“Venite a Olivos, te quedás en el cuarto de huéspedes, no vayas a gastar en un hotel”. Así le contestó el presidente a Nicolás Márquez cuando el abogado ultraderechista le habló de sus ganas de entrevistarlo para escribir una biografía. Con esa invitación a dormir en la quinta presidencial (con la aclaración “traéte malla”) empezó la gesta de Milei, la revolución que no vieron venir, el libro presentado el miércoles pasado en la Feria del Libro que fue noticia por su baja convocatoria (se esperaban dos mil asistentes pero apenas se completaron las primeras filas, de una sala semivacía en la que estuvieron la diputada terraplanista Lilia Lemoine, Alberto "Bertie" Benegas Lynch, el tiktoker Iñaki Gutiérrez, y Vicente Massot, dueño de La Nueva Provincia de Bahía Blanca).
Tras aquella invitación este verano, Márquez, que vive en Mar del Plata, llegó a Olivos. Se acomodó y un empleado le avisó “Javier te espera en la pileta”. Así que los primeros pasos de ese libro tuvieron lugar con el agua al cuello dentro de la piscina presidencial. Ese es el grado de cercanía que conecta a Milei con su biógrafo oficial. Pero Márquez no fue noticia en estos días por nada de eso sino por la entrevista de la que participó en el programa de Radio con vos que conduce Ernesto Tenembaum.
El biógrafo y amigo de Javier Milei ya había cobrado alguna relevancia por fuera de sus círculos habituales cuando fue invitado en diciembre de 2023 a la asunción presidencial junto con Agustín Laje, un intelectual de ultraderecha al que muchos consideran el verdadero ideólogo de la “batalla cultural” que libra el gobierno. Junto a Laje, Márquez escribió el Libro negro de la nueva izquierda en 2017, un año antes de la explosión mediática de “El León”.
Si Laje es una de las voces más resonante de la ola neorreaccionaria que recorre Latinoamérica, Márquez tal vez sea uno de los agitadores más extremos entre los libertarios, una fama que cosechó por ejemplo declarando “su odio a los liberales moderados, ese cáncer que se desentiende de los militares detenidos ilegalmente en procesos judiciales que ofenden la Constitución de Alberdi”. O interpelando constantemente a las personas que disienten con él usando la palabra “puto” como insulto. Márquez también usa y milita términos como “sodomita” e “invertido”.
Es además el autor de La otra parte de la verdad, el libro negacionista en el que habla del Proceso como una guerra civil con excesos en la que “hubo que lamentar 6900 muertos y no 30 mil”. Niega la existencia de centros clandestinos de detención en la Argentina, las violaciones de mujeres en ese contextos y el robo de bebés.
Con ese historial, la entrevista que rebotó toda esta semana resultó, como no podía ser de otro modo, una hora y media de “Márquez siendo Márquez”, jugando la carta de la provocación.
Márquez, la entrevista imposible
Durante la charla, Márquez dijo sin titubear que la homosexualidad es una enfermedad y una conducta autodestructiva, y que el Estado, hasta la llegada de Milei, la “promueve, incentiva y financia” (?) a través de lobbies, para luego aclarar, por más contradictorio que parezca, que la orientación sexual no es una elección sino una característica innata. Sostuvo sus mensajes de odio con estadísticas sin fuente (“Una persona de tendencia homosexual vive 25 años promedio que una heterosexual”). Los periodistas que lo entrevistaron no pudieron ir más allá de las reacciones de rechazo de tipo emocional. Ni rebatir con información esos prejuicios presentados como datos.
Es increíble (pero real) que en 1990 la Asamblea General de la OMS eliminó la homosexualidad de su lista de enfermedades psiquiátricas pero sobre todo que esa supuesta “propensión a la infelicidad” de la que habla Márquez no es efecto de una identidad sino de la impunidad con la que propagan odio personas como Márquez, en un arco que va desde un posteo hasta arrojar una bomba molotov.
En ese marco, se viralizó la respuesta de Manuel Lozano, director de la Fundación Sí, a través de una carta que leyó en el programa Perros de la calle. En ella relató la violencia que sufrió durante su adolescencia, tanto en su casa como en la escuela, y cómo fue sometido a lo que se conoce como terapias de “reconversión”: “Un psicólogo me dijo que yo estaba enfermo y prometió cambiar mi sexualidad. Durante más de 100 días, todas las mañanas cuando me levantaba, lo primero que leía era un correo de este psicólogo explicándome la técnica que tenía que utilizar para suicidarme”, leyó al aire.
