Disculpe don Osvaldo pero el penal más largo y más insólito del mundo --hubo que patearlo dos veces, diecisiete días después de su suspensión-- se ejecutó en mi ciudad.

El domingo 2 de agosto de 1931 se enfrentarían los dos clubes más representativos de Rosario. Ambas entidades, le aclaro, contaban con jugadores de fútbol por primera vez rentados por sus clubes, es decir tipos que cobraban un sueldo por correr detrás de la pelota en el inicio del “amateurismo marrón”, una categoría profesional que nunca entendí qué significaba. ¿Acaso sería por el color del billete que embolsarían los muchachos?

Le puedo asegurar que la concurrencia fue numerosa. Nadie quería perderse el gran clásico del interior del país en la cancha de Rosario Central.

Tengo en mi poder el recorte del diario donde el anónimo cronista de deportes del diario La Capital escribió: “Frente a frente, una vez más, se hallarán esta tarde los clásicos rivales del football local (...) el compromiso sorprende a los adversarios en situación bien distinta” (...) Aunque poca fuerza hace entre la afición la performance de uno y otro equipo. Se sabe que para ese lance no hay fuertes ni débiles”.

A los 24 minutos del primer tiempo, el equipo visitante, Newell’s Old Boys, ganaba dos a cero con goles de Peruch e Ignacio González. Pero un minuto después del 2 a 0, sucedió el hecho que se volvería histórico en el pequeño gran mundo del fútbol. Ramón Luna, el volante de Central, entró en el área rival y “cayó desvanecido frente a la valla” ante el duro cruce del defensor Ildefonso Bureu.

El árbitro Ángel Gámez sancionó penal pero el arquero Gerónimo “Oso” Díaz se rehusaba a entregarle la pelota al ejecutante del tiro de los doce pasos. Gámez impuso su autoridad, le arrebató el balón al arquero de Newell’s y lo colocó en el punto clave para la ejecución del penal.

Inmediatamente hubo otro acto de indisciplina. Alfredo Chabrolín --el capitán de Newell’s-- se paró delante de la pelota y no dejó que se ejecutara la pena máxima. Los jugadores de Central reaccionaron. Se generó una pelea entre jugadores --“una trifulca”, dijeron los diarios locales de la época--, que obligó al árbitro a suspender el partido a los 26 minutos del primer tiempo. Después, Chabrolín --el líder de la resistencia rojinegra-- apeló al diálogo con el árbitro en el vestuario para continuarlo pero no obtuvo respuesta. El clásico estaba suspendido.

Finalmente, la comisión directiva de la Asociación Rosarina de Fútbol resolvió que el partido continuara el 19 de agosto. Diecisiete días después, sí, diecisiete días después se pateó el penal más largo del mundo (rosarino).

En la reanudación del clásico en la cancha de Central se jugaron 64 minutos. Lo primero que hizo el referí Humberto Scremín (reemplazó al estresado Gámez) fue cumplir con lo que establecía el reglamento: la ejecución máxima. En el primer minuto de juego de alargue, el arquero de NOB caminó lentamente hasta su arco y esperó la llegada de Arturo Podestá, el ejecutante canaya, como se les dice a los hinchas y jugadores de Central. Sí, no es un error ortográfico. Como decía el Negro Fontanarrosa, su amigo, Rosario es la única ciudad del mundo donde canalla se escribe con y.

Sonó el silbato de la ejecución del penal y el Oso Díaz --el arquero leproso, como se la identifica amorosamente a la parcialidad de Newell’s-- alcanza a tocar con sus manos la pelota pero no pudo evitar que el balón terminara durmiendo en el fondo del arco y la red se transformara en un movimiento oscilante y festivo para los centralistas que festejaban el gol de descuento después de días de espera y angustia.

Pero la alegría del gol dura un instante. El árbitro Scremín lo anula porque un jugador de Central, Nazareno Luna, había invadido torpemente el área chica. Había que ejecutarlo de nuevo, por segunda vez, diecisiete días después de haberse sancionado. ¿Se imagina al pateador Podestá mirando con furia al pobre Nazareno? Podestá, resignado, volvió a pegarle a la pelota, que otra vez llegó a tocar con su mano izquierda el Oso Díaz, pero sin poder evitar que el balón besara la red y se transformara en el gol de descuento centralista.

Esto no ocurrió en una cancha perdida de Río Negro como usted lo describió magistralmente al otro penal argentino que tardó una semana en llevarse a cabo. Este penal que le narro y recuerdo fue en la cancha de Central, con sus tribunas de maderas recién instaladas y ese aire fresco del viento que venía desde el río Paraná y nos pegaba en la cara, dos semanas después del día en que se tendría que haber ejecutado el penal.

Fue en mi ciudad, hace más de noventa años.