No sé si esto que hacemos es bailar. Alcides se balancea discretamente y lo que más se mueve en él, diría yo, es el flequillo que le cubre un ojo. Así que yo también hago algo parecido, un pendular más o menos acentuado. Hasta que la canción llega al estribillo “zapatos rotos, zapatos rotos” y los dos, con los puños cerrados, marcamos enérgicamente el ritmo: “Con esa facha ¿adónde vas?. Y parece que de verdad me ha hecho esta pregunta, y aquí va mi respuesta: “Voy con rumbo a un nuevo mundo, mi fiel amigo me sigue atrás”. Alcides me mira sonriente, sopla para arriba para apartarse el flequillo y supongo se imagina al fiel amigo, el perrito (que a mí siempre me da un poco de pena): “tirale un hueso, tirale un hueso, pobre sabueso que flaco está”.

Me parece que, detrás de Alcides, los del grupo del hijo del carnicero se están burlando de mí. Sí, es lo que están haciendo: saltan cantando zapatos rotos, como si estuvieran en la tribuna del fútbol, y me señalan. Pero no me importa. Que se diviertan.

Alcides me pregunta si quiero tomar algo. Creo que mi madre me dijo unas cuantas veces que tenemos que mirar cuando nos sirven en el vaso, que no nos pongan droga. Y cuando llegamos adonde venden bebidas se lo digo, a los gritos -porque la música es estridente, la verdad-. Tengo que mirar que no nos pongan droga. Alcides asiente, pero luego duda: no creo, me grita, la gente no es tan mala. Pienso en esto y él, más seguro, afirma que lo que pasa es que los padres se preocupan.

Andamos un rato alrededor de la pista con nuestros vasos de refresco. Es un paseo agradable. Al final nos sentamos. Otra cosa que me advirtió mi madre es sobre lugares oscuros. Que tuviera cuidado, que estuviese alerta si alguien quería llevarme lejos de la pista de baile. Aquí estamos medio iluminados y se puede hablar. A mí me parece que Alcides y yo parecemos esos muñequitos que adornan los taxis o los colectivos. Sentados quietos, movemos levemente la cabeza al compás de la música. Muchas veces he oído que hay chicas preciosas, sí, pero que no tienen nada en la cabeza. A lo mejor no es justo, pero a lo mejor es verdad....Mi silencio es señal de que estoy pensando en asuntos interesantes.

Pero tengo que hablar:

Qué cansada estoy.

Me gustaría saber, ahora mismo, de dónde me sale semejante estupidez. ¿Cansada de qué? ¿A qué me refiero? Así que cuando Alcides me mira yo me encojo de hombros. Como si eso lo hubiera dicho otra persona. Él reflexiona y me dice que no, que no está cansado. Pero me aclara, serio, que cenó antes de salir. Eso es importante. Si no, estaría cansado.

La conversación digamos que es sobre cuestiones prácticas. Mejor cenar antes de salir a un baile. Mejor desayunar fuerte y el resto del día comer menos. Le cuento que esto es lo que hace mi amiga Margarita. Cada mañana, su madre le prepara un desayuno completo. La madre de Margarita tiene una gran máquina de cortar fiambre. Alcides me mira interesado. ¿Ah, sí? Sí, le digo. Compra el jamón, el queso y la mortadela a pieza entera. Y lo corta antes de servirlo, como en las fiambrerías. También compra una gran manteca sin marca en forma de bola, en un supermercado muy grande. Y la verdad es que Margarita jamás gasta dinero a media mañana en el kiosko. Porque todavía está digiriendo el sandwich tostado de jamón y queso, los huevos duros, la fruta, el yogur también casero y demás cosas. Alcides me dice que tal vez la madre compre al por mayor. Yo sé de eso, me dice. Posiblemente, cuando termine el colegio, vaya a trabajar con un mayorista muy grande. Asiento y miro la pista. Me parece una conversación interesante.

Sí, yo también voy a trabajar. Quiero tener mi dinero. Creo que voy a vender libros. Y se lo digo. Tengo una biblioteca que ordeno y a veces juego a que viene un cliente imaginario y le vendo un libro. Pero esto, aclaro de inmediato, era un juego de mi infancia. Ya no juego a eso. A Alcides le gusta mi vocación de vendedora de libros, se nota que le parece bien todo lo que suene un poco responsable. También puedo ser empleada administrativa. Están bien pagadas, digo. Y él asiente, está de acuerdo.

