El 4 de abril de 1984, Winston Smith, empleado en el Ministerio de la Verdad, buscó un rincón de su casa donde no lo alcanzara la telepantalla, preparó una pluma, la mojó en el tintero e inauguró su diario. Había comprado todos esos útiles de librería en un negocio de Londres. La escena es el momento fundacional de la historia de 1984, la célebre novela de George Orwell. Al escribir sus primeras líneas, Winston Smith había producido “el acto trascendental, decisivo” de “marcar el papel”. De ponerle su voz a lo que sucedía en el mundo.
Cuando leí ese libro por primera vez, hace casi cuarenta años, me impresionó encontrarme con que algo que yo hacía todos los días de forma rutinaria pudiera ser clandestino, peligroso y secreto. Por entonces yo era muy joven e ingenuo, un adolescente que empezaba su escuela secundaria precisamente en el año que titulaba esa novela, 1984. Eso ya era de por sí llamativo y perturbador, porque ¿cómo era que mi presente podía ser el futuro de otra persona? (Años después tuve una sensación similar con la canción “No tan distintos”, de Sumo, en la que coreábamos “Waiting for 1989”. Llegó 1989 y el mundo siguió).
Pero en el caso del diario de Winston Smith, forzar la idea instalada por Orwell de la posibilidad de una distopía así era preocupante, porque ¿y si este futuro en el que yo vivía se parecía a lo que Smith había temido? Parecía muy improbable: para asomarse al horror, a una realidad parecida a la que vivió Winston, en realidad había que mirar al pasado, a la dictadura. Nada de la libertad que vivíamos en 1984, 1985, 1986 se parecía al clima oprimente y gris que cuenta la novela. Y sin embargo, aquí estamos hoy, a la defensa de tantas cosas que parecían inatacables.
Con el paso del tiempo, cuando fui yo mismo un profesor y escritor, valoré mucho más las líneas que siguen a la primera entrada del diario de Winston. Después de anotar la fecha, Winston Smith se preguntó “¿para quién estaba escribiendo él este diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido”. Y también pensó que si a nosotros (su futuro) sus palabras no nos conmovían, había dos respuestas posibles. Una, terrible, es que este presente sería igual a la realidad que a él lo oprimía, y entonces lo que había escrito no podría circular. Pero por el contrario, también podía suceder que, de tan distinto nuestro presente, carecería de sentido que sus palabras llegaran a nosotros.
Hoy yo no escribiría un diario, aunque muchas de las publicaciones que hacemos en las redes tienen esa vocación de registro. Creo que le escribiría una carta a Winston, en ese pacto ficcional que permite la literatura, y suponiendo que el lenguaje de la neohabla no hubiera triunfado, para contarle que transitamos unos días en los que nada de lo que dábamos por sentado, por ganado, por recuperado, está a salvo de ser destruido. Nada: ni la educación, ni la salud, ni la investigación, ni la vida en comunidad. Ni siquiera el pasado sangriento que la democracia argentina juzgó y condenó y que, como bien sabía Winston por su trabajo, era bien frágil. Le explicaría que, retóricamente, nos han embarcado en guerras y conflictos como los que enfrentaban a Oceania, Eurasia y Eastasia, para que el griterío y el rumor de los motores y las explosiones oculte el ruido de la sociedad que están desmantelando como quien desmonta una vieja fábrica.
Hay universidades a oscuras, fábricas que cierran, calles y ciudades en ruinas habitadas por familias que han perdido su techo y su esperanza, y que se alimentan de la pequeña guerra que el gobierno instala cada día. El estado fomenta la delación y el individualismo; denuncia el adoctrinamiento pero a la vez, traza una raya entre la gente de bien y la que no lo es, y la propala por todos los medios, que son mucho más poderosos que las telepantallas y los megáfonos. No es necesario reescribir la verdad todo el tiempo, porque la verdad no le importa a nadie. Vivimos en una permanente fake new de la que el presidente es el principal impulsor.
Le diría que no hay “minuto del odio”, pero que no debe alegrarse por eso, porque el odio y el resentimiento han permeado a la sociedad y son permanentes, instalados y propalados por las redes. Cualquier día encontraremos nuestro propio rostro, el de alguno de nuestros compañeros, proyectado para que miles lo insulten y le arrojen cosas. De manera creciente, el discurso libertario ha logrado que una mitad del país vea en la otra la causa de todos sus males. El gobierno propone un enemigo al que atacar: el responsable de una supuesta decadencia, encarnado en todo aquello que colectivamente construimos como pueblo: los hospitales, las escuelas, los organismos públicos.
“¿Libertario?”, me preguntará asombrado por el significado que tiene. “Sí”, le responderé. Han logrado invertir el significado de las palabras, y hoy “libertad” es sinónimo de “autoritarismo”. Estamos obligados a ser clandestinos, a ejercer el “doblepensar”, sin saber del todo con quién podemos conversar valiéndonos de la riqueza de los matices en las palabras. Ya no nos vigila el Gran Hermano: el uso de las redes y la retórica del gobierno hace que todos, de a poco, seamos nuestra propia policía del pensamiento.
Quizás Winston Smith piense que la pequeña esperanza con la que comenzó a escribir a escondidas ha sido derrotada. Le diré que no. O que aún no. Aunque nos quieran arrastrar a la habitación 101, la más terrible porque allí nos encontraremos con nuestros propios miedos, para quebrarnos, tenemos un camino posible: resistir. El esfuerzo por hacer que las palabras vuelen y encuentren destinatarios nunca es en vano. Pero tenemos que empezar a imaginar a quién queremos hablarle, qué queremos decirle, para qué debemos escucharnos, y no solo expresar nuestra indignación.
Las palabras y la escritura son las mayores formas de resistencia, las más persistentes. Son las que unen a los que están disconformes con el mundo que les ha tocado, con la opresión que enfrentan y permiten encontrar la fuerza para no aceptar ni adaptarse a esta destrucción, y resistir. Las palabras organizadas en torno a una idea, en un esfuerzo por señalar aquello que el mundo tiene de injusto para combatirlo. Pero también lo que posee de bello, para preservarlo. Las palabras que dicen que siempre podremos escribir, como Winston: “Abajo el Gran Hermano”.