Como los poemas, los libros de cuentos son -de todas las formas que un libro tiene de ser- tal vez la más caprichosa, la más intrigante, la más fascinada. Será porque los cuentos -sobre todo en el caso de los novelistas- se van tramando desordenadamente. Son la escritura entre novelas, llegan cuando quieren, sin programa, a veces, a pedido y otras sin necesidad de tediosos plazos vencidos. Los cuentos pueden venir de un tirón o sedimentarse con el correr de los meses, o los años, hasta alcanzar su último tono, su forma más precisa. Rara vez responden al trazo de algún plan de escritura que obligue a quedarse una temporada con tal o cual personaje, o convivir con el corset de tiempo y espacio que casi siempre impone la novela. Los cuentos se cortan solos, son parte de un extravío con honestidad de presente. Algo de lo que se captura en el instante del haiku: una imagen que se expande y encierra en pocas palabras una revelación, tirar de un nuevo hilo. Por eso, cuando se los emplaza en un tiempo y espacio compartido, cuando se los junta en un volumen, y se los numera y se los cura y se les sugiere un nombre en común que los liga a algún destino, entonces sucede una especie de conjuro del cuento: las coordenadas desaparecen, la deriva de la lectura es un evento fortuito, no hay manera de sospechar -ni de leer- ningún final. La lectura de las partes no coincide necesariamente con el todo porque un libro de cuentos supone siempre la ruptura con el pacto de continuidad. El signo del cuento solitario sigue ahí, se hace presente. Y, sin embargo, las capas de sentido se multiplican, se mezclan, cruzan los bordes entre cuento y cuento. Pero claro, esto no pasa con cualquier libro de cuentos. Es preciso que en los relatos tengan lugar una serie de asociaciones impensadas, caprichosas, que sean capaces de diluir la expectativa, de dar lugar a una percepción sin preconceptos. Estamos hablando de libros raros, sin duda y El Metrópole es uno de ellos. Luego de Kaidú, novela breve ganadora del premio Sara Gallardo, Paula Perez Alonso vuelve con este primer libro de cuentos que, como Kaidú, revela algo tan sutil como vital de la experiencia humana y se convierte en manual de supervivencia para un mundo que nos fuerza hacia los extremos, privándonos de matices.

Trece cuentos habitan El Metropole, un hotel ubicado en la costa salvaje del mar argentino al que llegan personajes cansados de las ciudades y sus máscaras, “arrastrando el simulacro, el enorme esfuerzo de haber atravesado otro día más. ¿Hacia dónde se dirigían esos esfuerzos?”, se pregunta el cuento que los contiene a todos como en un aleph. Porque a El Metropole (el libro, el cuento), llegan personajes y lectores exhaustos por la dificultad de habitar la vida buscando resultados, trazando recorridos de antemano, sedentarios en las ideas, en los gestos, en las formas del reclamo y del amor, agotados de la multiplicación de lo mismo. Entonces, El Metropole reúne a estos pasajeros en tránsito y desde el centro de esa tensión entre lo íntimo y lo externo (qué mejor lugar que un hotel para alcanzar su máxima expresión) le lanzan a buscar la ampliación de los sentidos. Una habitación al lado de la otra, escaleras, ascensores, puertas, ventanas idénticas en supuesta simetría hasta que de pronto alguien atina a encontrar una fisura, un doblez de la percepción y se adentra en ella. Un pasajero se dedica a registrar el sonido con micrófonos hipersensibles para que las imágenes sonoras, desde su oscuridad, presuman una historia, otro se la pasa midiendo la intensidad de la luz sobre las cosas a distintas horas del día, Lili -uno de los pocos personajes de este libro que llevan nombre propio- desarrolla una mirada al ras del suelo que le permite luego hacer de su renguera un baile sublime; un hombre desarrolla una hiperacusia que en principio lo aterra, hasta que abraza sus miedos y deviene animal. No hay perfección en lo homogéneo, en lo idéntico, solo fragilidad, nos dice Paula Perez Alonso desde estos personajes lanzados a vivir una transformación liberadora. El Metropole convoca a quienes buscan el asombro, un punto de vista singular, aunque “la tentación es enorme, dejarse estar, dejarse devorar, pasar a ser parte de un engranaje que pulveriza toda diferencia”, dice el relato del hombre que todo lo escucha.

