-No, no voy a escribir sobre esto. Porque después de leerlo se me aparecen figuras horripilantes y esta pesadilla no se termina nunca. Pero debo dar resumen de esta parte de mi vida. Volvíamos del Milken Institute, un antro invisible a la comunidad mundial donde Javier disertó mientras la gente invitada engullía patas de codero con espumantes. El avión parece descender a los nariguetazos como si estuviera por estornudar. Un pajarraco de hierro que da saltos. Estoy acostumbrado: he volado el globo por años con mi trabajo de cronista y este viajecito enmarañado no va a ser ninguna sorpresa más. Javier despierta y abre sus ojos celestes de ahogado como platos.

 -¿Qué mierda pasa, che? 

Por respuesta entra un caballero negro quien, colocándonos los paracaídas, abre la escotilla y sin respuesta de más, nos empuja. El presi grita como una niñita mientras lo veo caracolear entre las nubes. Tiene mal distribuido el peso corporal y la presión se debe asentar más sobre su inflado estómago lleno de grasa que en el resto del cuerpo. Desciende como un ancla. El avión allá lejos desaparece entre nubes con un hilito de fuego en su cola. La arena es blanda y caliente y amortigua nuestra caída. Javier ha llegado primero y solloza. Tiene un feo ronquido de animal. Dan ganas de dejarlo solo. Me reclama.

Caminar por el desierto con un enanito mórbido moqueando por detrás es abominable. Se ha robado toda el agua y se la ha zampado a borbotones.

-¿Y vos no querías la Tierra Prometida? Capaz que andamos cerca… -lo fustigo. 

Farfulla como un cerdito herido. Está tan asustado que se ha hecho en los pantalones caqui. Sobre una andanada, dos siluetas alrededor de un fuego. El gordito se abalanza. Los dos sujetos lo miran sorprendidos. Los reconozco: aquí en la llanura seca de los entresueños todo es posible. Son Perón y John Wayne. Lejos de preguntarnos nada nos invitan. 

-Él dice de mí que soy un tirano fascista y yo opino que él representa al cowboy racista. ¿Qué opinan ambos? -alarga Juan Domingo con una sonrisa pura textura de brillos y cordialidad. Antes de que pueda responderle, sus siluetas se evaporan junto con sus cabalgaduras y el fuego. 

–¿Quién? ¿Quiénes eran? -grita Javier. ¡Ni una sola gota de agua dejaron! -y se echa como los niños a hacer berrinche sobre una piedra. 

Un lánguido atardecer se cierne sobre nosotros. Va a hacer frío y el gordito morirá si no lo cubro con algo del paracaídas y tierra, mucha tierra encima como a un cadáver. Llora, llora por lo bajo y los coyotes le hacen burla.

El desierto no es solo amarillo; hay pedrones, zonas calcáreas, arbustos y ningún curso de agua. 

-Tomate tus meadas -le sugiero a Javier que está sediento y casi se arrastra-. Ahora cerca del mediodía pasa el cocacolero -le agrego para su mal. 

El avión, si cayó, lo debe haber hecho en una zona donde seguro fue visto, y si no lo ha hecho, la ayuda no tardará en llegar. Yo bebo de los cactus altos y me mantengo. Javier temo se esté por deshidratar, por ello lo he obligado a beberse sus meos. Ha rechazado el líquido de las plantas, que se joda entonces.

-¿No te queda ni una gotita, no? ¿Querés del mío? 

 Por toda repuesta vomita lo que no tiene en las tripas. Con el mediodía alto somos rodeados por sioux quienes se presentan con sus galas de guerra. Javier extrae fuerzas de no sé dónde y mueve las manos ordenando a los jefes frases inentendibles. Solo los bobos dan órdenes a fantasmas. El shock, el miedo, la sed y la falta de entereza lo están volviendo loco. Bah, es una redundancia. Yo dejo hacer, disfrutando la sequía del paisaje. Una lanza cae a sus pies. 

-Eso quiere decir que te han elegido como Jefe y están pidiendo los lleve a una tierra de mejores pastos. 

Está transpirado a chorros y de sus ojitos celestones de poseído solo quedan como dos piedrazos claros en su cara rechoncha. Se ríe, mueve la cabeza, está enfervorizado. 

-¡Te conocieron Javier, sos su nuevo líder! ¡Ahora andate con ellos, sos su nuevo guía! 

En ese momento arman una ronda a su alrededor dando gritos de alegría. Se monta en su nuevo caballo -un cactus reseco y gordo como él- y a horcajadas anuncia el destino. 

-¡Vamos, vamos, indios de mierda, denme comida y coca cola que los llevaré por mejores senderos! -perfora el silencio. Y luego aúlla, pero de dolor: su cabalgadura no solo se resiste a andar sino que le pincha las asentaderas arrojándolo al suelo. 

Otra jornada más que culmina como un acto de chiste. Lástima que no sea un teatro, esto, es extraordinario lo que me divierto… - me digo mientras me acobijo. Para variar, el señorito llora, pero llamando lastimeramente a su perro.

Levanto la vista en el amanecer. El gordito aún respira. Una figura de cuero negro, látigo en mano tapa el sol naciente. Es Lali. Le arroja una botella de plástico repleta de jugo de uva a los pies del presidente. Se prende como el huérfano a la teta. 

-Despacito que vas explotar. 

Luego bajo una enramada se mete desnuda en el agua y llama a Javier. 

-Vení, Gordi, siempre quisiste esto, vení, vamos a hacerlo. 

Javier como tocado por un rayo se desnuda y penetra en el agua de la laguna en su busca. Siento un revoltijo de aguas y cierro los ojos para no ver el espectáculo. Al rato Javier regresa, todo raspado con sus partes al aire. Un lagarto entre sus brazos lo contempla.
-Ah, qué mujer fabulosa -exclama antes de caer rendido sobre el bicho que huye entre las piedras

Antes del día ocho intuyo nos rescatarán. Intento darle ánimo al Gordi pero está sordo, cataléptico y flaco: no le vendrá mal esta aventura para bajar su abdomen. El Dios Búfalo Blanco, el que se deja ver para los elegidos, hace su aparición. Le echa tierra en los ojos para despertarlo. Habla con voz de trueno. 

-Pobrecito del pollito que se cree en cama solar. Estúpido y volvedor como chancho al maizal. El que tiene robo ‘e paja no se arrima a la candela. No me vengas a tetiar que no soy un gaucho de pecho. Agua pasada no mueve molino. El traidor no cree en nada hasta que siente la soga raspándole el cuello. Cuando hay Carnaval de los Boludos los primeros que se pintan son los más imbéciles. Lugo el Gran Búfalo Blanco larga azufre por la nariz. 

-¡Es por el aroma a mugre que hay! -me aclara y desaparece en una nube. Cerca distingo el hilito de tierra que anuncia la llegada real de los salvadores. Javier está desmayado en un horcón hecho un estropajo. Reconozco a la Fragata Irizar, a la que le han adosado rueditas como a un barquito de paseo para infantes. Detrás, dos Rangers en Siambretas que bostezan y una ambulancia de la que descienden varios paramédicos. Dos de ellos tienen camisa de fuerza. Richard Kimble, el Fugitivo, se ha infiltrado entre ellos y me guiña un ojo, señalando a su compañera que es nada más ni nada menos que Mirtha Legrand vestida de marine.

 

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