Escribo estas líneas, aún conmovida por la marcha multitudinaria del 23 de abril, en defensa de la Universidad y de la educación pública. Una vez más la potencia del pensar y el hacer en colectivo nos restituye la esperanza ante los tiempos tormentosos que nos angustian y que nos generan profundas incertidumbres acerca del presente y el futuro.

Indudablemente vivimos una compleja y contradictoria realidad y la subjetividad, en su aspecto colectivo como en su singularidad, está sacudida y conmovida por esas vicisitudes. En momentos en los que el malestar y los sentimientos de impotencia parecían paralizar a muchos, se abrió paso un verdadero acto instituyente en defensa de derechos conquistados a lo largo de nuestra historia. Pudimos sentir la alegría de verificar vivencialmente que la primavera también existe.

Recordando los tiempos de la dictadura, por supuesto con enormes diferencias respecto del presente, reafirmo la idea de que la construcción de la memoria colectiva tuvo en la transmisión transgeneracional una doble vertiente: genocidio y resistencia. El genocidio dejo secuelas traumáticas. La resistencia y lucha por aplicación de justicia a los responsables de crímenes contra el pueblo ofrecieron modelos identificatorios y marcaron huellas de potencia sobre los movimientos que se despliegan en la escena social. La rebeldía de las Madres dejó un legado y procesos de construcción subjetivante en las generaciones posteriores. El 8 y el 24 de marzo, y particularmente este 23 de abril son su expresión más concentrada.

Sin duda, la historia tiene pliegues, sinuosidades, que a veces se nos escapan en el análisis de las expresiones coyunturales manifiestas. Algunos temas ocupan centralidad en determinados momentos y otros quedan opacados en el devenir de la escena social. El triunfo electoral de Milei lo fue a pesar de su apoyo a la dictadura y no porque “este pueblo no tiene memoria”.

Merece una reflexión crítica encontrar las razones por las cuales es gobierno un sector que se identifica con una nueva extrema derecha, en muchos casos con rasgos fascistas, que ha logrado avances electorales significativos en muchos países, canalizando legítimos sentimientos de agobio, decepción y desesperanza en relación al futuro, en la medida en que no se ven resueltas necesidades materiales y simbólicas del conjunto de la sociedad.

Desde hace años operan discursos correlativos a la hegemonía neoliberal que ubican como valores fundamentales al mercado y la propiedad privada, naturalizan la opresión y la explotación, promueven el individualismo, el consumismo, la meritocracia, la xenofobia y la discriminación, y que intentan legitimarse y modelar las subjetividades.

Sobre el malestar social, estas ideas ganaron pregnancia y debilitan y fragilizan las pertenencias con la consiguiente fractura y fragmentación del lazo social, que habilita la irrupción de fenómenos de violencia social en una dimensión inédita.

Por su parte, la pandemia agudizó contradicciones y visibilizó más claramente las distintas desigualdades. Con la irrupción de lo inimaginable en nuestras vidas, hemos sufrido enormes pérdidas reales y simbólicas y nos enfrentamos a nuestra propia vulnerabilidad, que, de alguna manera, dio por tierra con las fantasías de omnipotencia absoluta de lo humano. Sus efectos traumáticos aún persisten.

Sobre ese fondo, un elemento novedoso de la irrupción de esta nueva derecha, hoy en el gobierno, es la asunción explícita de una batalla cultural, que implica dar un lugar relevante a la disputa por las producciones de subjetividad.

Como apreciamos cotidianamente, adopta rasgos provocadores y se presenta muchas veces como si fuera antisistema, utilizando las redes como herramienta clave de comunicación

Sus acciones y discursos producen efectos arrolladores, que inundan la vida y el estado de ánimo de buena parte de los argentinos. Con la figura de la motosierra, y apoyado en una rigurosa política represiva, se propone manifiestamente arrasar con nuestra soberanía nacional y eliminar conquistas de derechos adquiridos por generaciones.

