Con todo lo que hemos perdido los argentinos, hay algo que no estamos dispuestos a soltar, como lo demostró la marcha en defensa de la universidad pública con un millón de personas en las calles de todo el país, la idea de que se puede estar en el fondo del pozo, pero eso sólo es tolerable si existe la posibilidad de salir de ahí. La vida de Eva Duarte es un capítulo privilegiado de este ideal tan arraigado en nuestra cultura. Tiene todos los condimentos de un relato que parece sacado de una tragedia griega. El nacimiento en los Toldos el 7 de mayo de 1919. Hija de Juan Duarte y Juana Ibarguren. El padre, rico estanciero y político conservador de Chivilcoy, participó en las maniobras gubernamentales de expropiación de tierras a los mapuches. Los Toldos era una toldería mapuche. Juana, su madre, era una mujer humilde, resignada a un lugar secundario frente al poderío del patrón que mantenía dos familias: la legal y la de Eva.
Vivió en el campo hasta 1926, fecha en la que el padre falleció y la familia quedó desheredada, completamente desprotegida debiendo abandonar la estancia en la que vivían. La imagen de su madre, con ella aún muy niña y sus hermanos, llegando al funeral de donde fueron expulsados con desdén, es de un dramatismo conmovedor, un cuadro excepcional de aquella Argentina.
La segunda parte de esta historia arranca en 1935 cuando Evita, con 15 años, viajó a Buenos Aires. Ahí se desarrolla su lucha por ser actriz, por triunfar, por ascender. Se codea con la farándula, se esfuerza “por ser alguien en la vida”, son épocas duras. Consiguió trabajo en la radio interpretando a mujeres de la historia. Adquirió un muy rico e inusual vocabulario, ese que dejó frases imborrables en la memoria popular. Aparece en revistas, participa en compañías teatrales, hace su incursión en el cine. El domingo 26 de julio de 1936, en el diario La Capital de Rosario apareció la primera foto pública que se le conoce con el siguiente epígrafe: “Eva Duarte, joven actriz que ha logrado destacarse en el transcurso de la temporada que hoy termina en el Odeón”. Y asomó otra gran veta: fue una de las fundadoras de la Asociación Radial Argentina (ARA), primer sindicato de los trabajadores de la radio.
El tercer capítulo comienza el 22 de enero de 1944 en el estadio Luna Park en un acto para recaudar fondos para las víctimas de un devastador terremoto en la ciudad de San Juan. Allí, Eva, de 24 años, conoce a Perón, viudo de 48 años. Solo un mes después ya estaban conviviendo y eso fue un escándalo para los conservadores camaradas de las FF.AA.
Solo cinco días después del cisma político irreversible que significó el 17 de octubre de 1945, Perón y Evita se casaron en Junín y se enfocaron en la campaña electoral con vistas a las elecciones presidenciales de febrero de 1946. Esas que abrieron una grieta política profunda en Argentina, la grieta social ya llevaba varias décadas. El peronismo se enfrentó a prácticamente toda la clase política de aquel entonces nucleada en la Unión Democrática y, contra todos los pronósticos, ganó la presidencia. Eva rompió los protocolos de la usanza de aquellos tiempos, las cónyuges de los candidatos se restringían a un rol apolítico y “acorde a lo que se espera de una dama”, pero no fue el caso. Ella participó y habló en muchos actos, tuvo voz y discurso propio. En esos meses levantó las banderas, de larga tradición, de los derechos políticos de las mujeres. Y en 1947, fue ella la que anunció a las argentinas que su derecho a votar, a ser candidatas, y participar en política estaba consagrado.
La tradición indicaba que Eva debía ser la “primera dama” y se le reservaba la presidencia de la centenaria Sociedad de Beneficencia; pero las distinguidas damas le negaron ese honor aduciendo que era demasiado joven. “Entonces que sea mi madre”, retrucó Eva con sorna y poco después dio por disuelta esa organización. Los motivos los dejó bien claros: “No. No es filantropía, ni es caridad, ni es limosna, ni es solidaridad social, ni es beneficencia. Ni siquiera es ayuda social, aunque por darle un nombre aproximado yo le he puesto ése. Para mí, es estrictamente justicia. Lo que más me indignaba al principio de la ayuda social, era que me la calificasen de limosna o de beneficencia”.
Estas formas desafiantes, los contenidos igualitarios, sus aires de mujer poderosa sin culpa ni falsas modestias le granjearon un amor descomunal de las multitudes trabajadoras que la elevaron a la categoría de Santa, y un odio pocas veces visto de los sectores antiperonistas. Ezequiel Martínez Estrada no se privó de decir: “Esta mujer tenía no sólo la desvergüenza de la mujer pública en la cama, sino la intrepidez de la mujer pública en el escenario… una farsante capaz de representar cualquier papel, incluso el de dama honorable...”.
El punto culminante de su relación con las multitudes fue sin duda el 31 de agosto de 1951, la gente le pedía que fuera candidata a la vicepresidencia y Evita les juraba que no importaban los cargos. Fue un diálogo espontáneo, natural, con una tensión abierta. Aún no sabemos con certeza por qué “renunció a los honores, pero no a la lucha”. Ella se veía dubitativa, con ganas de decir que sí, se lo estaba pidiendo el pueblo, no pudo dar en ese momento el no definitivo que vino días después en un mensaje por cadena nacional. El pueblo peronista nunca pudo votar a Evita, nunca fue candidata.
El cáncer de útero se llevó a la joven que no tuvo hijos y se convirtió en la madre de tantos. Mujer de definiciones, sabía que a veces el punto medio, no es el punto de equilibrio: “Yo, sin embargo, por mi manera de ser, no siempre estoy en ese justo punto de equilibrio. Lo reconozco. Casi siempre para mí la justicia está un poco más allá de la mitad del camino… ¡Más cerca de los trabajadores que de los patrones!”.
A esa mujer humilde salida de lo más profundo de los sectores populares, se le pueden enumerar muchas obras concretas, pero en estos tiempos de retroceso y poderío de las elites, es muy energizante empaparse de su gestualidad de rebeldía y orgullo plebeyo.