Alguna vez tuve un profesor de contabilidad que no creía del todo en la partida doble o al menos esa era la sensación que dejaba su cátedra. Cuando explicaba que todo hecho económico tiene origen en otro hecho de igual valor, pero de naturaleza contraria, no tardaba en reemplazar el vocablo valor por la palabra precio. 

Manifestaba con frecuencia ser docente de una ciencia social, la cual se dedicaba a registrar hechos económicos entre personas, por lo cual, lejos estaba de ser exacta ya que no existía nada más imperfecto, contradictorio e impreciso que el ser humano.

Dudaba en voz alta sobre la igualdad entre aquello que entraba y lo otro que salía, estaba convencido que siempre había alguien que entregaba más de lo que recibía en cualquier relación humana. 

Mientras afuera gobernaba el terror, en el aula, mi profe no daba clases vacías, se entregaba en ellas sin disimular sus dudas, tal vez era una manera de disipar su miedo entre la inocencia de nuestros sueños vivos. 

Había un mensaje oculto en sus lecciones, un tesoro personal no incluido en el programa de estudio, mi maestro sabía que la verdad no se enseñaba, se vivía, en consecuencia, para no enloquecer apresados en un dogma, aconsejaba dejar siempre una pregunta abierta por dónde poder escapar de toda afirmación cerrada. 

El alumno Alejandro, precoz lector de Dostoievski y actor por naturaleza, el mismo que le contestaba a toda persona interesada en saber por su estado de ánimo con la repetida frase, “todo está bien, decía Kirilov”, era el encargado en cuestionar irónicamente al contador. 

Una tarde, analizando en grupo la cuenta “bienes inmateriales”, mi amigo quiso saber si dios iba en el debe o en el haber, cómo se amortizaba la nostalgia, si era posible devengar el olvido y cómo le ponían precio a una obra de arte. 

El titular se limitó a contestar la última consulta, respondió que primero debíamos entender qué cosa era el arte, en el caso de definirlo como todo aquello que nos emociona, entonces varía su valor según la persona que lo contemple ya que la sensibilidad no cotiza en bolsa.

Cuando jugábamos partidos de visitantes, pisábamos escenarios que nos hacían pensar dos veces si nos convenía ganar allí. Una tarde, en una canchita pérdida en las afueras de Granadero Baigorria, sin árbitro, vestuarios ni jueces de línea, en el único espacio verde de un barrio de apretadas viviendas precarias, tuvimos la osadía de ganar el encuentro por un gol. 

En medio de un clima hostil, salió de su pequeña casa una viejita cual hada que aparece de la nada para cambiar el final de un cuento trágico. Doña María, quien en lugar de una varita mágica en su mano derecha traía una manguera regando agua, medió en aquél conflicto haciendo pesar su autoridad dentro de la comunidad, y advirtió con duras palabras a los enfurecidos locales: “En la vida se gana y se pierde, váyanse para sus casas que estos pibes les ganaron en buena ley.” 

Después de refrescarnos y de agradecerle su intervención, nos quedamos charlando un buen rato con nuestra salvadora. La anciana me habrá visto tan apenado al escucharla confesar que no conocía el mar, la nieve ni la montaña que, para calmarme, apoyó su mano izquierda sobre uno de mis hombros y con el otro brazo extendido corrió una cortina imaginaria sobre un horizonte de chapas, acompañando el movimiento con estas tres palabras: “está todo acá “.

Si bien Lito, Charly y León nos habían regalado leña para los fogones, la censura multiplicaba matafuegos. Una noche, en una peña del macro centro infectada de servicios, entre empanadas con vino en jarra y coros desafinados, se presentó un joven cantautor de pelo ondulado y lacio bigote. 

Sus temas inéditos no hicieron más que darle sentido a los dos viejos conceptos que llevaba grabados en el alma sin saberlo, el arte emociona doblemente si pinta la propia aldea, el ser humano es un espejismo universal y su hondo misterio radica en todas partes por igual, aquellas vibrantes canciones contaban historias ocurridas en una ciudad indómita, sin padre, sin marido, ni nadie que le escriba una carta de amor. 

A veces la emoción lo explica todo mejor, cualquier mortal incapaz de sentir empatía por un semejante en su lugar de origen, desvelarse por un amor, rebelarse ante una injusticia o indignarse ante la pobreza, tampoco podrá sentirlo viajando por el mundo por más millas que recorra. 

En todos lados es casi lo mismo, sólo cambia el paisaje, el mar, que nunca se ve, lo llevamos dentro, hay aguas playitas y azules profundos, no existe geografía más fantástica que la humana, amalgama imperfecta de estrella y barro, de luz y sombra, de gloria y miseria. 

Por suerte, el echesortuino nunca dejó de escribir, su obra, interpretada por muchos cantores, está destinada a sobrevivir. En lo posible me gusta escuchar poesía recitada por el autor, durante varios jueves, el prócer actuó en la Toma a beneficio de la escuela número 1380, Roberto Fontanarrosa, una vez más me di el gusto de aplaudirlo desde la última fila. 

 

A veces cuando pienso que todo se complica y ya nadie te lo explica, o en ocasiones en las que me siento parado en un cementerio en el medio de una noche que se abre como un abrigo, es cuando decido tomar el camino de regreso, rompiendo témpanos de hastío, subo por la ternura del agua que corre para volver a escuchar al trovador con corazón de barco encallado en la ciudad malandrina. 

El viejo actor que se interpreta a sí mismo, el canalla que canta cuentos sentado entre maderas pidiendo que no lo olviden, siempre se las arregla para concederme el humilde milagrito que necesito para poder zafar, volver a sentir como cuando era otro.

 

 

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