Desde un lugar impensado, o impensable para muchos, entre los que me encuentro, el gobierno y sus asesores intelectuales, han retomado, aún estando en las antípodas de su pensamiento, el concepto de batalla cultural, formulado por el extraordinario teórico marxista y militante Antonio Gramsci en sus Cuadernos desde la Cárcel, escritos durante la dominación fascista.

Ya en la campaña electoral se apropiaron de emblemas y símbolos: se autodenominan “anarcolibertarios”. Plantean el tema de la libertad como un valor estrictamente individualista y no como un derecho y conquista colectiva que garantiza el despliegue del conjunto y que, en su interior, posibilite el desarrollo de las singularidades. Vale la pena recordar que esta inducción opera sobre ideas ya instaladas en el sentido común, tales como sostener que “mi libertad termina cuando empieza la del otro”, lanzada en su momento para conseguir el repudio social al movimiento de desocupados que intentaba visibilizarse.

La referencia a lo “anarco” en relación al achicamiento del Estado es absolutamente contradictoria con las ideas anarquistas, dado que se refiere a su reducción a favor del mercado y, en cambio, la concepción anarquista (más allá de si se está de acuerdo o no con ella ) se refiere a la destrucción del Estado en función del interés comunitario.

En esta batalla cultural se proponen generar no solo mecanismos de consenso que le garanticen gobernabilidad inmediata, sino producir profundos cambios en la cultura y en la subjetividad. Están en juego interpretaciones del mundo, de la vida y de la historia, y enunciados sociales y culturales que organizan el contrato social.

Las consignas de Cambio y Fuera la Casta consiguieron oscurecer, por lo menos transitoriamente, que sus propuestas y acciones no son novedosas y ya han sido practicadas en tiempos de otros gobiernos con el resultado de enormes penurias para nuestro pueblo. La modalidad de comunicación que utilizan en expresiones y actitudes, tales como caracterizar al Congreso como “nido de ratas”, proponer la venta de órganos, la indiferencia ante alumnos que se desmayan durante un discurso que se pronuncia en una escuela, las burlas hacia economistas liberales que expresan alguna discrepancia, los contenidos de los tuits con los que inundan las redes, las manifestaciones de la canciller en relación a los jubilados y las de la ministra de Seguridad, con la premisa de “el que las hace las paga” para fundamentar la represión, evidencia una direccionalidad asumida exprofeso.

Se proponen promover la construcción de un “sentido común” que estimule los fenómenos de alienación social a los efectos de garantizar la eficacia del control social. El sentido común está ligado íntimamente a la necesidad subjetiva de pertenencia social y tiene un aspecto fundamental de carácter conservador, tradicional, que favorece la incidencia de los discursos dominantes. Frecuentemente se propone como verdadera una premisa falsa e indiscutible, que queda naturalizada, y que organiza la línea argumental que la sostiene. Por ejemplo, el ajuste hacia abajo es inevitable.

El lenguaje, formas y contenidos, de los discursos del presidente, más allá de lo que puede revelar sobre su estructura de personalidad, da cuenta de una modalidad novedosa que está en ruptura con enunciados identificatorios propios de la cultura en la que vivimos. Y en consecuencia profundamente disruptiva respecto de los aspectos colectivos de la subjetividad.

Hace años, amparados en el anonimato, circulan en las redes comunicaciones y mensajes francamente iatrogénicos. Más allá de la incidencia de los mismos en los procesos de subjetivación, indudablemente, la aplicación de esa metodología desde estructuras de poder tiene un grado de incidencia mucho más poderoso.

Considero que ser parte del orden de la cultura no implica necesariamente no cuestionarla ni cuestionar sus fundamentos, porque esta lleva la marca de las ideas tradicionales de hegemonía cultural de los sectores dominantes En este caso, cuestionarla y ejercer prácticas sociales contestatarias que generen nuevos discursos contra hegemónicos es un verdadero ejercicio de rebeldía que puede tener, como sostiene Judith Butler, efectos performativos en una dirección transformadora a favor del conjunto

