La hilvanadora de historias, esa cuentista que tenía una capacidad de asombro intacta para hurgar en los estados de ánimo, en los malestares y las inquietudes de sus personajes, murió a los 92 años en un hogar para ancianos en Ontario, donde era tratada por una demencia senil que la fue desarticulando desde hace más de una década. Demasiada tristeza desencadena imaginar el mundo sin Alice Munro, la primera escritora canadiense que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2013. “Los mayores acontecimientos ocurren dentro de sus personajes. El mayor dolor no se expresa. Le interesa lo silencioso y lo silenciado, las personas que escogen no escoger, los que viven en los márgenes, los que abandonan y los que pierden”, argumentó entonces la academia sueca sobre “la Chéjov canadiense”, bautizada así por la escritora estadounidense Cynthia Ozick.
En uno de los magníficos cuentos de Mi vida querida hay una reflexión sobre el lenguaje y la muerte. “Isabel ya no estaba. Había desaparecido definitivamente, como si nunca hubiera existido –se lee hacia el final del relato–. También Ray obedeció las costumbres, firmó donde dijeron que firmara, para disponer de los restos. Eso le dijeron. Qué excelente palabra: ‘restos’. Como algo que se seca y forma capas mohosas en un armario”. Si se pudiera pensar los “restos” no desde la ineluctable descomposición, sino como lo más íntimo que sobrevive, los “restos” de Alice, los pedazos de su alma, están en Danza de las sombras, La vida de las mujeres, Demasiada felicidad, Todo queda en casa, ¿Quién te crees que eres? y Algo que quería contarte, entre otros libros de cuentos. Un cuerpo de obra demasiado vivo que continuará suscitando nuevas relecturas, invocando más interpretaciones, iluminando la vida humana.
Desde la primera línea que lanza a las pupilas de los lectores, se ingresa en la órbita de la extraña y familiar seducción que despliegan sus textos. Las vacilaciones que sirve en bandeja el mentado porvenir, las fugas reales o imaginadas, las deserciones, los “pecados de juventud”, apariciones o intrusiones que gestan problemas absurdos, la pobreza que se anhela vencer en un futuro cercano, la orfandad como mancha o sombra persistente, tristezas inusuales y lúgubres legados, todos los sentimientos de sus personajes, que a veces intentan no llamar la atención, son vasos de agua dispuestos en su justa medida. Como quien sabe hasta dónde llenarlos, hasta dónde contar y poner el punto final, la narradora canadiense, minuciosa en su modo de captar la temperatura ambiente del paisaje de Ontario donde pasó su infancia, huye del sentimentalismo, la melancolía, la nostalgia de los tiempos idos, a través de una transparencia engañosa. Leerla es como despertar temprano, cuando el cielo clarea, pero aún no ha salido el sol.
La pionera del realismo canadiense nació el 10 de julio de 1931, en la zona rural de Wingham (Ontario). La niña Alice Laidlaw –Munro es el apellido que conservó de su primer marido– se crió en la exaltación de la naturaleza y los espacios abiertos, pero también conoció las penurias de la Depresión y los prejuicios y temores de un pueblo que permanecía anclado en el XIX. Su padre, Robert Laidlaw, puso el pecho a la adversidad y trató de sacar adelante un criadero de zorros. Era un hombre humilde que amaba la literatura. Los Laidlaw eran grandes lectores de la Biblia, que escribieron diarios de viaje en los que han repasado la dura vida de los pioneros escoceses, para quienes el trabajo era un fin en sí mismo. Mostrar excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier ostentación ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Tal vez haya sido la primera lección que recibió de esa estricta moral presbiteriana: la escritura sin vanidad; un legado que absorbió Alice, hasta que, muchos años después, les rendiría tributo en La vista desde Castle Rock, un homenaje a sus antepasados que viajaron desde el valle de Ettrick, al sur de Escocia, hasta Canadá.
Esa Alice rara y distinta, que soñaba que sería escritora, comenzaría a escribir en su adolescencia. Su madre, una maestra que luego padecería Parkinson, se empeñó en que su hija estudiase. Gracias a una beca pudo cursar periodismo y filología inglesa en la Universidad de Western (Ontario) por un breve tiempo; todavía era una estudiante cuando publicó su primer cuento, “Las dimensiones de una sombra”, en 1950. Entonces conoció a Michael Munro, se casó un año después, tuvo tres hijas y quedó encerrada por las obligaciones domésticas y el negocio de su marido, nada menos que una librería.
“Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos” es el título de un reportaje que le hicieron en el diario The Vancouver Sun, en 1961. En esa entrevista explicaba cómo aprovechaba el tiempo de la siesta de sus niñas para escribir en el mismo cuarto donde planchaba. En Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro, Sheila, una de sus hijas, evoca cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en “el cuarto propio” de su madre, la escritora se apartaba del cuaderno, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de las compras. No podía afirmar que Chéjov haya influido en sus cuentos porque “es como Shakespeare: ha influido en toda la literatura”. Si rastreaba conexiones personales, prefería mencionar a Eudora Welty –“debo tener cuidado de no imitarla porque su encanto está atado a un lugar y un tiempo determinados”–, a Katherine Anne Porter y a Katherine Mansfield.
Cuando estaba escribiendo el relato “Demasiada felicidad” –título que responde a una frase de Sonia Kovalevski, que murió apenas pasados los 40 años–, pensó si Chéjov se habría enamorado de ella de haberla conocido. “Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper, que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado.” El cuento resultó el formato más cómodo y natural para Munro. “Yo siempre pensé que iba a ser novelista. Me decía que cuando mis chicas fuesen grandes y yo tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. El cuento estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijas. Pero después resultó que esa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa”, reveló en una entrevista.
Por su primer libro de cuentos Danza de las sombras, publicado en 1968, ganó el primer Governor General’s Award, el premio literario más prestigioso de Canadá. También obtuvo en 2009 el prestigioso Man Booker International Prize. Pedro Almodóvar se inspiró en tres relatos de Alice, “Destino”, “Pronto” y “Silencio”, incluidos en el volumen Escapada, para escribir el guion de su película Julieta. Lejos de ella, el film de Sarah Polley, es una adaptación de “Ver las orejas del lobo”, cuento que integra Odio, amistad, noviazgo, amor matrimonio. Admirada por escritoras y escritores como Joyce Carol Oates, Margaret Atwood, Julian Barnes y Jonathan Franzen, lo sórdido y lo luminoso conviven en las historias inolvidables de la maga del cuento contemporáneo.