Delante de un vidrio que cumple el papel de permitirnos ver a los niños que están observando el comportamiento de dos niñas en una pantalla, Sally y Anne. Las imágenes la muestran a Sally con una cesta, y a Anne con una caja. Sally tiene una canica y la guarda en su cesta, y después se va a dar un paseo. En ese momento, Anne agarra la canica de Sally y la lleva a su caja. Cuando Sally regresa les preguntan a los niños dónde va a buscar la canica Sally, pero los niños no pueden inferir que Sally desconoce (no vio) lo que hizo Anne, y entonces responden que la buscará en la caja de Anne.

No hubo frustración en los niños que dieron una respuesta incorrecta. Simplemente no pudieron atribuir un estado mental en Sally como respuesta a su desconocimiento –a pesar de que Sally buscó su canica en el lugar correcto, en su cesta, cuando le preguntaron a Sally qué había pasado para que su canica no estuviese en su cesta, ella respondió, enojada, que alguien deliberadamente se la había llevado, sin identificar a Anne como la responsable (su teoría no se basaba en una creencia errónea)- de ese acto, de que su canica ya no estaba –no la vieron Sally ni los chicos que miraban las imágenes pudieron inferir correctamente el propio desconocimiento de Sally como la ausencia análoga del saber positivo de ellos- en su cesta, sino en la de Anne, porque Anne se la había llevado. Como realmente había ocurrido. 

Como cualquier niño le hubiese atribuido a Anne la decisión de haber sacado la canica de la cesta de Sally si estuviese compartiendo un juego con ella. Simplemente, cuando Sally regresó vio lo que solamente ella podía ver, y no tuvo inferencia alguna respecto a quién se había llevado la canica u ocupado ese rol en ese espacio mientras ella no estaba.

Después les preguntaron a los niños qué hacían cuando jugaban, y un niño contó que él, cuando estaba en su casa jugaba con los palitos de tender la ropa, porque, decía, le encantaba recrear batallas que sus soldados vestidos con uniformes de Temerarios –un muñeco articulado llamado así- siempre ganaban. Otro niño dijo que veía en la pared de su casa y en aquella tan alta del shopping la naturaleza, ya que no había diferencias cuando imaginaba que las tocaba, porque estaba tocando la realidad. No había diferencias, aclaró, entre las patas de los pájaros apoyados sobre la pared de su casa, el patio en donde él estaba sentado mirándolos, y la propiedad. Per se: me pertenecen, escribía pensando en las equivalencias que estos niños conjugaban, ya que si amaba era porque amaba algo o a alguien. Así debería leerse, en verdad, el término de los escolásticos inexistencia intencional. 

Solo que la conducta de los chicos que no habían podido inferir el desconocimiento de Sally se debía a una deficiencia neurobiológica propia del autismo. Interpretaban correctamente cualquier descripción mecánica o comportamental, aunque carecían de esa comprensión cuando la representación era mentalista. Parecían no tener una teoría o mentalización que les permitiese relacionar correctamente los estados internos o mentales con la manera de comportarnos. No había mentalización, sino ceguera de la mente. Sin embargo, un chico mayor que estos niños, ya un adolescente, había escrito en un ordenador de un modo rudimentario que sabía por lo que estaban pasando sus padres. Había habido mentalización. Les había atribuido una coexistencia o una intención o un propósito a sus padres. Había visto por lo que estaban pasando con un hijo como lo era él. Había habido metalenguaje, y por lo tanto simbolización. Como los teros, por ejemplo, que vuelan rasantes en una zona determinada para que los depredadores crean que allí están sus crías, es decir, utilizan un metalenguaje, ya que saben que la membrana de los huevos no alcanza para ocultarlos del peligro. Parecían conocer la función que el medio les demandaba adoptando en el espacio de su hábitat el rol de progenitores. Como el chico autista identificaba en sus padres las funciones o el rol que debían aprender al comunicarse con un hijo que tenía una incompleta expresión.

