En el taller de Adrián Unger sus dos intereses centrales, la ciencia y el arte -es ingeniero especializado en cohetes y satélites espaciales y artista visual- se invaden mutua y productivamente. Cuando avanza esa contaminación, las reglas de lo técnico-científico y la creatividad artística establecen zonas comunes e intersecciones. De modo que el taller se convierte en una suerte de laboratorio en el que sus trabajos se reparten y complementan, cruzando límites.

“De chico -cuenta- siempre admiré a Da Vinci o, más bien, el estereotipo de Da Vinci. Y al mismo tiempo que desarmaba una videocasetera rota que me había dado mi papá -médico-, jugaba con la arcilla que me había traído mi mamá -arquitecta-. Desde ambos lados recibía estímulos, de manera que desde muy chico y hasta cierto momento, ambas cosas eran para mí lo mismo. En algún punto, al final de la adolescencia, dejé en suspenso el arte y me metí en ingeniería. Pero entendí que la ingeniería necesita roles creativos y, como ingeniero, me las fui arreglando para ser requerido como alguien con cierta creatividad. Así que por un tiempo canalizaba el aspecto creativo a través de la ingeniería. Después me armé un taller y no podía parar de hacer cosas que al principio no asociaba con el arte. Entonces una amiga artista que vio esos trabajos me ayudó a pensarlos como esculturas. Así que con esas obras me presenté y entré al programa de arte de la Di Tella: siempre había tenido la sensación de una vocación de artista, pero a partir de ese momento, creo que me di cuenta”.

La obra de Adrián Unger evoca lo orgánico. Hay toda una serie de piezas donde utilizaba cortezas de árboles enfermos, que cubría de resina. En aquel momento, su curiosidad estaba puesta no tanto en el crecimiento de los árboles a lo alto, sino más bien, en su expansión a lo ancho.

Para representar este fenómeno, el artista fabricó una pequeña estructura en cuyo interior colocó la cámara desinflada de una pelota. Al inflar la cámara, se rompía la estructura. Una metáfora puesta en acción.

Podría pensarse, junto con el poeta Francis Ponge en su libro Métodos, que de todos y cada uno de los objetos se desprende un andamiaje de sistemas y retóricas. ¿Cómo dar cuenta de estos sistemas?

“Las reglas que me vienen de la ciencia y la técnica -dice Unger- son como una caja de herramientas a la que puedo acceder. Si eso aparece, está bien. Y si no aparece, también está bien. Detrás de mis obras suele haber mucho método”.

En varios conjuntos de obras la clave es la modularidad. Así, en una de sus series el elemento central se compone de varillas de madera cortadas, pintadas, con puntas torneadas y luego ensambladas, en un juego que oscila entre lo aleatorio y el control. Algunas varillas son curvadas con vapor y la elección de las longitudes tiene un margen de imprevisibilidad. De allí surgen simetrías provisorias, así como una gramática heterogénea en secuencias que siempre resultan fluidas.

En esta serie de recorrido relativamente libre, pueden rastrearse formulaciones cercanas al estallido de líneas de color en el espacio. Sin embargo, en varias de ellas el artista establece un virtual sistema de contención que actúa como caja o celda: se trata de potentes estructuras metálicas, que lucen pesadas en contraste con las varillas livianas. De modo que mientras las varillas, como si flotaran en el aire, evocan levedad y movimiento, aquellas estructuras, mediante una rigidez y brillo ostensibles, ofician de marco de referencia, a la manera de un anclaje y de una fuerte noción de orden.

Buena parte de sus obras tiene bases y estructuras de fuerte peso visual. ¿Cómo pensar estas oposiciones? ¿Como un llamado al orden para las formas libres? Sin duda se establece una tensión entre la desestructuración y las estructuras, como si el caos fuera encauzado y restringido.

Por otra parte, podrá advertirse que las líneas volumétricas no están completamente contenidas en sus celdas virtuales. La rigidez del marco está presente, pero al mismo tiempo es transgredida.

En otras obras el material central es el cobre, a partir del cual se despliega toda una serie de sentidos que incluso sería posible rastrear en la matriz poético ideológica de la rosa de cobre de Roberto Arlt. En el imaginario arltiano, dentro del contexto de la crisis de los años veinte del siglo pasado, la rosa de cobre suponía un conjunto de valores simbólicos y reales contrastantes: valor dinerario en alza; valores poético, alquímico y vital; incluso valor de placebo, para mitigar las condiciones de aquel presente.

En otra serie, también conformada por módulos (a partir nuevamente del trabajo previo con troncos), el artista construye esculturas arborescentes asociadas a formas simples de vida, como los corales. Entre las ramificaciones construidas por Unger, se distribuyen rítmicas ranuras que las atraviesan y que establecen otro modo de estructuración, como si allí pudiera insertarse una tarjeta o algún tipo de módulo para extraer o introducir información.

Toda esta red compleja de materiales y sentidos evoca para Adrián Unger un sistema en sí mismo, que por lo intrincando se asocia al caos vital de un ecosistema. En este sentido elige como título para su exposición un vocablo antillano con el que se designa la abundante espesura de la vegetación centroamericana: Manigua.

* La exposición de Adrián Unger se inaugura el jueves 16 de mayo, a las 19, en la galería Cecilia Caballero, Suipacha 1151, y sigue hasta el 10 de julio.

Itinerario

Adrián Unger (1980) es egresado del Programa de artistas de la Universidad Torcuato Di Tella, e ingeniero del área aeroespacial. Ha participado en diversos talleres y clínicas conducidos por artistas como Jorge Macchi, Eduardo Stupía, Marcelo Pombo, Diana Aisenberg, Diego Bianchi y Fernanda Laguna, entre otros. Sus obra fueron exhibidas en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y en el Museo Urbano, entre otros espacios.