Quizás haya percibido usted, carísima lectoro, cierto extrañamiento, un matiz de melancólica estupefacción, un toque de interrogación cognitiva o un inequívoco signo de desorientación político-temporal en las columnas de estos últimos meses, donde afirmé, y me hago cargo de mis enunciaciones, que Su Graciosa Tujestad no podía de ninguna manera ganar las elecciones, salvo que nuestra sociedad hubiera ingresado colectivamente en el pantanoso territorio de la psicosis.
Vistos los resultados del escrutinio, no pude menos que recalcular mi certeza, y sin dudar ni por un instante de la salud mental de nadie en particular, me sostengo en mi tesis de que, como sociedad, hemos perdido el rumbo que alguna vez creímos haber tenido, y sobre todo, los límites que, sin duda, estructuran cualquier personalidad que se precie de ser. Somos, entonces, “algo”, “una cosa”, "un fantasma”, “eso”, “it”. O, como el título de la entrañable película de Fernando Trueba, “el olvido que seremos”.
“No somos nada”, decimos, aunque no estemos en ningún velorio: no se puede despedir a lo que no parece haber estado nunca. “Hoy estamos, mañana quién sabe”, dice algún diputado mientras vota lo contrario de lo que su propio discurso acaba de sostener a rajatabla. “No hay mal que dure 100 años”, dirá otro que quizás no recuerde los bonos que, hace solo seis o siete años, el ministro de Economía de entonces (que se llama igual que el de ahora) acuñó para endeudar a nuestros tátaratataratataranietos.
El Primer Autoritario asume de tujes al Congreso, promete insultos, escupidas y meadas –¡vaya plataforma electoral!, ¡tanto posmodernismo me supera!–, y consigue, de esa manera, que se hable de su horrenda oratoria, mientras se disimula su horrendo programa. Los precios se elevan en vueeeelo triunfal, azul un ala del color del dólar. Se propone una ley que, básicamente, deroga todo. Más de uno sostiene que se trata de un “deroga-dicto”.
A mí, todo eso me confundió mucho, y no podía consultar al Licenciado A. porque él estaba más confundido que yo: la mitad de sus pacientes no podían pagarle los honorarios, porque ellos mismos estaban desocupados; la otra mitad no podía ir a sesión porque tenían que trabajar 37 horas por día para llegar a fin de mes (que a esta altura cae más o menos para el 15). La otra mitad tenía mucho tiempo, pero no se podían bancar el viaje en bondi. La otra mitad estaba tan confundida que llegaban a sesión y preguntaban: “Licenciado, ¿yo soy un argentino de bien?”. Y, seguramente, había varias mitades más. Porque las matemáticas, caro lector, dejaron de ser ciencias exactas en este caótico anarcocapitalismo colonial mesozoico.
"Pero –me dije– si el Primer Autoritario derrapa, aún quedan otros dos poderes para llamar a la cordura". ¡Qué optimismo rayano en el más infantil de los pensamientos, el mío! El joder pudicial, como suele hacerlo, estaba ocupadísimo mojando con saliva sus dedos índices para detectar raudamente el sentido del viento. Eso, los que no se habían puesto directamente en “modo veleta” y “¡a girar, a girar, a girar, a girar mi vidaaaaaa”, cantaría Fito Páez.
Antes de caer en la confusión más absoluta, recordé que quedaba la valiente, venerada y popularmente electa representación legislativa. ¡Esos y esas sí que van a cumplir con los valores de quienes los hemos elegido; no se arredrarán ante viles amenazas escupitajeras o urinarias; resistirán como vikingos la arremetida de la salvaje alianza cambiemito-pubertaria; defenderán, aunque les cueste el escarnio, aquello en lo que creen, que los llevó a dedicarse a esta noble profesión política y no a otra!
¿Podría estar yo taaaaaaaaaaaaan confundido? Naaaaa, pero me imaginé que por lo menos buscarían alguna excusa divertida, algún oxímoron interesante, algún retruécano filoso, algún chisporroteo oratorio pour la galerie. Pero no. Con coherencia y honestidad, lanzaron furiosas peroratas en defensa de los valores patrios, populares y progresistas. Y con la misma coherencia y honestidad, muchos de ellos levantaron la mano para aprobar, en sentido amplio, estricto y ridículo, una ley que se oponía exactamente a todo lo que acababan de defender con tarzanesca vehemencia.
Es como si hubieran dicho: “Nosotros estamos acá para oponernos a todo lo que haga falta, pero si no hace falta, no nos oponemos a nada” o “esta ley va absolutamente contra nuestros principios, pero ahora solo nos importan nuestros fines” o “nadie cambiará nuestra patria por una hamburguesa y una gaseosa, que, por otra parte, ni siquiera nos ofrecieron” o “Con esta ley le ponemos un límite al gobierno: a partir de ahora solamente podrá hacer todo lo que quiera, pero nada de lo que no quiera” o “yo no solamente voto a favor, sino que quisiera agrandar mi combo con unas papas fritas y chedar” o... O qué sé yo…
Termino esta columna tan confundido como cuando la empecé. Si logro confundirme un poco más, capaz que califico para presentarme en el 2025.
Sugerimos al lector acompañar esta columna con el video de Rudy-Sanz “Zamba de la carestía”