El ser humano conoce el mundo que lo rodea a partir de los sentidos. Ellos le permiten sumar experiencias y guiar sus comportamientos para adaptarse –y sobrevivir–. Cuando las personas saborean el dulce de leche, huelen un perfume, observan un semáforo o besan a un desconocido, se genera información que el cerebro decodifica y almacena para su utilización futura, como un abanico de nuevas posibilidades que se enriquece y complejiza conforme pasa el tiempo.
Sin embargo, no todo es tan lineal, esquemático y acumulativo como a priori se cree. Existe otro universo al que no se puede acceder de manera directa y que solo abre sus puertas cuando la atención se instala en las profundidades de la materia. Es el “nanomundo”, un espacio con leyes propias cuyos objetos conforman una escala de longitud especial: un nanómetro equivale a la mil millonésima parte de 1 metro. Los microscopios de fuerza atómica facilitan esta tarea y operan como llaves en un terreno colmado de potencialidades alucinantes, que giran en torno a la construcción de arquitecturas inteligentes.
Desde hace algunas décadas, aunque suene paradójico, el campo de lo diminuto crece a pasos agigantados. Existen nuevas formas de suministrar fármacos (para hacerlos más precisos y menos dañinos), se crean materiales (más resistentes a condiciones extremas) y se ponen a punto novedosas maneras de remediar el medioambiente. Las nanotecnologías son omnipresentes, tanto que pueden localizarse en el catalizador del auto, en los plásticos reforzados (como los de algunas marcas de envase), en las computadoras (y todos sus accesorios), en el detector electrónico que utilizan las personas diabéticas para medir su glucosa, y hasta en el test de embarazo de uso doméstico.
Además, como no constituyen campos exclusivos, jamás se estacionan en saberes particulares. Más bien, atraviesan diferentes áreas de conocimiento, entre las que se destacan la biología molecular, la química, la física, la ciencia de los materiales, la medicina y la ingeniería. Dicha transversalidad constituye un enfoque complejo, es decir, “una confluencia productiva que genera elementos realmente nuevos y muy útiles”, afirma Galo Soler Illia, quien desde pequeño exhibía pasión por la química.
“Mi primera experiencia fue a los 6 años, cuando quemé la mesa del comedor de casa. Invitaba a mis amigos a jugar y mezclábamos cosas, sustancias, formábamos cristales pequeños.” Estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires y en el último año realizó un test vocacional que lo catapultaría sin escalas a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA), sitio en el que confiesa “haber quedado atrapado”. Luego, realizó un doctorado en Química y un posdoctorado en nanomateriales (Universidad París VI).
De modo que para Soler Illia, ciencia y aplicación siempre conformaron un vínculo indisoluble. Por eso, trabajar con materiales permite pensar en la práctica científica a partir de sus utilidades. “Examinar el modo en que se producen los elementos, colocar átomos uno al lado del otro y observar cómo se vinculan entre sí es fabuloso. De esta manera no solo es fantástico poder usar un material y aplicarlo, sino también contar con la posibilidad de diseñarlo”, plantea. De aquí, la misión que tiene el Instituto de Nanosistemas (INS), que fue creado en 2015 y pertenece a la Universidad Nacional de San Martín, es formar graduados capaces de desarrollar tecnologías, crear sus propias compañías de nanotecnologías o bien ingresar al sistema académico. Se trata, en definitiva, de transferir los productos a la sociedad.
En este sentido, ¿qué implica generar tecnología para el desarrollo nacional? Básicamente, “producir ciencia de alto nivel internacional con el objetivo de resolver problemas locales vinculados a necesidades específicas”. En esta línea, desde el INS pretenden avanzar en áreas como el desarrollo de materiales, para impulsar las energías alternativas a partir de proyectos conjuntos con Y-TEC (empresa de tecnología creada en 2013 por YPF y Conicet); concretar un ambicioso plan que apunta a la valorización de residuos urbanos (en cooperación con el Grupo Roggio); e impulsar otras tantas ideas centradas en la producción de antioxidantes para pinturas y recubrimientos bacterioestáticos que podrían ser utilizados, por sus cualidades, en instalaciones de hospitales.
En síntesis, el aprovechamiento de energías alternativas mediante procesos como la fotosíntesis artificial, la reutilización de residuos urbanos como metales preciosos contenidos en una computadora o bien la producción de biosensores para detectar enfermedades de manera eficiente, son acciones de reciclaje que aprovechan las virtudes de las nanopartículas. Se trata de “crear nuevos productos de alto valor agregado que se incorporan a la cadena de producción”, indica Soler Illia.
En el ámbito nacional, el desarrollo y la posterior consolidación del área de nanosistemas requieren, como pauta indispensable, de la presencia de equipamientos y tecnologías de última generación. “Los grupos de investigación en Argentina realizan un esfuerzo heroico por trabajar en condiciones bastante adversas. Tenemos excelentes científicos, pero una falta de equipos bastante marcada”, señala el investigador principal de Conicet y uno de los máximos referentes del área. Sin embargo, “más allá de estos factores, en el país existen muchos grupos que han generado productos nanotecnológicos de calidad para sectores como el agro, la salud y el medioambiente”, concluye.