Creía conservar su poder sobre ella y recobrarla si al fin se lo proponía./ Y no podía creer que sus sentimientos fueran incomunicables. El fuego Fatuo. Drieu La Rochelle.
He comentado en muchas oportunidades la costumbre un tanto inusual de Enrico Z de seguir a los linyeras desde muy chico. El mismo no sabía bien por qué. Pensaba, me dijo una vez, que fue a partir de la separación de sus padres y la influencia de su abuelo, siempre desalineado, que lo llevaba con él a repartir comida a los indigentes y que para colmo trabó amistad con Don Juan, un viejo harapiento del que se creía que había sido un científico alemán o polaco que había perdido a su familia en la guerra y vivía en un depósito en el surtidor de la esquina de Pellegrini y Necochea. Lo que más lo deslumbraba era que a muchas veces, ambos se juntaban con el famoso matemático Beppo Levi que era toda una eminencia.
Enrico creía que poseían un saber que los hombres comunes carecían. Más allá de esto, lo cierto es que Enrico cambiaba las versiones posibles de su hábito. En otra oportunidad, después de haberlo pensado seriamente dijo que lo más probable se debía a la lectura de la Odisea y el regreso de Odiseo a Ítaca, y en otras, a las apariencias que tomaba Dioniso o a las aventuras del Quijote y así ensayaba distintas explicaciones sin dejar de lado su obsesión por seguir a alguno para tratar de conocer lo que escapaba a lo habitual o incluso de enterarse de algún secreto de la vida en vez de la literatura. Yo, que casi siempre lo acompañaba a muchas de nuestras aventuras adolescentes; solo en dos oportunidades lo seguí en su aventura de seguirlos. Recuerdo una en la que me habló de un tal Teodoro, el cual había recibido de parte de Enrico un exiguo sustento que extraía secretamente de su casa. Era un hombre mayor, de desordenada barba entrecana y parecía muy reservado.
En un banco de la plaza Guernica, que ahora llaman Suecia borrando las referencias atroces del pasado, no sentamos a comer y Enrico enseguida trabó conversación. Teodoro estaba un poco distante, tal vez por mi presencia, pero me sorprendió saber que había sido profesor de matemática; su discurso oscilaba entre un habla prosaica que se intercalaba con un conocimiento específico donde emergía súbitamente alguna incoherencia. Quizá se percató de eso en algún momento pero refirió que un fantasma femenino lo había visitado durante la noche para exigirle que revisara su pasado hasta el momento resultante en su situación actual.
Fue un día 11 en el mes de Diciembre, agregó, en que mi mujer murió. Por un momento enmudeció y llevó una botella de vino que extrajo de una bolsa, a sus labios. ¿Ustedes no creen en fantasma verdad?, preguntó. Enrico se atrevió a responderle: Mi padre dice que son supersticiones. Pues está equivocado, dijo Teodoro dando un golpe sobre el banco en el que estábamos. Lo peor es que tenemos por costumbre creer en todo lo que dicen nuestros padres.
Enrico, quizá para esquivarle al bulto, me preguntó: ¿Vos que opinás? Que el señor tiene razón balbuceé, no exento de cierto temor. ¿Vos también, dijo Enrico? casi burlón.
Me dio bronca. Afectando cierta energía, de la que normalmente carezco, retruqué: ¿Acaso no soy como los demás? ¿No vamos a la iglesia a rezar por un Dios silencioso a través de santos y mártires? (Hasta hacía tres años, Enrico era católico y ayudaba las misas de los domingos) La mirada del mendigo me impulsó a seguir: ¿No soy sensible a las apariciones de lo inesperado, sobre todo cuando pertenece al mundo de lo misterioso, dando lugar a formas escalofriantes entre las sombras de la noche y sus gemidos ululante? ¿Nunca recorriendo el campo de noche se te erizó la piel a costillas de la luz mala?
¿A qué viene eso? Me respondió Enrico y agregó: ¿Qué motivos tenés para creer en los avisos de las apariciones o de las pesadillas?