Creo que, pese a que tengo que tener cuidado con este misterioso dispositivo que veo que me impulsa a emitir sonidos de los que un instante después me avergüenzo, no estoy encaminando tan mal la conversación. Alcides dice que a él le gustaría trabajar de mañana, más que por la tarde, así le queda tiempo para ver amigos, jugar al fútbol. Para salir en el auto del padre.

Miro hacia la pista y ya no distingo ni a la pandilla de las que no les tienen miedo a nadie ni a la del hijo del carnicero. Todos se han desperdigado y perdido dentro de esa maraña de gente bailando, que se mueven al compás de una música que no reconozco. Aquí, a prudente distancia, creo estar en el lugar indicado.

El padre tiene un Chevrolet al que él le acaba de poner dos colitas ruteras. Lo miro con interés, ¿a qué se refiere? Es importante, son los cables a tierra. Tal vez, me explica -y si tuviera un papel y un lápiz me lo dibujaría- lo he visto y no sabía que se llamaban así. Dos tiras de goma flexibles que caen de la parte baja del guardabarros trasero y rozan el asfalto. Y asiento, pero él se da cuenta de que no lo veo muy claro, y entonces me pregunta si alguna vez tocando algo, en mi casa, o en alguna otra parte, sentí una descarga eléctrica. Alcides me toca el brazo, justo cuando el juego de luces psicodélicas le iluminan la camisa blanca, y concluye: Eso es electricidad estática.

Cada tanto, Alcides se retira un poco ese flequillo largo que le tapa un ojo. Y sigue tranquilamente con su conversación. Sale con el Chevrolet del padre, pero nomás un rato los sábados por la tarde. Todavía no tiene carnet. Él y su grupo de amigos -lo he visto saludar con sonrisa muy grande a los de su grupo camino de la pista- se atreven nomás por el barrio. Entonces se me ocurre preguntarle por dónde vive y, cuando acabo de soltar la pregunta, creo que tengo una visión o una sugestión o un estremecimiento: un Chevrolet con unos cuantos amigos que pasan por delante de mi casa.

Si, esto lo veo un sábado a la tarde de esos en que me gusta sentarme en el escalón de entrada con una revista o dos. Es una afición solitaria. Leo y de vez en cuando levanto la vista para ver los coches que pasan, a menudo los de siempre: las amigas de mi madre que salen a dar una vuelta en un Renault Gordini celeste, el gran galán del destartalado Kaiser, gente ocupada que va ceñuda en el volante, parejitas de paseo, familias enteras metidas a presión -incluso la pobre abuelita comprimida en el asiento de atrás- para irse a la zona sur, al arroyo Saladillo; también el vecino de la calle Ituzaingó que tiene un Ford T, una antigüedad que el restauró y que saca a pasear los sábados. A Alcides le parece interesante mi enumeración, que no puedo parar de hacer, porque no puedo parar de hablar. No puedo parar de hablar. Y Alcides acaba de preguntarme por el Ford T, si no es uno verde oscuro. Porque él lo conoce, vive en la cercana calle Viamonte; parece que vivimos en el mismo barrio.

A lo mejor tendría que irme ya mismo; porque después de lo del mismo barrio vendrá a qué colegio voy, luego en qué año estoy y, claro, la pregunta de cuántos años tengo, y yo tendré que decidirme. O la verdad -doce años- o el pedazo de mentira: catorce, a punto de celebrar mi gran fiesta de quince años.

Sin que Alcides me pregunte, sigo enumerando la gente que pasa por la puerta de mi casa. Y todo esto que le describo es mentira. Pero lo veo, lo creo, como si fuera pura verdad: Veo pasar a un importante empresario de la ciudad, el rey de la lotería, de quien me llega el destello, con el puño en el volante, de su anillo de brillantes y zafiros. También veo pasar a los gemelos Rossi. Veo a un melenudo de bigotes que trabaja en la televisión, también a los pretendientes de mi vecina Estelita, que los sábados van a su casa a jugar a las cartas o a mirar películas...

Pero el desfile, tarde temprano, en esa noche de luces esporádicas, con un chico que sabe de electricidad estática y de cables a tierra, va a terminarse. Lo que nunca, pero nunca se acabará, es mi parloteo mentiroso e imparable.