Micaela Cuesta, coordinadora del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos de la Universidad de San Martín (Unsam), viene investigando a través de trabajo de campo y focus groups qué es lo que cambió en los últimos años para que los discursos de odio (que siempre estuvieron ahí) ganaran tanta adhesión como ahora. Eso no significa que la totalidad de las personas que optaron por Javier Milei en 19 de noviembre pasado adhieran a los postulados homofóbicos, misóginos, racistas, clasistas, capacitistas (y la lista sigue) de la fuerza que gobierna pero sí que no resultaron un impedimento para votarlo. ¿Cuáles fueron esas condiciones que movieron los límites de lo decible en la conversación pública?
“La pandemia expuso a las poblaciones a la fragilidad de la propia vida pero también a las consecuencias de años de desinversión en los sistemas de salud y educación así como al desamparo en términos de derechos sociales y laborales. Confrontar con ese déficit en una situación de aislamiento y sobreexposición a redes sociales, antes que habilitar una reflexión crítica sobre los grados y responsabilidades de distintos agentes (económicos, políticos) condujo a la exacerbación de una lógica individualizante y autoritaria que no nació durante la pandemia pero que encontró en ella un lugar propicio para expresarse sin tapujos”, analiza Cuesta. Así se volvieron eficaces las interpelaciones "antipolíticas” (que en verdad politizaban por derecha) y las respuestas catárticas (punitivas, securitarias, crueles).
El odio: del tuit a la molotov
¿Qué pasa cuando los discursos de odio no son marginales, sino que son palabra de Estado, discurso oficial? ¿Entrevistar a un reaccionario nivel Márquez convierte en “cómplice” al entrevistador? Quizás las respuestas no tengan tanto que ver con si se debe o no habilitar estas conversaciones sino con el cómo.
Es cierto que a un personaje tan cercano a Milei como Márquez no le falta vitrina. Pero si aun así, si se decide que hacerle preguntas en un espacio en el que no está en su hábitat es políticamente necesario, ¿a la hora de discutir con él alcanza con declararse en las antípodas ideológicas de lo que Márquez representa?
“Uno puede coincidir en la necesidad de no fingir demencia ante la existencia de personajes que piensan como va quedando cada vez más claro que piensan… se trata nada menos, además, que de funcionarios públicos. Pero es esta condición de funcionario lo que debería funcionar como un modulador de aquello que pueden o no decir. El problema es que la legitimidad del cargo no acrecienta la responsabilidad por lo actuado, sino que quiebra los límites de lo constitucionalmente permitido”, analiza Cuesta.
¿Cómo se discute con alguien que intercala prejuicios con estadísticas de origen desconocido? ¿Qué porcentaje de ese barullo permea en las audiencias, para extender los espirales del odio? ¿Escuchar este tipo de entrevistas puede ayudar a replantearse su voto a personas de la comunidad LGBTI+ que optaron por LLA hace apenas seis meses?
¿Es lo mismo si a Márquez se lo deja monologar que si se le repregunta y refuta, no tanto desde la indignación, sino con información precisa? ¿Qué hubiese pasado si el panel que lo entrevistó hubiera recibido el asesoramiento o contado con la presencia de voces especializadas en dar estas discusiones diariamente?
Sobre estos debates sin clausura dice Micaela Cuesta: “En una sociedad en la cual es un derecho el matrimonio igualitario ¿pueden dejarse pasar declaraciones homofóbicas? Una cosa es hablar sobre temas que no nos gustan por antidemocráticos y/o antiigualitarios porque creemos que es mejor hablar para evitar que se vuelvan un tabú que no haría más que aumentar su circulación subterránea hasta que estallen; y otra, muy distinta, es darle aún más amplificación a quienes desde posiciones de poder en curso vienen haciendo daño y política con su odio”.
El quid del asunto para Cuesta no es si mostrar o no “algo que existe" sino “cómo mostrarlo, debiendo antes obligarnos a anticipar no sólo los efectos políticos que eso pueda tener sino las posiciones éticas que quien entrevista asume en cada caso. Que ‘eso’ exista no debería sorprendernos porque en efecto es contra lo que luchamos desde tiempos más o menos inmemoriales”.