Pero lo distintivo de estos nuevos discursos es que, apoyados en el malestar epocal, tienden a direccionar enunciados identificatorios y conductuales que afirmen la dominación de una pequeña minoría, los dueños de la Argentina. Como sostiene Pablo Stefanoni, aparecen como cuestionadores de lo políticamente correcto, que correspondería al conformismo y se ubican reivindicando, supuestamente, la transgresión y el espíritu rebelde. En verdad, promueven la transgresión destructiva y no la transgresión creativa. Menos aún el espíritu crítico y la rebeldía, ya que exigen sumisión absoluta a sus postulados. Estos discursos se dirigen a captar los aspectos más omnipotentes y narcisisticos (no en el sentido del narcisismo trófico) de las personas y, en particular, de los jóvenes.

La transgresión respecto de lo prohibido tiene un efecto de atracción, de fascinación. De este modo , buscan atraer lo más primario del psiquismo y de la subjetividad. La omnipotencia, la arbitrariedad, la falta de límites, el todo o nada, pasan a ser legitimados como modelos conductuales. Planteado en términos de enunciados identificatorios y lógicas colectivas, estamos ante el intento de producir una profunda transformación cultural regresiva .

Es parte también de su estrategia, ampliar el campo de lo decible y de lo actuable, rompiendo necesarias prescripciones y proscripciones que funcionan como organizadores socioculturales, es decir elementos que regulan la cultura, los intercambios sociales y la subjetividad. Haciendo una extrapolación, esta novedad remeda los mecanismos propios de la perversión, en los que se vulneran los límites necesarios que sostienen y enmarcan fronteras entre lo permitido y lo prohibido.

No se trata solo de la utilización de un lenguaje procaz, grotesco, con imágenes como la motosierra. Se trata de un proyecto de tal nivel de profundidad que estimula en el psiquismo la destitución de funciones del yo, tales como la construcción de mediaciones, la regulación de impulsos, la tolerancia a la frustración. También afecta la estructura misma del sistema de permisos y prohibiciones, habilitando el aumento de la violencia violencia delictiva, familiar, de género, etc.

Las inducciones alienantes y la violencia simbólica se dirigen a zonas de vacío o déficit de simbolización y el relleno que producen intenta legitimar el accionar omnipotente, condición propiciatoria del ejercicio de violencia como puro ejercicio de poder.

Esta operatoria ideológica, cultural y psicosocial da cuenta del porqué del extrañamiento, la perplejidad, el desconcierto, el “no poder creer” o “no poder comprender”, que nos inunda a muchos y enoja a algunos. No “podemos comprender” porque pensamos desde otras lógicas. Efectivamente un abismo separa estas lógicas colectivas. Todas las medidas restrictivas o el cierre de instituciones del arte, la comunicación y la cultura, en general, incluido el ahogamiento económico de la Universidad y del CONICET, tienen que ver con este proyecto.

Retomando la preocupación acerca de cómo concebir la disputa por las producciones de subjetividad, el accionar del 23 de abril nos muestra que el devenir social navega en contradicciones y que no estamos ante una Argentina dormida. Evidentemente, nada está escrito de antemano ni queda definido de una vez para siempre y estamos en un presente de prácticas y sentimientos contradictorios, de fraternidades y antagonismos simultáneos.

Las prácticas sociales contestarías cumplen un rol fundamental en la batalla cultural. Partiendo de la defensa colectiva de derechos es posible producir efectos performativos, y construir colectivamente ideas que ayuden a desmitificar y desmontar las inducciones alienantes, que desnuden los pre-juicios dados como verdades para moldear las subjetividades y favorecer el desarrollo de potencias emancipatorias.

Quienes trabajamos en el campo de la cultura estamos interpelados en nuestras diferentes especificidades a aportar en la comprensión de la realidad que nos atraviesa, en general y en sus expresiones singulares, y elaborar propuestas y acciones que contribuyan a transformarla. 

La autora es médica, psiquiatra y psicoterapeuta. Es coordinadora del Equipo Argentino de Trabajo e Investigación Psicosocial (EATIP) y fue coordinadora del Equipo de Asistencia Psicológica de Madres de Plaza de Mayo entre 1979 y 1990.