¿De qué manera nos afecta a los humanos el haber estado expuestos a situaciones de abuso o violación? En la miniserie Bebé Reno de Richard Gadd, no solo se ponen de manifiesto los efectos colaterales de eso que se nombra allí como grooming --y para lo cual todavía estamos intentando encontrar un marco jurídico y legal ligado a los derechos humanos y a la bioética-- sino que es una expresión ancestral del poder de uno sobre el otro. Adquiere aquí las rarezas de la época en sus diversidades y también en sus peculiaridades mediáticas. El personaje es objeto de persecución, hostigamiento y hostilización, no solo por la vía física directa sino también por la vía de mails, chats, facebook, mensajes diversos, redes sociales y todo tipo de apercibimientos y acosos presenciales. La historia retoma también un punto de inflexión de cómo cierta invisibilidad de lo siniestro humano se abalanza sobre nosotros.
Esta animación de ese horror concierne a una comunidad que posiblemente está amenazada o expuesta a un tipo de violencia que se ha naturalizado en formas insospechadas. No hay relación más brutal que la de la violencia ejercida contra alguien en situación de ser objeto de una sexualidad morbosa. ¿Qué secuelas quedan en la representación, en la capacidad de representar y simbolizar de una persona?
Hasta qué punto, a partir de allí, en un plano que es el de la identidad perceptiva, o para decirlo también de otro modo, el de un pedazo mismo de la “realidad real” que no podemos procesar, ni mucho menos elaborar, queda vagando y rebotando como un eco brutal en nuestras vidas. ¿Qué es lo que no podemos recordar? Porque sencillamente no pudimos hacer de esa serie de eventos una experiencia, no pudimos hacer que esa serie de eventos entrara en lo representable. Y mucho menos podemos hablar de ella, sólo se escucha su ruido y su radiación de fondo.
Bebé Reno explora esas complejidades. Originalmente, una obra unipersonal del artista Richard Gadd donde se ponen de manifiesto no sólo las nuevas sexualidades y los nuevos modos no binarios propios de las transexualidades actuales, sino los modos que posiblemente el poscapitalismo ha encontrado para sojuzgarnos, y con los que ha dinamitado la calidad y la presteza de los lazos sociales. Es dramáticamente intachable el comienzo en el cual el protagonista, que trabaja en la barra de un bar en Londres e intenta a su vez emerger como comediante, en un gesto simple de solidaridad, ofrece una taza de té a esa mujer que está triste y llora, Martha, alguien que sin que él lo sepa todavía, sufre a la par de su silencioso sufrimiento. Eso desencadena una tormenta completamente imperfecta en la que ya no podemos, a partir de allí, hablar del sujeto del inconsciente sino de desmayos, desvaríos, fragmentaciones y ausencias de la subjetividad, de ese nivel de la inscripción en la que acontecen los vínculos con el otro, de las posiciones éticas y de sus lazos con la realidad. La realidad misma se transfigura para siempre, es que tal vez estemos perdiendo lo que hasta aquí entendíamos como lazos con la realidad y como lazo social.
Al personaje le acontece también el trabajo arduo de cómo hacer con el trauma. En el curso de la historia nos enteramos de que su acosadora mujer, en los cuarenta y tres y mayor que él, bizarra, desbordante, encantadora, violenta, persistente y seductora hasta el agotamiento, de un modo que él no puede explicar todavía y el espectador apenas puede intuir, lo convoca a un lugar identitario, a un lugar en el que ambos han estado y posiblemente siguen estando, donde han sido objeto de sufrimientos análogos. El nombre “Bebé Reno” es una de las claves que sólo se devela en la emotiva escena del final. Ese devenir son los reflejos y los ecos de otra violencia brutal en la que él también concede su parte y que funciona como antecedente directo. Su parte, que se juega de manera ambivalente y equívoca como orientación sexual, como pregunta que ya había aparecido en ese film exquisito llamado Secreto en la montaña, respecto de si esa orientación sexual le preexiste o es el efecto de un hecho traumático, a partir de allí. La respuesta no es lineal al respecto.
De un modo u otro, es el efecto del encuentro con un real lo que directamente pulveriza ciertos debates de género sobre nuestras orientaciones sexuales. Esto mantiene lo más originario del psicoanálisis como práctica y como pregunta sobre la condición humana, que se responde de manera singular, que consideró hace más de cien años la condición humana como una condición bisexual y que, a partir de las nuevas aportaciones de época, podríamos nombrar condición transexualizada, no binaria.