Qué sé yo, respondí, ya es misterioso y extraño que quien estaba, de repente ya no esté y reaparezca en mis sueños… y que digamos, como si fuera lo más natural del mundo, que la muerte es natural cuando sólo nos ocurre a nosotros que debemos enfrentar su acontecer ineluctable y sumamente misterioso.
Teodoro, con un cambio radical de actitud, quiso poner fin a nuestra discusión, no sin apelar a una combinatoria que parecía introducir un orden en el azar como si nos dispusiera a un destino prefijado.
Yo duermo en un refugio de la calle Buenos Aires 5231 y antes de anoche soñé que mi mujer me decía que el número once era un número que me destinaba a la desgracia. 5321 da 11. Ayer, careteando por los alrededores, la única puerta que cerraron sin darme nada, tenía el número 461, que da 11 y un rato después entré al dispensario y fuimos 11 los que comimos. Le comenté a la dueña y me dijo que ella tentaría a la suerte. Jugaría un billete que tuviera el once. ¿Quién le dice?, me dijo. Si gano le daré una parte. A la tarde, anduve rondando por el barrio y pase por el dispensario. Doña Jacinta me mostró el billete. Era increíble, el 24311… ¿Por qué eligió ese número? le pregunté. Porque tenía el 11 me dijo.
¡Y salió!, afirmé tontamente. No, dijo, salió el 13052, pero que también da 11… Enrico sonrió por primera vez. Si la regla no fuera la adición produciría otros resultados…
Teodoro lo obvió y siguió: razones de cabalista o de numerólogos que pueden lograr combinaciones con números y letras. Dante estudió la cábala y mi amigo Saúl me enseñó que en el alfabeto judío las letras también representan números. Shaul es 437. En las que corresponden al 15 y al 16 se cambió la Hei por la Tet, si mal no recuerdo, porque figura el nombre de Dios en la Torá… Enrico se contrajo seriamente. Buscamos relaciones, correspondencias que nos revelen el misterio de por qué nacemos, para qué estamos aquí, pero no creo que las haya. Tal vez sólo el misterio de por qué hay algo en vez de nada… el universo será siempre incomprensible.
Teodoro volvió a beber y quizá motivado por el alcohol nos confesó que no había tratado bien a su mujer, pese a que la amaba. Al principio, dijo, todo era idílico y yo sentía que los dos éramos uno. Uno, ¿se dan cuenta? Estaba siempre pendiente de ella y llegué a sofocarla. Nunca me preguntaba si el bien de ella era el mismo que el mío. Una inquietud extraña se había apoderado de mí, me costaba dormir y lo hacía sólo mediante la injerencia de alcohol. Una mañana me desperté y Hannah no estaba. Me desesperé y salí a buscarla por sus lugares habituales, por toda la ciudad, pero fue inútil. Dos o tres meses más tarde me encontré con Raquel, una prima suya que me dijo que Hannah había muerto en el pueblo de su familia, el más cercano al límite que le dio a nuestra ciudad ámbito provincial por una ley de 1721. Vacilando, Raquel agregó: También perdió el hijo que llevaba en sus entrañas. La enterramos en el Salvador. Piadosamente, al ver mi estado, me indicó como llegar a su tumba.
Los días siguientes fueron un infierno. Me sentía como Orfeo ante Eurídice, perdida por segunda vez por la impaciencia, y en muy poco tiempo de desolación e inactividad, fui perdiendo todo lo que poseía. Una noche, alterado por la vorágine del alcohol, al desamparo de una Luna impiadosa, me quedé dormido sobre un banco del parque de la Independencia, frente al cementerio. Hannah me visitó en sueños. No estoy irritada, murmuró pero tu afán de posesión no permitió que fuésemos una pareja.
Teodoro calló y bebiendo de un golpe todo el alcohol que había en la botella se alejó sin siquiera saludar, tambaleando. Después de un rato en silencio, Enrico dijo: hoy aprendí que dos que se aman no hacen uno, ni dos, son una pareja como un par de guantes o de zapatos, por eso, si uno de los que la forman, la abandona, deshace el lazo que es la terceridad, la intersección que deja un vacío en cada uno. Ese tercero que los unía. Tal vez por eso el amor es un sentimiento temeroso…
Nos alejamos en silencio hacia la incertidumbre, no solo del futuro sino de la vida.