¿Qué sentimientos o ideas hacen que se festejen despidos? ¿Cuál es el razonamiento que identifica a la asistencia a los débiles como un lastre para el crecimiento? Más aún, ¿qué nos hace creer en que nuestro propio sacrificio es el precio a pagar para que mejore la situación económica de la comunidad?
Vamos a hacer un repaso a vuelo de pájaro por las creencias, prejuicios y razonamiento que incentivaron los sacrificios durante toda la historia de la humanidad, de Egipto a los Andes, del holocausto a los 30.000 y de Abraham a los trabajadores del estado despedidos por este gobierno.
Las comunidades humanas desde sus albores han tendido a creer que la suerte de la comunidad puede mejorar si se realizan ciertos sacrificios. La abundancia de las cosechas, el favor de los vientos para la navegación, el paso a la otra vida o la suerte en general dependía de que alguna deidad recibiera en sacrificio alguna vida humana o animal. Cada cultura fue definiendo quienes eran los “sacrificables” y quienes los sacerdotes que los iban a inmolar.
En el antiguo Egipto eran los sirvientes y esposas de los faraones quienes se sacrificaban para garantizar el bienestar del mandatario en el otro mundo. En Cartago fueron infantes los elegidos, para los aztecas los vencidos en las guerras eran las victimas propiciatorias.
Si miramos a la Grecia clásica, encontramos que en la Illiada se relata el sacrificio de unos jóvenes troyanos para los funerales de Patroclo.
En Yin, capital de la dinastía Shang, guerreros chinos eran enterrados vivos voluntariamente como sacrificio para acompañar a su señor a la otra vida.
En la India, realizaban sacrificios a la diosa Kali, para que mate a los demonios.
La lista es interminable.
Tan fuerte y universal ha sido esta creencia que las tres grandes religiones monoteístas tienen su origen en el relato de un sacrificio. Más específicamente, en la clausura de esa práctica por intervención divina.
El judaísmo y el cristianismo comparten la creencia de que el Patriarca Abraham fue detenido por Dios cuando se disponía a sacrificar a su hijo Isaac (Gn 22). En el Islam, se cuenta la misma historia, pero el hijo salvado es Ismael (Sura 37, aleyas 102111).
Para las tres religiones, este es un hecho clave, donde se rompe con las tradiciones primitivas de sacrificios y se inaugura una nueva forma de relación con lo divino, pero también con la comunidad. Dios no pide sacrificar a nadie. Nadie debe ser sacrificado para el bien de la comunidad. Estamos hablando un cambio civilizatorio que podemos identificar a partir del siglo XX A.C.
Sin embargo, esta claro que hay algo en la forma en que las personas nos relacionamos que hace que siempre vuelva a aparecer la necesidad de sacrificios.
Muchos siglos después, los escritos bíblicos ponen en boca del profeta Oseas (siglo VIII A.C.) estas palabras: "Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos".
El sacrificio es central en la figura de Jesus de Nazareth. El cristianismo lo entiende como el “cordero de Dios”, que se ofrece como victima propiciatorio para el perdón de los pecados, clausurando la necesidad de cualquier otro sacrificio.
El evangelio reafirma la necesidad de dejar de lado los sacrificios, retomando las palabras de Oseas, “...Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento" (Mt. 9,13).
Las autoridades civiles o religiosas continuaron la saga de sacrificios. Desde los emperadores romanos que entregaban al altar del entretenimiento a gladiadores y a los propios cristianos, hasta la más remota comunidad andina como atestiguan los Niños de Llullaillaco, encontrados en el volcán de la actual provincia de Salta.
Encontramos un elemento común en todas las culturas y en todos los tiempos. Los “sacrificables” son siempre aquellos grupos cuya diferencia ha sido convertida en desigualdad en un perverso proceso de inferiorización. Así los vencidos, jóvenes, pobres, mujeres o cualquier colectivo sometido a este proceso de inferiorización (gitanos, judíos, comunistas, palestinos, etc. etc.) eran ubicados en un lugar de “otredad inferiorizada” y por lo tanto, sacrificable.
Su sacrificio, ahora secularizado, permite la liberación de la sociedad de una carga y es la pretendida condición para la superación de una crisis.
Las crisis convocan sacrificios y despiertan el placer sádico de los verdugos, pero también anestesian las conciencias de la sociedad. O peor aún, convencen a las sociedades de que no hay alternativa. No hay culpa porque es ineludible. De verdad creen que el sacrificio es el único camino que conjurará la crisis.
Por eso no debe sorprendernos que en determinadas circunstancias históricas, la misma sociedad que hubiera reaccionada horrorizada frente a determinadas acciones, las termine apoyando o al menos tolerando.
Se podía callar ante el holocausto judío, porque una parte importante de los alemanes pensaban que era el precio a pagar para la grandeza de Alemania. Los emocionados espectadores de “1985” explican que no sabían que estaba pasando, cuando íntimamente creían que su silencio era el precio a pagar para terminar con la violencia. La culta sociedad Israelí siente que los bombardeos constantes a civiles en Gaza es el precio a pagar por la seguridad. Sacrificios.
Falta un elemento. Tenemos a los verdugos sádicos, los culposos creyentes. Nos falta describir a aquellos que sabiéndose “sacrificables” necesitan esconderse para tratar de salvarse.
La crueldad ha sido la respuesta a gran parte de las crisis de la historia de la humanidad. Cuando más en riesgo se siente una sociedad, mayores crueldades esta dispuesta a tolerar.
La crisis que se viene gestando desde 2015 va corriendo los límites de esa tolerancia. En esos años unas pocas voces planteaban que el Estado no podía “regalar” jubilaciones o pagar AUH. De mucho antes viene la impugnación a la ayuda a los desocupados. Más recientemente se logró inferiorizar al empleo público como si se tratara de una actividad degradada o improductiva.
Se han cuestionados las pensiones para discapacitados o las políticas de reducción de desigualdades de género. Los propios derechos laborales son percibidos como obstáculos al crecimiento y el bienestar como una culpa.
Lo que eran comentarios marginales, ahora son verdades aceptadas. Incluso por sus victimas que han asumido la crueldad como inevitable.
En una entrevista reciente, el maestro Dolina definía este tiempo, como un tiempo de crueldad. Le consultaron por el antónimo de crueldad y él contestó benevolencia. Otros hablarán de empatía. Tal vez haya que darle un sentido político a otra palabra que funciona con más potencia como antónimo de crueldad. Una palabra que expresa el paso por el propio corazón de la miseria o necesidad del otro. La misericordia.
Todas las tradiciones y categorías deben ser convocadas a terminar con los sacrificios.
Licenciado en trabajo social, especialista en políticas sociales, docente investigador UNMdP.