Por una parte, tenemos esa cuestión compleja y hermosa a la vez, de la humanidad que está ligada a vicisitudes y aleatoriedades, donde el amor y la pasión no son tan lineales como pretendemos en Occidente. Por otra parte, están también las preguntas sobre la ética y sobre las concesiones que el protagonista hace para ganar un ápice de visibilidad social, un ápice de narcisismo teatral y mediático. Están también en cuestión la puja y la obsesión con su propio talento. ¿Será que son las concesiones inevitables, las prostituciones inevitables para que algo del talento horade la impermeabilidad de un sistema que nos deja siempre afuera? Todas esas complejidades se van desmembrando, lenta y progresivamente, somos la mirada del autor y en la cual no está exento el protagonista, porque nosotros no estamos exentos de esas complejas preguntas y no hay una sola respuesta para ellas. En esos ecos hay virtudes que van emergiendo, entre las cuales, finalmente, lejos de la confesión, lo que el personaje autor decide es contar la verdad --también estetizarla en la ficción Bebé Reno--, ponerla a disposición de otros a sabiendas de que hay algo de esa experiencia de la que también ha sido víctima. Lejos de ubicarse sólo en ese lugar --el de la víctima--, sin embargo, inevitablemente emerge la dimensión de la víctima y del victimario como un sistema dinámico. Se requiere valor para mirar al victimario a la cara. Me parece el modo más responsable de ubicarnos frente a hechos con los que no hemos podido, ante los que no podemos y ante los que no podremos.
Esa posición transformadora abre también un juego, a partir de allí, el de proliferar en la verdad, una verdad que se expresa en su complejidad --y no sólo a medias como señala Lacan--. “Compleja” significa que nos lleva una y otra vez hacia laberintos, saltos temporales, idas y vueltas, contradicciones y ambivalencias que tenemos que despejar cada vez, en cada oportunidad en que alguien puede apropiarse del relato y hablar de ellas. La cuestión asociada a esto es la propia de romper con el determinismo, y aquello en lo que a veces redundamos y glorificamos en psicoanálisis, respecto de las predisposiciones infantiles. Por supuesto que las hay, por supuesto que en esta misma obra quedan de alguna manera reveladas, y relevadas, en una semiconfesión o reconocimiento del padre del protagonista en haber sido objeto de algún tipo de experiencia, objeto de un abuso o una violación en la sociedad cristiana a la que asistió de joven. Ronda allí un malentendido que no sabemos si responde a su moral cristiana o a que en esos grupos parte de los ritos de iniciación suponen el ser objeto de algún abuso, el ser objeto de alguno de los incontables modos de violencia sexual de las sexualidades mórbidas. Por otra parte, nos plantea, más allá de este factor predisponente, la cuestión de las neurosis actuales, lo que se desarrolla y se desenvuelve en un momento de nuestras vidas y nos parte, nos destruye, nos pulveriza y nos mantiene en un sufrimiento que es completamente nuevo y desconocido para nosotros. Y esto le pasa al personaje en sus veintitantos, cuando se topa con esta experiencia de violación que precede a la otra tormenta por desencadenarse, cuando ofrece la taza de té como gesto solidario a esa mujer que entra un día al bar. Pero ese es ya un eco complejo. A partir de allí no será jamás el mismo y es por eso que este es también un fenómeno contemporáneo, decisivo y contemporáneo, no porque no haya acontecido en la historia de la humanidad con anterioridad, sobre el influjo de las influencias y del poder de unos sobre otros, sino porque alguien pueda hoy testimoniar sobre él, contarnos lo que le pasó y ser no sólo escuchado, sino encontrar un lugar en el otro y en la comunidad.
¿Y que vio en él ese supuesto mentor de las letras y la televisión, el célebre --Damien en la ficción-- que se fija en él, el de la primera experiencia traumática? El protagonista lo descubre mucho después, en la escena misma de la comedia, a un paso de poder tomar la palabra y habiendo llegado a una final en una competencia, a algún sitio que parece cierto. A un paso de soltar las representaciones adjuntas de la comedia se reencuentra con la escena traumática originaria, y entonces decide hablar al público, sobre sí, sobre su sufrimiento incontable. Aquel otro que lo hizo objeto de las violaciones no vio su talento, el talento que se desmorona --nada valgo--, lo vio a él, lo vio a él como presa. Y él permaneció allí varias veces.
Alguien puede decirnos algo que podemos escuchar y eso que escuchamos es algo que también nos ha acontecido en algún plano de nuestra experiencia. Retomando el comienzo, ¿podremos representar alguna vez eso irrepresentable? Intentemos abrazarnos a algún sentido comunitario, grupal o de pertenencia que nos permita escribir algo común sobre una experiencia que, si bien es singular, solo adquiere carácter de realidad cuando la ponemos a consideración de los otros. De nosotros, el auditorio de la vida que indefectiblemente nos ofrecen los otros, a sabiendas de que jamás seremos los mismos, jamás veremos reverdecer aquello que ilusionábamos antes del colapso.
La pregunta que el protagonista se hace por su ambivalencia sexual, por su orientación sexual, queda asociada al personaje más luminoso de la miniserie, que es Teri, esa joven transexual, bella, reflexiva, de la que él está perfecta y auténticamente enamorado, y que sin embargo, como señala incluso en el making-of de la miniserie --imperdible--, fuera de la ficción, por su vergüenza, queda impedido de abordar plenamente esa historia de amor, explorarla y realizarla.
En esa combustión ambivalente y en su testimonio fuera de la miniserie, allí en el fuera de escena de cómo se realiza y cómo se hizo, esta obra adquiere belleza y allí vemos amor real, amor legítimo, auténtico amor humano. No es escapar hacia adelante, sino testimoniar hacia adelante ¿Y después?, después, aprender a vivir con eso.
Cristian Rodríguez es psicoanalista.