Cada 12 de mayo se celebra el Día Internacional de la Enfermería porque el 12 de mayo de 1820 nació Florence Nightingale, la madre de la enfermería occidental y moderna. En la Argentina, aunque la efeméride nacional es el 21 de noviembre (el día de la fundación en 1935 de la Federación de Asociaciones de Profesionales Católicas de Enfermería, quien nombra como patrona a la Virgen de los Remedios), son muchas las voces que piden que el homenaje sea un día después, el 22 de noviembre, el día en que nació Cecilia Grierson.
Las fechas en pugna sirven para despabilar la indiferencia y para recordar a las personas que no hay que olvidar. Ese día alguien busca el nombre de las enfermeras que murieron atendiendo a pacientes con covid y recuerda a las que salieron a defender el Taller Protegido del Hospital Borda que demolieron las topadoras del Gobierno de la Ciudad. Las buscan, las miran, las nombran. Ese día aparecen en una foto las enfermeras y las estudiantes de enfermería que fueron a la Guerra de Malvinas. Ese día, las que salieron a la calle con antorchas contra el DNU de Milei vuelven a estar en la calle. Ese día, una persona recuerda la cara de la enfermera que curó a un familiar y la de quien no la dejó sola la noche que entró al hospital con su mamá y su crisis psiquiátrica. Ese día, alguien canta “por la noche vino el doctor/ su enfermera Mary Poppins y el deshollinador” mientras pinta un cartel que dice: “Somos profesionales de la salud”. Ese día, alguien piensa en las manos que limpiaron olores.
¿A cuántas hay que nombrar para derribar la pared? ¿Cuántas caras hacen falta? La huella en el anuario las nombra en agradecido revuelo porque sabe que el reconocimiento no llega y que cuando llega, llega lerdo. La OMS publicó no hace mucho tiempo un trabajo analítico sobre las desigualdades salariales de género en el sector de la salud; ese día, alguien piensa en el sueldo que no le alcanza, en la precarización y en el tiempo libre que no tiene la persona que lo cuidó.
Unos versos de Tamara Kamenszain: “detrás de un olor hay otro olor hay otro olor hay otro olor/ y todavía más atrás de un quejido un ruido avanza/ son sillas de ruedas que caminan solas/ los desnudos y los muertos ponen el freno de sus sondas/a disposición de las enfermeras/ alguien tiende la cama con fruición de sepulturero”, asoman verdades en la puntualidad de las palabras para que entren un fragmento de Nabokov en donde el narrador habla de la mutilación y su relación con la pérdida de un gran amor, el color de los cuerpos de la guerra que curó la poeta Denise Levertov, Mortaja para un ruiseñor, la novela de P. D. James, apuntes de Selva Almada: “Mi madre fue enfermera antes de ser maestra. Además de su trabajo en el sanatorio del pueblo, hacía inyecciones a domicilio, cuidaba pacientes que estaban en sus casas. En una época cuidó a un muchacho que tenía cáncer. (…) A veces yo la acompañaba, cuando era solo darle una inyección y quedarse charlando un ratito. (…) A veces se hacía de noche y el olor a la comida que estaba preparando la mamá del muchacho se mezclaba con el olor a medicamentos” y la certeza de Stephen King y McEwan sobre la profesión retórica.
Las ficciones hacen un agujero en la pared que hay que derribar.