En el fútbol, nosotros nunca hubiéramos sido nada sin Pasolini. Pasolini: qué estampa, qué inteligencia, qué capacidad para revelarnos que lo simple merece ser simple pero que la simplificación, casi siempre, es una estupidez. Pasolini: el hombre que nos enseñó cómo jugar.
Pasolini: entre gordo y gordísimo, entre calvo y despeinado, con una economía solventada por su oficio de tornero, con un olfato dúctil para distinguir los muy buenos pechitos de cerdo de los excelsos pechitos de cerdo, con dos años y veintidós materias pendientes para acceder a su título secundario, con una rodilla hinchada y la otra en proceso de desarticulación. Pasolini: con una biblioteca en la que había dos fotos de sus hijos, una más de un abrazo entre su esposa y su suegra, uno de esos objetos de vidrio que se compran en las playas bonaerenses y que prometen pero jamás cumplen en acertar el clima del día siguiente y una carpeta con un papel, sólo un papel, adentro. Y nada más.
Pasolini: nuestro entrenador, el dueño de esa carpeta y, en especial, de ese papel.
Pasolini, nuestro Pasolini, que entendía que ese papel era la biblia, el sol y la luna para interpretar la vida y el fútbol. Y que sabía que esa conjunción de la biblia, el sol y la luna la había escrito Pasolini, pero no él, o sea no el nuestro, sino otro Pasolini. El otro Pasolini.
Pasolini, nuestro Pasolini, ni se acordaba de un pasado en el que una cédula lo identificaba como José Luis o como Alfredo y de un seudónimo que pudo haber sido Cacho, Bocha o, inevitable por su ancho, Gordo. Desde que se metió con el fútbol, se convirtió en Pasolini. Hasta su suegra lo llamaba así.
Se convirtió de José Luis o Alfredo o Cacho o Bocha o Gordo en Pasolini porque nos indicaba córners, nos sugería penales, nos planteaba actitudes y nos convencía del valor de compartir una tierra y una pelota de acuerdo con lo que el otro Pasolini había desplegado en ese papel.
Pasolini, el otro, no el nuestro, era Pier Paolo, italiano de la ciudad de Bolonia y del club Bolonia, wing izquierdo, famoso por su brillo como director de cine, como poeta, como ensayista, como polemista, como individuo de izquierda sin corsets. Pasolini, el nuestro, había visto una noche “Teorema”, mítica película del otro Pasolini, a solas con su esposa y aprovechando que su suegra iba a pernoctar en lo de una amiga (¡Y qué noche fue, después, esa noche!). Advertencia para los devotos del otro Pasolini: salvo esa noche con “Teorema”, nuestro Pasolini no le había prestado atención a la obra de su inspirador, pero no por eso dejaba de tomar partido: cada vez que los conservadores de alguna de todas las posibilidades que hay de ser conservadores se la agarraban con Pier Paolo Pasolini, el Pasolini nuestro ponía la vista en sus ahorros de tornero y prometía que iba a sacar un pasaje a Italia “para cagar a trompadas a todos esos soretes que no se avivan de la calidad de este crack”.
El vínculo de los dos Pasolini empezó cuando el de allá publicó, el 3 de enero de 1971 y en la revista Il Giorno, el más conocido de sus artículos deportivos. Se trataba de una mirada genial (“genial, genial”, repetía el Pasolini nuestro cada vez que lo leía y eso que lo leía una o dos veces por día) del fútbol desde el lenguaje que, al mismo tiempo, constituía una mirada del lenguaje desde el fútbol y, sobre todo, conformaba una deslumbrante visión sobre qué es la libertad, qué es jugar, qué es hacer cosas con otros y qué es crear. Muchos en el mundo se hicieron los distraídos con esa reflexión en la quedaba claro que el fútbol, como lo demás, no puede no ser ideológico. Al revés, nuestro Pasolini reivindicó, con la misma seguridad con la que diferenciaba categorías entre los pechitos de cerdo, que en esa cátedra deportiva e idiomática del Pasolini italiano habitaba algo parecido a una verdad.
