Mi ginecóloga soltó la bomba mientras hojeaba mis resultados del último laboratorio: "Estás en climaterio". Y así, como quien no quiere la cosa, se largó a hablar de estrógenos, hormonas y la pérdida de la función folicular de los ovarios. Mientras ella hablaba, no pude seguir la conversación, mi mente se quedó detenida en esa frase y resonando en la cabeza por semanas. También se me presentaron algunas reminiscencias de mi pareja cuando me contaba lo que le pasaba y enseguida pensé: ahora somos las dos.
Hace unos meses los calores comenzaron a invadir mi cuerpo irradiando desde la cintura hasta la cabeza en ráfagas que duran unos minutos. Al principio, atribuí estos episodios a las altas temperaturas del verano, pero con el paso de las semanas aumentaron hasta llegar a experimentarlos incluso ocho veces al día.
Mi pareja arrancó con esos síntomas un año y medio atrás, comenzó a despertarse durante las noches empapada en sudor. Yo no le di importancia, pero no tardó mucho en llegar mi turno. Ahora, cuando una de las dos siente ese incendio interior, la otra no. Lo cruel es que nuestros sofocones nunca se sincronizan.
Las noches se convirtieron en un campo de batalla. Antes de acostarnos tenemos que acordar: colcha, cubrecama o sólo sábanas, la temperatura ambiente de la habitación, ventilador o aire acondicionado, la cantidad de luz que debe haber, persianas bajas hasta el fondo o semi bajas, ventanas cerradas, semi abiertas o abiertas, cortinas encimadas o desplegadas de par en par, el horario en que ponemos el despertador porque ya no es tan fácil volver a conciliar el sueño y por último si la gata duerme con nosotras o cerramos la puerta de la habitación. Un desparramo hormonal.
Cada noche me despierto transpirada una y otra vez. Aparecen esos calores de golpe, como si me prendiera fuego por dentro. Me tapo, destapo, tapo de nuevo. Y por la mañana, sin falta, salto de la cama hacia la ducha para borrar la maratón que corrí durante la noche y salir renovada a emprender el día.
Con nuestros cambios, nuestra casa también se va transformando y está siento víctima de esta revolución hormonal. En la bañadera hay una gran cantidad de champús para palear la inminente sequedad del pelo. De tener un único producto “2 en 1” compartido, pasamos a acumular champús: el liso y brilloso, el hidratante, el que tiene colágeno, el fortalecedor y el reparador. Todos por las dudas. Para anticipar el declive. En el placard, reina todo un despilfarro de presupuesto, cada vez tenemos más juegos de sábanas de cien por ciento algodón y trescientos hilos porque las de poliéster no las podemos usar más. Y ni hablar de los tres controles remotos de los aires acondicionados dispersos por todos los ambientes.
A este despliegue, se agrega un arsenal de cremas que cada día invade más el vanitory. Hay para la cara, las manos, el cuerpo y los contornos de los ojos. Las cremas anti acné hace años que no las usamos, pero no las tiramos. Las New Age por ahora no aparecieron en nuestro repertorio. Entre los estantes también hay tampones y muchos paquetes de toallitas, delgadas, finas, extra finas, con y sin alas, nocturnas y diarias. Y también están los protectores diarios por si aparece alguna señal. No nos resignamos y seguimos comprando la misma cantidad que antes porque, aunque el período menstrual no aparece hace unos meses, todavía puede volver a visitarnos. Tenemos la ilusión que se presente, al menos, para despedirse. Cada mes que pasa observamos que hay más cosas y estamos al borde de necesitar otro baño.
¿Y qué decir de los lavados de ropa? Se intensificaron. Parecemos una familia de cinco personas. Cambiamos las sábanas mucho más seguido, la ropa de dormir dura solo una noche igual que la que usamos durante el día.
Los sofocones, esos visitantes no deseados, nos atacan en los momentos más inoportunos: frente a la computadora, en el trabajo, viajando en subte, en el banco, atendiendo a un paciente, esperando el colectivo, en una cena, mientras miramos una película o estamos caminando por la calle. Por eso, yo tengo un abanico en la mochila, en la bolsa de las compras, otro en el consultorio, también en el cajón del escritorio, en mi mesita de luz y siempre hay alguno desparramado en el living de mi casa.
Y como si los calores no fueran suficientes, ahora tenemos que sincronizar nuestros momentos para conversar. ¡No vaya a ser cosa de hablar justo cuando alguna de las dos está en pleno ataque de sudor donde la concentración está puesta en cómo salir ilesa de la situación y que pase lo más rápido posible! Porque cuando estoy hablando con ella o con alguien, siento como de repente mi cintura se enciende y sube como un fuego por mi tórax, mis pechos, el cuello y la nuca hasta el cuero cabelludo. En esos minutos pierdo la concentración en el diálogo y me pongo tan irrisible que lo único que quiero es frio para apagar tanto fuego. No me importa si el otro que tengo enfrente entiende o no lo que me pasa, si se nota mi incomodidad, mi piel pegoteada y mi cuello mojado.
Y para rematar, las infecciones urinarias se sumaron a la fiesta. La ginecóloga me anticipó que debo tomar más agua e ir al baño al primer indicio de necesidad. También tengo que hacerme nuevos estudios, como la densitometría ósea para saber el estado de los huesos. Y no debo olvidarme de acompañarlo con una dieta que incorpore calcio, vitamina D, hierro y que no aumente el colesterol. Ah, y también me aclaró que el chocolate, el café, el té y el mate fomentan los calores.
Prefiero pensar que todo esto suena más a ritual mágico que a un plan de alimentación. El entrenamiento pasó a ser una actividad semanal obligatoria. Mínimo dos veces por semana para fortalecer los músculos.
¿Me vendrá o no me vendrá? Esa pregunta que nos persigue a las mujeres desde la adolescencia hasta la adultez y está vinculada a un sinfín de cuestiones emocionales y de salud, también es un tema recurrente en charlas con amigas: ¿Sos regular o no?, ¿cuánto te viene?, ¿experimentaste un retraso?
Y encima la transformación de nuestro cuerpo y los eternos debates sobre qué hacer y qué temores enfrentar. Hasta hace poco tiempo, en el calendario anual que está en la primera página de mi agenda anotaba cada mes el día que me venía la menstruación. En una ojeada veía las marcaciones mensuales con resaltador amarillo. El de este año todavía no tiene ninguna. Cada día que pasa abro mi agenda con una esperanza de volver a apoyar el marcador sobre uno de los días del mes.
Hasta ahora pensaba que conocía mi cuerpo, pero últimamente me siento tan desconcertada como en mi adolescencia. Mientras mis venas arden y mi piel transpira, espero ansiosa la llegada del invierno, como si fuera la promesa de un alivio.