“El pueblo de Grana quedaba en la ramificación de uno de aquellos valles, valle que casi todo el mundo dejaba atrás como algo irrelevante, cerrado arriba por crestas gris plomo y abajo por una peña que impedía el acceso. En la peña, las ruinas de una torre custodiaban campos silvestres. Un camino de tierra se desviaba de la carretera comarcal y ascendía empinado, curvilíneo, hasta los pies de la torre; luego, una vez pasada la torre, se suavizaba, doblaba por el lado de la montaña y entraba en el desfiladero a mitad de la ladera, desde donde continuaba en leve desnivel. Era julio cuando fuimos, julio de 1984”. Con esa descripción en primera persona que rezuma añoranzas comienza Las ocho montañas, el libro del escritor italiano Paolo Cognetti editado en nuestro país por Random House en 2018, dos años después de su lanzamiento original. Un retrato desde el presente de varias décadas de amistad entre los dos protagonistas, Pietro y Bruno, con el marco de ese valle, su laguna y las imponentes montañas que los rodean. Ganadora de varios premios literarios, la novela -una novela-río no tanto en términos de grandes acontecimientos históricos como por su apego a los cambios humanos durante una extensa cronología narrativa- fue llevada al cine por los realizadores belgas Felix van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, pareja en la vida real y colaboradores creativos desde hace varios años. La película, también llamada Las ocho montañas, formó parte de la Competencia Oficial del Festival de Cannes en 2022, donde obtuvo el Premio del Jurado, compartido junto al último film del polaco Jerzy Skolimowski, EO. Dos películas muy diferentes, pero que comparten un profundo sentido humanista. A lo largo de dos horas y media Vandermeersch y van Groeningen reconstruyen con armas audiovisuales la historia de amistad de dos chicos que no podrían ser más diferentes y que, con el correr de los años, atravesando conflictos, desventuras e incluso períodos de distanciamiento, continúan en contacto, el uno reflejo del otro, ya transformados en hombres. Luego de una espera de dos años, Las ocho montañas tendrá un estreno comercial local en las próximas semanas exclusivamente en CineArte Cacodelphia.

“Durante el resto de julio no pasó un día sin que nos viésemos. Bien era yo quien iba al prado o bien Bruno rodeaba a sus vacas con un cable que conectaba a la batería de un coche y se presentaba en nuestra cocina. Más que las galletas, creo que le gustaba mi madre. Le gustaban sus mimos. Ella lo interrogaba abiertamente, sin circunloquios, como estaba acostumbrada a hacer en su trabajo, y él respondía orgulloso de que su historia le interesase a una señora de ciudad tan amable. Nos contó que era el habitante más joven de Grana, así como el último muchacho del pueblo, ya que no se esperaba la llegada de ninguno más. Su padre estaba fuera buena parte del año, aparecía rara vez y solo en invierno, y en cuanto sentía el aire de primavera se marchaba a Francia o a Suiza o allí donde hubiera una obra que buscara trabajadores”.

La descripción de Cognetti tiene su correlato en la pantalla. Dejando detrás el bullicio y el amontonamiento urbano, Pietro viaja junto a su padre y su madre -como ya lo habían hecho y volverán a hacerlo durante los veranos venideros- a ese pequeño poblado montañoso, espacio ideal para el descanso y el ocio. Al menos para Pietro y, un poco menos, para su madre, que debe continuar con las tareas hogareñas, mientras Papá va y viene por cuestiones laborales. Cuando viene, su afición por el montañismo, que intenta transmitir al hijo, lo lleva a descubrir senderos y cimas de enorme belleza y, por cierto, cierta peligrosidad.

Pero ese verano es diferente por una razón simple: la incipiente amistad con Bruno, ese chico de campo acostumbrado a las más duras faenas, que a los ojos de Pietro es poco menos que un sinónimo de la libertad. Durante esas fugaces semanas serán inseparables, y a los juegos y tareas compartidas se les sumarán algunas confesiones íntimas: la distancia de los padres, de diversa índole pero unidas por una trama invisible; los deseos y las esperanzas depositadas en el futuro. De pronto, la posibilidad de que el chico “salvaje” sea adoptado temporalmente por los padres de Pietro con la intención de escolarizarlo, algún celo y recelo sorpresivo pero lógico, el inesperado cambio de plan y la separación, que durará varios años hasta que el siguiente encuentro los halle adolescentes, a punto de convertirse en hombres. El recomienzo de un vínculo que, luego de otra larga espera, será inoxidable.

AMISTAD, DIVINO TESORO

Las ocho montañas es la primera película como realizadora de la actriz y guionista Charlotte Vandermeersch y el séptimo largometraje de Felix van Groeningen, cuya filmografía incluye varios títulos rodados en su país natal, Bélgica, pero también un paso por Hollywood con Beautiful boy, siempre serás mi hijo, la adaptación del libro autobiográfico de David y Nic Sheff protagonizada por Steve Carrell y Timothée Chalamet. En la conferencia de prensa durante el estreno mundial del film, Vandermeersch declaró que “lo que me gustó particularmente es que se trata de una amistad muy tierna. Toda la película tiene cierta fragilidad: es una oda a la vida con toda su fuerza y ​​fragilidad. A mí no me importaba si eran hombres o mujeres, realmente podía identificarme con ellos, su respeto mutuo. No siempre encuentran las palabras para hablarse, pero se entienden muy bien y no hay competencia. Tanto Felix como yo amamos a estas personas tan puras y honestas que intentan encontrar su camino en la vida. Los conocemos cuando tienen once años, los seguimos durante la adolescencia, se pierden de vista, se reencuentran, así hasta los cuarenta. Es realmente una historia épica que toca todos los temas esenciales de la vida: el amor, la amistad, la familia, los padres, la ascendencia, el destino. Para nosotros fue un viaje existencial junto a Pietro y Bruno”.