Todos nosotros guardaremos para todos los porvenires la mañana en la que nuestro Pasolini se apareció en la práctica, con una pantalones cortitos que no lograban abarcarle la inmensidad de sus muslos y de su cintura, y con la carpeta entre las palmas. Y, más aún, recordaremos la emoción con la que nos leyó -biblia, sol, luna- lo que había suscripto el otro Pasolini: “En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: se trata de los momentos del gol. Cada gol es siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es ineluctabilidad, fulguración, estupor, irreversibilidad. Precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año. El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético. También la gambeta es de por sí poética (aunque no siempre como la acción del gol). De hecho, el sueño de todo jugador (compartido por todo espectador) es salir del centro del campo, gambetear a todos y marcar. Si, dentro de los límites permitidos, se puede imaginar en el fútbol una cosa sublime, es precisamente ésta”.
Cuando acabó su lectura, supusimos que continuaría con un discurso propio, con una fundamentación de esas que distinguen a algunos directores técnicos que ejercen lo suyo desde las ideas de otros directores técnicos que ejercen lo suyo como si las ideas no existieran. Pero no. Habló cortito:
-Ya escucharon. Vayan y hagan eso: jueguen con poesía.
Impresionante: fue como si Guardiola, Rinus Michels, Menotti, Jürgen Klopp, Bianchi, Mourinho, Bielsa, Cruyff, Sampaoli y, por las dudas, Messi, Pelé, Di Stéfano, Maradona, Iniesta y todos los Ronaldo notables se instalaran de golpe en nuestra cabezas y en nuestros pies. O sea: a partir de entonces, jugamos con poesía desde el minuto uno hasta el minuto noventa y en todos los minutos que antecedían o sucedían a nuestra presencia en la cancha, también.
Pasolini, el nuestro, nunca nos dio muchas indicaciones más. Él desembarcaba en cada entrenamiento con la carpeta, la abría, se concentraba en el papel y soltaba algún concepto. “Quien no conoce el código del fútbol no entiende el significado de sus palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (un conjunto de pases)” había sintetizado el otro Pasolini, en un fragmento de esa nota. Cuando nos leyó eso, nosotros comenzamos a hacernos pases y más pases y no cesamos de hacernos pases al punto en que nadie retornó a su hogar ni en esa jornada ni en la siguiente ni tampoco en la siguiente porque una fuerza que no nos salía de los músculos sino de la comprensión nos empujaba a no detenernos. El domingo, en cuanto apoyamos las suelas sobre el pasto, no paramos de hacer lo mismo. Apenas de tanto en tanto, para cumplir con uno de los cometidos del fútbol, algunos de los pases los hacíamos rumbo a la red.
No hay ecuaciones que demuestren por qué un Pasolini más otro Pasolini generaba ese efecto en nosotros. Cuando a nuestro Pasolini le titilaron las pupilas frente a ese papel porque el otro Pasolini detallaba que, en la final del Mundial del 70, Brasil había jugado un fútbol poético, todos quisimos ser Tostao, un futbolista que simbolizaba a la poesía y a la pelota en cada desplazamiento. Cuando nuestro Pasolini nos aseguró que el otro Pasolini había resaltado, en una entrevista, al fútbol entre lo esencial de sus sueños, nosotros nos descubrimos felices. Cuando nuestro Pasolini averiguó que el otro Pasolini se brotaba de bronca y de pasión en los partidos y hasta armaba equipos con los elencos de sus películas para enfrentar a los elencos de otras películas, nosotros verificamos que sudando entre dos arcos marchábamos por una ruta correcta. Cuando nuestro Pasolini nos leyó una frase más del otro Pasolini, casi lagrimeamos: “El fútbol es la última representación sagrada de nuestro tiempo”.
Pasolini, el nuestro, nos entrenó hasta que, en la inauguración del noviembre de 1975, al otro Pasolini lo mataron. Entonces, cerró la carpeta y no la volvió a abrir.
Nosotros seguimos jugando del modo en que los dos Pasolini, uno de cerca y el otro a la distancia, nos habían enseñado. Ya se sabe: ciertos legados tienen una solidez a prueba de cualquier tentación contraria. Lo que habíamos aprendido lo habíamos aprendido: éramos esa manera de jugar.
La pena es que a nuestro Pasolini no lo vimos más.
Algunos sostienen que, finalmente, apeló a sus ahorros de tornero, hizo sus valijas, las de su mujer, las de sus hijos e, inclusive, las de su suegra, y resolvió girar por el planeta cagando a trompadas a los que le hacen daño a las personas como el Pasolini italiano, esas personas que intentan transformar al mundo poniendo en cuestión al mundo.
Solemos entusiasmarnos cuando imaginamos lo que estará haciendo ahora.
Donde haya gente jugando fútbol poético y el aire arrime el aroma del mejor pechito de cerdo, ahí, seguro, andará.