidad y la defensa cerrada que hace del terrorismo de Estado. Aunque apenas si pasaron de exhibir el estado de asombro y perplejidad ante la desinhibición más reaccionaria que ostena este vocero del grupo en el gobierno en torno a verdades que han sido producto de largas luchas que quizás se creyeron ingenuamente ganadas (como si las luchas contra la desigualdad y por la verdad pudieran ser ganadas en el marco del capitalismo). El propio Márquez relata que desde 2004 vive de escribir y discursear para un mercado “subterráneo” -nunca pequeño- y que recién ahora sale a la luz porque por fin, con la llegada de la Libertad Avanza al gobierno, existe “libertad para hablar”. Hay sin embargo un punto de inflexión en esa historia previa. El interés que causó en 2016 la publicación de El libro negro de la nueva izquierda, escrito en coautoría con Agustín Laje. Allí Laje ataca lo que llama la “tercer ola del feminismo” y Márquez al “homosexualismo” como otras tantas máscaras que desde la caída del Muro de Berlín utiliza la “nueva izquierda” para infiltrarse y manipular a personas y sociedades. Su comprensión de la crítica al discurso de género se reduce para ellos a una táctica de insurgencia “gramsciana” de los marxistas derrotados en la guerra fría a quienes hay que responder con la misma fiereza contrainsurgente que las derechas no vergonzantes supieron emplear durante los siglos pasados.
Groseros personajes -Laje como teólogo político, Márquez como panfletaria fuerza de choque- con argumentos pavotes -la homosexualidad como desviación social motivada por el marxismo cultural y la democracia como autentica dictadura-, no parecen merecer la menor atención. No aportan nuevos enfoques que inviten a reabrir discusiones. Si interesan es como fenómeno agitativo en redes. Como dice Juan González -autor de El loco-, su eficacia consiste en el tráfico de afectos y en la incitación de ánimos de revancha. Por lo que la lectura de sus libros y el seguimiento de sus streaming solo sirven como trabajo sobre documentos del presente que ayudan a desentrañar la eficacia de sus mecanismos ideológicos a fin de elucidar el valor de síntoma que adquieren en la coyuntura.
Para Márquez el asunto es fácil: la sexualidad viene biológicamente definida (y por tanto toda instancia subjetiva referida a ella no es sino propaganda subversiva). Pero claro, dado que hay enfermedades fisiológicas que pervierten a los sujetos, es preciso tomar una decisión sobre qué hacer con ellos. Por supuesto que en lo personal -aclara- él no es de la opinión de que haya que perseguirlos como hizo la iglesia en otros tiempos. De hecho, no tiene nada contra los “invertidos” (cuya protección, dice, les viene garantizada por el liberalismo de derecha y no por una historia larga y sufrida de luchas desde abajo, necesaria en cualquier sistema o régimen político). Aunque sí se declara en pie de guerra contra quienes pretenden que el Estado invierta recursos en promover la perversión como modo de vida (gruesa contradicción: si la vida está biológicamente determinada, ¿cómo podrían los “invertidos” influenciar a los rectos hijos de Dios?). El homosexual es para él alguien autodestructivo (según sus “datos duros” está demostrado por ejemplo que son “cuatro veces más proclives al tabaquismo”), de quien sin embargo hay que prevenirse puesto que en su nombre se formulan políticas públicas corruptoras ante las que es preciso reaccionar urgentemente pues bajo el pretexto de promover derechos a la diversidad (sexual, o la que fuera) se esconde en el fondo la tentativa foucaultiana de azuzar el conflicto social y la inversión del conjunto de las jerarquías sociales (Marx detrás del pañuelo verde).
Y otro tanto respecto del negacionismo del terrorismo de Estado, presentado como una forma de revisionismo histórico, cosa que no procede por cuanto en el discurso de Márquez y sus amigos no se proporciona un solo documento o punto de vista nuevo sobre ninguna cuestión relevante. La afirmación descarada sobre la supuesta inexistencia de los centros clandestinos de detención, por ejemplo, no surge de ninguna investigación, sino solo de afirmar que dado que la guerrilla intentaba promover la fuga de sus compañeros apresados por las Fuerzas Armadas estos últimos escondían su paradero (lo que no es más que una penosa justificación del secuestro de la información de lo obrado por el Estado aquellos años). Lo mismo ocurre con la negación de que hubiera habido violaciones sexuales de los represores a las detenidas. A Márquez le basta con el recurso canallesco de afirmar que no hay pruebas de eso más allá de testimonios de las denunciantes que para él simplemente “no son creíbles”. Y lo mismo intenta con los niñxs apropiados. En ningún caso se intenta aportar información. No hay el menos esfuerzo por contribuir a verdad alguna. Incluso cuando se repone la idea de la “guerra irregular”, no se trata de comprender la lucha de clases de los años setenta ni el intento militante de destruir el proyecto de las clases dominantes. Siempre con cada tema solo se trata de justificar hoy con los argumentos de los represores de ayer el accionar del terror estatal.
Se trata, por tanto, de una retórica que no busca establecer verdades históricas ni contribuir a formas más lúcidas de comprender el presente, sino meramente continuar la lucha antisubversiva por otros medios. Buscando sintonizar con la frustración política y con los fluidos reaccionarios que emanan de ciertas napas profundas de la innovación tecno-subjetiva en curso. No hay más plan que sacar provecho de estas nuevas convergencias para garantizar las líneas maestras de un orden agobiado del que se sienten los últimos custodios. Su desprecio por la investigación y por la discusión, y por las verdades a las que han llegado quienes sí han investigado y discutido las últimas décadas, forma parte de un desprecio histórico mayor de quienes prolongan la “guerra anti-insurrecccional” por los medios de la comunicación. Por lo que más que mirar para otro lado o ignorarlos como si fueran una secta intrascendente, se trata en primer lugar de tomar nota de la actividad de estos nuevos cruzados del capitalismo, que hacen de la “batalla cultural” un llamado a la movilización -por medios puramente virtuales- de narraciones funcionales al aseguramiento de todo aquello que la política y la economía por sí mismo no pueden lograr. Efectivamente, la llamada “nueva derecha” pretende renovar, en los términos más reaccionarios posibles, la lucha supremacista en defensa de los mecanismos extra políticos de la dominación política, y de los mecanismos extra-económicos de la acumulación de capital. Por lo que sabemos hasta ahora, estos discursos producen audiencia por medio del modo insultante, y ganan en complicidad refutando el tono pedagógico de la enunciación progresista (denunciando la “corrección”). Además, sacan provecho de las mutaciones que en el plano del trabajo (precarización e informalización) y de la comunicación (redes sociales) han despojado a la política convencional de su base social tradicional. ¿Tiene sentido referirse a esta publiscística con el término “fascista”? Ellos responderán que no, que el fascismo es estatalista y corporativo y que ellos, con Milei a la cabeza, son expresión de una versión extrema del liberalismo de derecha. Aceptar esta argumentación sería caer en el error que denunciaba Theodor Adorno: la democracia no puede responder a los nuevos publicistas de la reacción con un conjunto de estratagemas y artilugios propagandistas para ganar un debate. No hay otro modo de lidiar con ellos que comprendiendo de dónde surge la capacidad de expansión de esta voluntad de desigualdad extrema. Si el mundo de las izquierdas (es decir de quienes cuestionamos las estructuras de explotación) no da pasos en firme para plantear formas efectivas de una verdad a la altura de una sociedad dividida en antagonismos y sumisiones colectivas, la dominación desigualitaria tendrá siempre y cada vez más a su favor la realidad como coartada.