Desde fines de la década del '60 hasta 1975, mis padres tuvieron un almacén sobre la calle principal de San Bernardo, entonces un pequeño pueblo, una franja de apenas cinco cuadras paralela al mar, con casas bastante desperdigadas. Los edificios de hoy, mayormente se edificaron en los inicios de los años setenta y ochenta, en algunos casos proyectando su ominosa sombra sobre la playa. Eso implicó un enorme crecimiento turístico que llevó a que el pueblo creciera en las últimas décadas y aumentara el ancho de la franja hasta el mismo borde la ruta Interbalnearia, que en mi infancia no existía. Desde muy pequeño colaboraba atendiendo el almacén. Recuerdo haber embolsado azúcar y galletitas, que venían en latas y se vendían sueltas, haber despachado la Bidú Cola. que le competía a las gaseosas de origen norteamericano, haber vendido postales que se enviaban por correo y calcomanías, que aún no eran autoadhesivas.
En aquellos duros inviernos, de frío y soledad, el Corcho y el Pampa eran algunos de los esporádicos clientes que encarnaban a “los otros” del pueblo, con el matiz de lo que luego conoceríamos como marginalidad. Vivían en ranchos o casillas sobre los médanos, no los que estaban en la playa sino los que empezaban a combinarse con la llanura. Con poca y vieja ropa, maloliente por lo general, pedían bamboleantes una damajuana de vino y volvían al fondo del pueblo. Corcho era el más simpático cuando estaba fresco y Pampa era más hosco: a mí, como niño, me producía mucho temor. Trabajaban en lo que podían, en changas mal pagas y de fuerza al aire libre, por lo general haciendo pozos ciegos o destapando cámaras sépticas. Distintos rumores corrían acerca de su amistad, y no logro recordar del todo como terminaron sus historias, pero seguramente no fueron finales felices.
Para construir los abundantes y elevados edificios, llegaron muchos paraguayos que venían a comprar y pedían “un leche” -muchas veces fiado- con su difícil guaraní castellanizado, agregando que vivían “achtrás del campin, en lo de amariia”. Los Amarilla tenían una humilde pero enorme vivienda que habían transformado en pensión, y algo más por las noches. Lo prohibido se me asomaba y entremezclaba extrañeza, misterio e iniciación adulta que por suerte no fue concretada. Porque ya en mi adolescencia había llegado la ruta y su correspondiente acceso, y el camping se transformó en esa hermosa plaza a la entrada del balneario sobre la ancha avenida San Bernardo. Chau “los amariia”, y bienvenidos los boliches bailables.
Con la secundaria, que cursé en Mar de Ajó, el mundo se me agrandó y la otredad se desplazó, geográfica y simbólicamente. Porque las diferencias empezaron a ser más sutiles. Ya no eran los marginales y los extranjeros, sino los del interior que venían a residir a La Costa, afincándose en Mar de Ajó Norte, y la gente más humilde aún en Villa Clelia.
Convivíamos con esos otros, aprendíamos con ellos y de ellos. Había algo de diferencia, pero no era para tanto. Íbamos a la mismas y únicas escuelas primaria y secundaria, a los mismos clubes y deambulábamos juntos en bicicleta por un pueblo vacío en el invierno. Algo de lo diferente se instalaba en que mis padres eran comerciantes y de tez muy blanca, de origen europeo, aunque recién después de décadas lograron estabilizarse bien en lo económico, con mucho esfuerzo.
Llegando a los '90, San Bernardo también tuvo un “otro” desde el matiz de la salud mental, el Loco Juan, muy querido por todos, aunque hablaba solo y tenía conductas extrañas llevando consigo una especie de hernia en el abdomen que lo hacía lucir como eternamente embarazado. Su partida hace unos pocos años fue muy lamentada por los vecinos.
En la actualidad, los otros son muchos y variados, y además, creo que esa otredad ha tomado un cariz distinto. San Bernardo ya no es un pueblo. Donde estaban los médanos del fondo se han construido viviendas sociales formando una zona no turística. En el barrio “El perejil” se conjugan sueños y necesidades en estas épocas tan vertiginosas, de poca espera. Los otros conforman una zona claramente diferenciada. De alguna manera, la otredad se ghetifica o es ghetificada. Hay escuelas diferentes para cada sector, prácticas sociales distintas, se consume distinto. Las experiencias subjetivas se diversifican, y prácticamente no se combinan entre ellas. Por lo tanto, suelen construirse auténticas realidades virtuales acerca de cómo son los otros. Estamos vedados a conocerlos, a conocernos.
Ya sabemos que resulta imposible no hacer cierto ejercicio de la diferencia para construir lo propio, refiriéndome al orden de lo identitario. El otro o, mejor dicho, los otros -sin siquiera proponérselo- también nos definen, o al menos nos empujan, nos ayudan a hacerlo. No estoy diciendo nada nuevo, muchos ya lo han dicho. Desde la filosofía, Sartre acuñó su famosa frase “el infierno son los otros”, para designar lo complejo de la existencia humana. Más recientemente, Derrida profundizó algunos de estos aspectos desembocando, entre otras, en la noción de hospitalidad incondicionada. En el campo del psicoanálisis, los aportes de Lacan sobre el Otro, han sido determinantes para comprender al sujeto y para ejercitar las prácticas analíticas.
Pero el otro no puede ser alguien radicalmente extraño, al modo antropológico cuando los europeos “descubrían” una cultura que no había entrado en contacto con su centralidad dominante. Porque el otro y el semejante deben dialogar permanentemente, en un ying y un yang complementario, lo que nos lleva a cada uno ser siempre casi el mismo -pero no-, porque al mismo podemos ser y somos otros cada día. Permanencia y cambio en continuo interjuego. Muchos pensadores han reflexionado sobre estos temas, como Heráclito, Hegel, Marx y siguen las firmas. Y urge hacerlo en la actualidad, donde las certezas parecen estallar por los aires y la otredad se instala con fuerza inusitada y amenazante en nuestras compartimentadas y cuidadas vidas cotidianas.
En el campo más prosaico de la arena política, CFK partió de la diferencia procurando que volviéramos nuestra mirada hacia el semejante cuando dijo hace unos años que “la Patria es el otro”, en un intento restitutorio de lo colectivo que de alguna manera ella veía que estaba siendo atacado.
Mientras tanto, en La Costa y en todos lados, “… así seguimos andando, curtidos de soledad”, como decía Don Ata, quizás olvidando cada vez más lo que nos es común, maximalizando lo que nos diferencia. Los otros somos un poco nosotros, aunque eso no nos guste mucho.
Un lazo social allí, por favor.