En la mayoría de estos cuentos hay personajes que poseen una visión, un tipo de entendimiento sutil de los acontecimientos. Así, una abuela registra diariamente la casi imperceptible inclinación de un edificio y luego de predecir su desmoronamiento, se abandona a vivir en las plazas de una ciudad que conspira subterráneamente. En otro cuento, un grupo de jóvenes es convocado para mirar por el ojo de una cerradura el mismo paisaje campestre a distintas horas del día, cada día. El investigador pretende que algo estalle, por más inaudible que sea para la mayoría porque “lo que el ojo de la cerradura garantiza es una limitación, pero justamente un límite puede expandir una noción. Forzar el ojo para que no se acostumbre a la mímesis, a la docilidad”.

Paula Perez Alonso insiste desde el Metrople con la indagación sobre la mirada, sobre el acto de ver como un caso típico de inmanencia ya que la visión no puede modificar lo visto, la materialidad concreta percibida. Pero, sin embargo, parecen afirmar estos cuentos, es posible que la transformación ocurra hacia adentro.

EL ARTE DE ANDAR

No es necesario viajar para caer en la maldición de ser turista, como tampoco traspasar las fronteras políticas de un mapa indica que se ha viajado en esta vida. El movimiento, como la mirada, si no se hunde en lo profundo, entonces es solo una palabra, un pasaporte estampado, una colección de fotos repetidas. El viaje en El Metropole es fondo y forma, sus personajes están en constante movimiento, aunque su andar no necesariamente sea siempre físico. Hay un recorrido extenso en la vida de un hombre que decide indagar -complaciendo- todas las fantasías de su amante y así abrirse a vivir sin juicios ni deseos ni contratos de por vida. El viaje entre los bordes de la pulsión, como sucede en “La Frontera”, un relato en clave homenaje a Jodorowsky y su psicomagia, en el que se intenta algún tipo de liberación mediante el despliegue de la imaginación sin usar la palabra. Estos cuentos proponen percibir el viaje como extensión, como sustancia, hay una idea de infinito en el desplazamiento. Y así como la visión no modifica lo visto, la trashumancia en cambio es la fuerza que logra la mutabilidad porque interviene el paisaje.

Deleuze y Guattari, en Capitalismo y esquizofrenia sostienen: “Por más que el trayecto nómada siga pistas o caminos habituales, su función no es la del camino sedentario, que consiste en distribuir a los hombres en un espacio cerrado, asignando a cada uno su parte y regulando la comunicación entre las partes. El trayecto nómada hace lo contrario, distribuye los hombres (o los animales) en un espacio abierto, indefinido, no comunicante”. La lectura de El Metropole genera ese recorrido abierto, sin propósito más que el de estar ahí, en ese tránsito, como el hombre que camina sin parar el mismo recorrido en “Una forma de morir” anulando el punto de partida y el de llegada.

En este nomadismo, la escritura de Paula Perez Alonso se propone desequilibrar la expectativa, desmantelando la trama como elemento primordial para alcanzar el asombro. Desjerarquiza también a los personajes y a la voz narrativa, porque, si bien en este libro conviven relatos más tradicionales en su tratamiento como “El suicida” o “Lo inconfesable” (donde la mirada está en función del deseo materno) en la mayoría de las historias hay una deriva que le escapa a los códigos narrativos habituales. Estos relatos se rehúsan a presentar y desarrollar un personaje, a ubicar al lector en un tiempo y un espacio definidos. Hay comienzos que podrían ser finales, aunque este no es un libro donde haya consumación o desenlaces. No hay repertorio, ni principio ni fin. El cuento se forma en las posibilidades de su lectura. Podemos seguir leyendo una palabra tras otra hasta la última página, pero también quedarnos en algún momento de estos cuentos, alguna oración, en cualquiera de sus digresiones y trazar paralelos, indagar en sus referencias, en los puntos geográficos donde se encuentran. Hay que saberlo: no hay puerta de entrada a El Metropole. A veces un narrador en primera puede llegar a interrumpir y desviar la voz de un otro omnisciente. Este cambio repentino genera tensión, entonces personajes, voces y lectores entran en estado de alerta.

 

Hay algo de punk sin estridencias en El Metropole, es un gesto de ruptura con las formas del cuento donde los personajes no importan más que su ambiente, que el espacio que recorren, que el sonido de las palabras que los reverberan. El Metropole no entra en un género: no son cuentos fantásticos, ni realistas, ni extraños y sin embargo asombran, extrañan, descolocan. Así es como el efecto pasa de sus personajes a sus lectores: abriendo una hendidura en lo aparente, dejando tras la lectura una multiplicación de percepciones e imágenes fragmentaria y morosa, una pulsión vagabunda, una mirada siempre atenta a adentrarse en el misterio antes que otorgarle un significado a la incógnita.