 

Un día mi sobrina, con apenas cuatro años, se sorprendió viendo en Philadelphia el funeral de Andrew Beckett: estaba entusiasmada, concentrada viendo cómo las imágenes lo mostraban a Andrew siendo un niño vestido de cowboy, apagando las velitas de un cumpleaños, jugando con sus hermanos, etc. Sin embargo, no comprendía que el mismo Andrew era el que había visto en el juicio y aquel que lo mostraba de niño haciendo esas cosas. No entendía, evidentemente, que Andrew ya no podía estar en la película. A pesar de su incomprensión madurativa, estaba demostrando algo verdadero: la cosa no puede ser el nombre, porque de hecho el Andrew adulto que todos vemos en la película jamás aparece en alguna imagen del funeral. Digo la cosa no puede ser el nombre, y es lo mismo que dijera Andrew no estaba en el funeral porque no podía estar en la película. 

Los familiares, suponemos, habían decidido que no estuviese el cajón con su cuerpo. Sin embargo, la muerte es ausencia de vida. Eso era lo que ni sobrina no estaba comprendiendo. La atribución de una existencia en: la muerte como ausencia de una comparecencia; si amamos es porque amamos algo o a alguien. O aquello que los escolásticos llamaban con el término inexistencia intencional. 

Para mi sobrina no era el mismo Andrew el que había visto en el juicio o en el hospital que aquel que las imágenes filmadas lo mostraban de niño en el funeral. No atribuía ningún propósito en esa ausencia. En la ausencia de Andrew en su funeral, mi sobrina no infería que Andrew ya no podía estar en la película porque había muerto, ya que no sabía teorizar cómo una persona podía estar sin vida. 

Parecía que había una contradicción lógica que los seres humanos no podían obviar, porque llegaba la muerte y el día de tu muerte conmemoraban un recuerdo. Como si se nos ocurriera hacer una copia de nosotros mismos y solo encontrásemos la paradójica mudez de no poder decir una palabra. Claro que siempre estábamos solos y no podíamos salir de nosotros mismos ni ser algo diferente de lo que éramos. Podíamos estar entretenidos, haciendo cualquier cosa que nos convoque, pero había un momento en el que sin que nuestra individualidad dejase de pertenecernos sí prescribían los objetos de nuestros recuerdos. Era por eso que nuestras nuestros pensamientos oscilaban en una contradicción ética que mi sobrina había visto en la ausencia de Andrew de su propio funeral una argumentación semejante: ¿Un pez sigue siendo pez o deja de ser pez cuando lo hemos atrapado? 

Para mi sobrina no había deducción ecuánime para las dos cosas que la escena del funeral representaba: la representación de la muerte o aquellos atributos que representaban a un ser con vida. Parecía no estar equivocada. Ella no veía intención alguna en lo que ese funeral representaba. Claro: qué designio puede tener la ausencia de un ser querido si ese mismo ser querido como bien lo comprendió mi sobrina ya no estaba. 

Los impresionistas iban al campo a pintar el mismo campo ocupado por los seres humanos. Charles Darwin observaba en la naturaleza aquello que en la naturaleza encontraba. Cuando escribía su diario, cuando escribió su autobiografía, sin embargo, pensaba que necesitaba la perspectiva de estar muerto en otro mundo para no mentir acerca de lo que había vivido. Un funeral sin objeto ni sujeto. Un mundo que no cabe en la imaginación de Darwin. Un espacio que es solo el bosquejo de la necesidad de su proyección. Mi sobrina no estaba equivocada: Andrew Beckett no estaba en su funeral. Había faltado a su cita. Los niños que veían solo en la caja de Anne aquello que Sally desconocía demostraban la intención de Charles Darwin por imaginar otro mundo que pudieran animar. Esperaban confortar una presencia. Acrecer. Intercambiar progresivamente la presencia que Anne había hecho suya llevando la canica a su caja.