La filósofa Val Plumwood cuenta en El ojo del cocodrilo (Cactus) que andaba en canoa en el río East del norte tropical de Australia cuando tuvo un encuentro cercano con un cocodrilo. Y en ese momento se dio cuenta de que en la planificación de su paseo se había olvidado un pequeño detalle: su propia vulnerabilidad en cuanto animal comestible, cuerpo jugoso y nutritivo para otros. Si bien siempre había sabido que podía ser alimento para un animal de este tipo, nunca lo había pensado seriamente, nunca había tomado conciencia real de eso. Esa criatura poderosa no estaba viendo en ella ninguna condición especial de los humanos, ninguna superioridad racional, veía una presa pequeña y fácilmente comestible no tan distinta de un ratón. Se dio cuenta entonces de que era posible que culturas enteras abonaran un relato dominante sobre el lugar de los seres humanos en la tierra que estuviera equivocada acerca de cuestiones básicas y simples como nuestra relación con el alimento y la conexión entre la vida y la muerte, entre otras. La desconexión de los seres humanos respecto de nuestro lugar en el mundo en términos ecológicos repercute en la crisis ambiental.
La negación de que somos alimentos se ve en nuestras prácticas mortuorias. El ataúd sólido y todo el cemento que nos rodea en las tumbas evita que el cuerpo humano se convierta en alimento para los gusanos, por citar el imaginario que más nos espanta en las películas de terror.
Plumwood me hizo detener en algo en lo que yo nunca había pensado: sí, podemos ser alimento para animales, vegetales, para la tierra. A partir de esta idea, plantea que tenemos que percibir la muerte como una especie de reciclaje. El cuerpo se descompone y da lugar a otras vidas. Y en ese sentido es muy concreto pensar en otras vidas después de la muerte. La historia sigue, aunque ya no sea un relato de humanos. Dice que hay que comprender la vida como “una forma de circulación” para así percibir la muerte “como un flujo hacia una comunidad de origen ancestral”.
Otra vivencia que le hizo pensar en estas cuestiones fue la muerte de su hijo y su entierro en un cementerio rural. Su primera visita al cementerio le reveló una ruta hacia la superación de la tristeza mediante una visión “alegre”: la muerte podía ser un viaje hacia un paisaje hermoso.
Vengo pensando estas cuestiones desde la muerte de mi madre. En ese momento encontré el libro De aquí a la eternidad. Una vuelta al mundo en busca de la buena muerte de Caitlin Doughty por casualidad en la feria del libro y lo que me atrajo de él fue la posibilidad de que la muerte fuera buena y no esa maraña de dolor que se había instalado en mí desde la partida de mi madre. Doughty es dueña de una funeraria en Estados Unidos y además es activista contra el negocio de la industria de sepelios de ese país, que embalsama a los muertos, obliga a enterrarlos en una cámara subterránea de acero inoxidable que cuesta miles de dólares y monopoliza la gestión de la muerte, convirtiendo lo que antes era una práctica habitual, que las familias se ocuparan de sus preparaciones para velarlos, en algo exótico e ilegal.
Doughty dice que cada vez escucha más frases del tipo: “cuando me muera, que no haya lío, hagan un pozo en la tierra y échenme ahí”. Lo que parece una de las opciones más sensatas, naturales e incluso baratas. Muchos incluso piden volver a la tierra después de ser cremados, plantar un árbol encima en vez de una lápida. Doughty exploró una experiencia que da un paso más: el compostaje de cadáveres. Viajó para eso a Cullowhee, Carolina del Norte. Allí, una arquitecta tuvo la idea de diseñar un lugar de descanso para muertos urbanos. El Urban Death Project contemplaba parte de la falta de espacio en las ciudades para el desarrollo de grandes cementerios al aire libre para satisfacer la idea de morir en la tierra. Por eso proponía hacer un centro de compostaje con cuerpos humanos en medio de un bosque, que al cabo de un tiempo podrían ser retirados por sus familiares en forma de tierra para cubrir su jardín. Finalmente la arquitecta pudo abrir su funeraria en 2020 con el nombre Recompose en Seattle. Aunque con algunos cambios a la idea original ya que el cuerpo se deposita en un recipiente, no en el bosque, calibrado y diseñado para cada caso. Luego se cubre con astillas de madera, alfalfa y paja. El recipiente está cerrado y comienza la transformación en suelo. En la web se presenta como una funeraria ecológica que ofrece compostaje humano. Dice que es la primera empresa en el mundo que lo hace.
Mi hijo menor me encontró pispeando la web y me dijo que eso “es un asco”. Sí da un poco de aprensión dicho así: compostaje humano. ¿Pero hay una forma que no nos espante la desaparición de nuestros muertos o la propia? Estoy segura de que por eso hemos elegido no saber y que se ocupen otros. No hablar, no pensar, no preguntar acerca de.
Liliana Heker hizo todo lo contrario. En su libro Diálogos sobre la vida y la muerte (reeditado por tercera vez en estos días por Hugo Benjamin), conversa con escritores, escritoras, científicos, médicas sobre este asunto que sigue provocando. Pregunta, se pregunta, si siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde, cuál sería la muerte que elegiría de poder hacerlo; qué angustia más, la idea de su propia muerte o la de otros, la idea de no existir más hacia el futuro o no haber existido en el pasado; qué es mejor: pensar o hablar sobre la muerte. “Hay una imposibilidad mental de imaginarse no siendo”, dice Abelardo Castillo. Para Tato Pavlovsky la muerte es un “fantasma aterrador” porque no podemos representarla. “La conciencia de la mortalidad es intolerable”, dice Ana María Shua. No se puede vivir siendo consciente de eso, hay que olvidarlo para poder vivir. Parece haber consenso en este punto. Este fue un libro que originalmente Heker empezó durante la dictadura militar y la hizo preguntarse sobre la relación entre ese tiempo de muerte con el tema. En su segunda reedición la ayudó a superar el miedo a la muerte y en esta tercera, en que las cuentas de los años le dan que ya está más cerca, dice que la vida se le presenta como un bien frágil y poderoso. Entre los entrevistados del mundo literario que ya no están, se puede encontrar también a Jorge Luis Borges y Roberto Fontanarrosa. Los que ya se fueron, escribe, le hablan de una manera nueva, porque “su sabiduría, sus experiencias, sus sentimientos ante la muerte y ante la vida, le llegan a la mujer que soy ahora”.
La mujer que soy yo ahora es capaz de sumergirse en esta literatura sin angustias ni miedos. Buscando saber más sobre lo que no sabe. No porque le haga gracia pensar en su cuerpo descomponiéndose en la tierra, ni porque sienta que superó todos los temores, sino porque tal vez leer para contarlo pueda hacerle compañía en esta historia en que los vivos, animales y humanos, conviven con los muertos mucho más de lo que queremos reconocer.