Tengo ante mí los programas de un par de festivales musicales del año 2015 y 2016 en los que estuvieron en Buenos Aires Daniel Barenboim y la Orquesta West – Eastern Divan, reunidos los músicos palestinos e israelitas, haciendo obras de dos argentinos, Ginastera y nuestro Horacio Salgán. También Barenboim y Marta Argerich tocando Brahms, Mozart y Liszt, entre muchos otros. A nuestro compañero de colegio Mariano Jaime le encantaba Liszt, su desmesura roquera y romántica, la cabellera deshilvanada y larguísima, iridiscente como la de Einstein, entre un monje negro y un místico. Al cabo de los años, pienso que él logró parecerse a Liszt, aunque sea médico, y ahora camina por los arrabales del espíritu como el Gavin muy british de Radio Rock --The Boat That Rocked--, interpretado por RhysIfans.
Había una enorme excitación en los bordes de la primavera alfonsinista, de esa época hablo, a finales de 1983, porque íbamos a fundar una nueva república. Todo lo que llegaba a nuestras manos lo escuchábamos, lo estrujábamos, lo leíamos, lo discutíamos y nos identificaba de algún modo, era una época de diversidad cultural y de respiración en las calles.
Escuchábamos La consagración de la primavera hasta gastar la púa del Winco y a la noche nos zambullíamos en el Cine Lara de Avenida de Mayo para ver La canción es la misma, de Zeppelin. Y también el Parakultural. Descubrimos que la calle se toma y no se pide permiso. Y había sentadas no sólo en el colegio, también afuera, como en la resistencia que propuso Gandhi y porque los caballos, que no son bestias sino corredores de atardeceres, no atacan a un humano sentado ni pasan sobre él. Eran épocas de policía montada y camiones hidrantes y siempre las razzias. La dictadura debilitada pero en su fuero, muriendo con las botas puestas, bien castrense. Y el odio y el asco que ascendía en las gargantas desde el corazón renovado de una generación que había vivido sometida no sólo a los años de plomo sino a la infancia con Onganía y compañía. Mafalda, nuestra inspiración terrenal, amiga de guiños que despedazaban la mampostería de esa pacatería cultural llena de censuras y miradas gordas. Tenía en mi habitación una foto gastada de un hermoso negro excéntrico que sacaba erizos y flores de su guitarra eléctrica, se llamaba Hendrix, y pronto sumaría también la imagen de ese hombre que tejía su propia ropa de hilo blanco, en la biografía de Louis Fischer, La vida del Mahatma Gandhi, enfrentando con su rueca al imperio, y con su satyagraha, la resistencia pacífica, una espiritualidad militante y tenaz hasta lo infinito. Quería ser como él y como el Flaco Spinetta, que hacía que los niños escribieran en el cielo. Tenía 17 años y la película de Attenborough, Gandhi, nos había proporcionado una cosmovisión de un mundo en el que habríamos de persistir si queríamos despertar. No mucho después vendría para mí un gitano de mano astillada llamado Reinhardt que tocaba jazz y la foto del Che, que me sonríe desde su infierno revolucionario y desde su lúcida presencia. Y allí estaba también el profundo humanismo antibelicista de Hemingway y su Nick Adams y su Por quién doblan las campanas, y también Cortázar, que estaba huérfano y por eso lo mimábamos y lo leíamos para que no se volviera fama y mejor fuera cronopio.
Ya en el año 79 tengo el recuerdo de Viola entrando a un partido de la selección en Rosario y todo el estadio chiflándolo. Hasta nuestros gestos adolescentes de resistencia aterrada que eran una irreverencia necesaria, ridiculizando la exaltación castrense de la vida civil y cotidiana, y la de los milicos que habían intervenido el país y también el colegio, preceptores que eran en verdad cadetes infiltrados desde Campo de Mayo y la Escuela de Suboficiales. Tal vez somos una generación que tiene que hacer recordar y hacer despertar también, es menester despertar primaveras. Como entonces, tenemos que mantenernos vivos, lúcidos y produciendo. De algún modo, por fuera del horror. Para eso son los proyectos y para eso es el arte también y el mancomunarnos.
Nuestro profesor de literatura Juan Carlos Polito nos proponía Baudelaire y sus flores malsanas, La colmena de Camilo José Cela, Strindberg y su macabra danza interpretada por Walter Santa Ana, Beckett y su desesperanza de que dios llegue alguna vez. Y Darío Fo, Patricio Contreras la rompía con su interpretación en Muerte accidental de un anarquista. Nos embriagaba volver a la vida. No mucho después, cuando el propio Darío Fo vino a presentar en Argentina Misterio Bufo, vimos cómo en plena calle Corrientes los chicos pulcros de Cristo Rey estallaban a piedrazos los vidrios luminosos del teatro San Martín, nos amenazaban y vandalizaban todo lo que estuviera a mano como lo hubieran hecho los buenos chicos de las Juventudes hitlerianas y las SA. Tierra de contrastes si las hay, en las puertas del gozo de la democracia y su primavera musical, queríamos la revolución y no aguantaríamos el punto final ni “la casa está en orden”. La revolución será siempre un sueño eterno, pero también están las realidades dolorosas que fuimos aprendiendo para hacer con el país y nuestras despedidas íntimas, las propias. Y pensar que dábamos por hecho que algunas de estas realidades dolorosas no iban a volver, que serían a partir de allí amargas pesadillas que llegan del después de hora, en ese destiempo irreal de lo que habíamos padecido durante años en el cuerpo y en el alma. Alfonsín para nosotros era retórico en las decisiones políticas, “como todos los radicales” decíamos, pero hoy lo miro con cierta admiración, nos haría bien tenerlo a nuestro lado. Tenemos memoria, si pudimos con los años de plomo también podremos con esto. Escribo pensando en mis amigos presentes y en mis queridos, despidiéndome de jirones de vida. Vendrán cosas nuevas.