"Dios es una gran cosa, el mejor invento. Lo siguen de cerca la canoa y la kyha", me confesó una noche de verano Amílcar Alvarenga, albañil paraguayo, mientras ataba los extremos de su cama colgante entre dos paraísos, en el pasaje Cordero. "El hombre, en realidad lo único que añora es despegar sus pies de la tierra. Flota cuando está enamorado, pero es un estado extraño y pasajero. Intenta levitar, entonces, con el pensamiento, flotando sobre el agua o en el vaivén de las hamacas", extendió su teoría el operario que había levantado y acariciado las paredes de casi todo el barrio. El final de obra estaba a cargo de su compañera Anahí, a quien mostraba orgulloso cada obra construída con sus propias manos. "Las pesadillas vienen desde el fondo mismo de la tierra, trepan por las patas de la cama y al igual que la muerte avanzan desde los pies de la víctima hasta su cabeza. En tiempos difíciles, siempre es bueno dormir lo más lejos del piso posible, es la mejor manera de burlar a los fantasmas". Su prédica era acompañada con noches enteras durmiendo a la intemperie. En estos últimos ochenta días fui atacado por una pesadilla recurrente, una noche sin tiempo, una muestra concentrada de la maldad humana organizada con inteligencia, un tajo en la bolsa de la inocencia, un miedo incorporado a toda una generación como red maniatadora de sueños, que me privó del descanso nocturno, eyectándome hacia la llanura de la vigilia. En medio del insomnio, el tren demoledor de los medios. El desfile incesante de representantes legítimamente elegidos luciendo la misma insensibilidad de los antiguos represores. La misma soberbia de creerse superiores, la idéntica ostentación del odio a todo lo distinto, el emblemático poder de apropiarse de la vida y la muerte del reprimido. Nunca hay un sólo factor que explique un fracaso. Posiblemente mi excesivo peso, sumado al hábito de una posición rígida extrema que me aleja de la flexibilidad necesaria en las horas de descanso, más el tiempo necesario que se necesita para dominar cualquier invento, fueron las causas más próximas de la pésima experiencia con mi flamante cama paraguaya. No tuve más remedio que recurrir a mi antídoto de siempre, visitar a mi amigo Mario. Las almas gemelas sufren los mismos dolores en el mismo instante. Detrás de la puerta, la frase de siempre, "Te estaba esperando". En tiempos en los que las ideas engordaban nuestra sangre y ninguna injusticia nos parecía ajena, decidimos bajarnos definitivamente de los barcos caminando gran parte de nuestro continente como mochileros. Los genocidios, los robos, las revoluciones inconclusas, se pueden leer en los libros o en los ojos de los sobrevivientes de los pueblos dominados. Con mi hermano, alguna vez, quisimos mudarnos a la isla. El tiempo nos convirtió en islotes dentro de la misma ciudad, separados por un océano de rutinas, silencios, matrimonios, responsabilidades, ocupaciones y una extraña inclinación al consumo de lo material, de lo efímero. Tenemos por costumbre asistir al kiosco de la esquina, el que alguna vez fue de la Toti y hoy es de dueños desconocidos. Tomamos de parado la misma gaseosa, a la que ya no le hallamos el mismo gusto. Preferimos echarle la culpa al envase de plástico. Después del tercer trago tomados desde el pico, el visitado se limpió la boca y dijo, "Cuando lo vi por primera vez, no sólo te vi y me vi, también en esta oportunidad me choqué con la mirada de nuestros hijos. Los mismos que hoy andan intentando cruzar la línea de las apariencias, encontrarle un sentido a sus vidas escapando de la mediocridad, caminando sin parar, cargando mochilas repletas de sueños. Los pibes que creímos nunca tendrían que pasar por lo que pasamos nosotros..." Como siempre devolvimos la botella con algo de líquido en su base. Nunca tomamos el último trago, siempre dejamos abierta una puerta para otra charla que nos alivie la pena, que nos aleje de la soledad. En el abrazo de despedida sentí una sensación extraña, como si estuviéramos parados sobre una canoa, flotando sobre el mismo río de buenos sentimientos y con fuerza todavía para seguir remando contra la muerte, honrando a los caídos, honrándonos a nosotros mismos.