Las palabras de la realizadora, simples y directas, encuentran su correlato en una película diáfana, intransigente en su negativa a darle demasiadas vueltas a aquello que es tan simple como emotivo. Cuando se produce el primer reencuentro entre los personajes sus caminos parecen haberse separado definitivamente, acomodados en las nuevas experiencias que dejan atrás la candidez de la infancia. Apenas una mirada, un saludo algo gélido que intenta borrar aquello que compartieron tiempo atrás. Años después, cuando las barbas aún no pintan canas pero sí reflejan cierta madurez y los senderos vitales están señalizados –Bruno afincado nuevamente en el valle luego de un período de deriva en la construcción, siguiendo los pasos de su padre; Pietro perdido en un sinfín de trabajos que permiten la supervivencia, sin otro horizonte a la vista–, se produce el nuevo encuentro. Esta vez, signado por un acontecimiento triste pero inevitable: la muerte.

“Era una historia muy compleja de llevar a la pantalla”, declaró van Groeningen en una entrevista con la revista online Slant Magazine. “En el camino nos dimos cuenta de que si dirigíamos juntos íbamos a hacer un mejor trabajo. Era interesante eso, un reflejo de la historia: cuatro ojos, cuatro oídos. Además, ocurrió algo: cuando yo entraba en pánico, Charlotte permanecía en calma, y viceversa”. En cuanto a la división de labores durante el arduo y extenso rodaje, que llevó al dúo de cineastas y al resto del equipo de Turín al Valle de Aosta, en el noroeste de Italia, y de allí a Nepal, Charlotte confiesa que ella “no tenía la experiencia para dirigir un set completo, a todo el equipo técnico, a través de diversas situaciones difíciles. El clima podía cambiar en cualquier momento, había animales, y a veces hay que pensar rápido para cambiar de idea, hacer otra cosa, manteniendo al mismo tiempo el plan de rodaje. Me sentía más segura trabajando los diálogos con los actores. Como vengo del teatro me encanta trabajar con los textos. Fue una división natural de las cosas, aunque Felix también es muy bueno con los actores”.

LA MONTAÑA SAGRADA

Ya con los rostros y cuerpos adultos de Alessandro Borghi y Luca Marinelli, Bruno y Pietro, luego de algunas reticencias del segundo, ponen manos a la obra en la construcción de una casa aislada y en altura, deseo paterno nunca realizado en vida. Porque si hay otro tema neutral en Las ocho montañas –además del evidente: la amistad– es el de la paternidad. Paternidades abortadas, cariñosas, abandonadas, consecuentes, biológicas, putativas. Los dos amigos –uno de ellos experto masón, herencia familiar luego de siglos de campesinado; el otro neófito, aunque eventualmente dispuesto a aprender– transitan otro verano, esta vez atípico, erigiendo aquello que se transformará en hábitat, lugar de descanso, refugio y varias cosas más, dependiendo de la época y sus circunstancias. Resulta interesante la decisión de los directores de presentar la película en un formato de pantalla casi cuadrado, aunque es posible que esa decisión está relacionada con la intención explícita de no dejar que la majestuosidad de los paisajes se devore lo más relevante: los seres humanos que los recorren. Porque lo importante es ese mapa en el cual Pietro comienza a dibujar líneas nunca rectas con un nuevo marcador, en un intento simbólico de abrazar aquello que no pudo, no logró o simplemente no deseó materializar durante los años anteriores. En las cimas de varias montañas el treintañero baja la vista y permite que los ojos le descubran la pequeñez de todo aquello ubicado a sus pies, pero son siempre las bitácoras dejadas por otros montañeros y excursionistas lo que más llama su atención. Así se produce la comprensión y, tal vez, la empatía, como suele ocurrir con todos los hijos respecto de sus padres a medida que el tiempo transcurre y las rebeldías le ceden el espacio a la reflexión.

Hay alegrías en Las ocho montañas, pero también dolor, amarguras y despecho. El título de la novela y el de la película se explican fugazmente en un pasaje tardío, un concepto budista que Pietro conoce al comenzar una nueva vida lejos de Italia: hay personas que recorren ocho montañas y sus mares, describiendo un círculo perfecto, para llegar a la misma conclusión que aquellas otras que sólo han ascendido el noveno pico central, el más alto de todos. “De mi padre había aprendido, mucho tiempo después de que dejara de acompañarlo por los senderos, que en algunas vidas hay montañas a las que no se puede volver”, escribe Cognetti con la voz de Pietro. “Que en las vidas como la mía y la suya no se puede regresar a la montaña que está en el centro de todas las otras y en el centro de tu propia historia. Y que no pueden sino deambular por las ocho montañas quienes, como nosotros, en la primera y más alta han perdido a un amigo”. Las mayores virtudes de la adaptación cinematográfica, fiel a la novela en lo esencial, son su corazón narrativo clásico y la honestidad respecto de las cosas (y las vueltas) de la vida.