El lunes 6 de mayo una bomba molotov fue arrojada en una habitaciónde un edificio de Barracas. En ella se encontraban durmiento cuatro personas. Como resultado de la explosión, una de ellas murió breve lapso después, dos quedaron heridas de gravedad y la restante con lesiones leves. Conforme pasaban las horas, el cuadro de las víctimas graves se agudizó. El miércoles 8 murió una de ellas. Luego, esta semana, el lunes 13, murió la tercera. Las personas era mujeres. La bomba fue arrojada por un hombre de 62 años. Un vecino del mismo edificio que maltrataba a sus pares locatarias desde hacía meses por ser lesbianas. “Tortas, gordas y sucias” eran algunos de los epítetos que el lesbicida acostumbraba a emplear en su hostigamiento.

Resulta imposible desligar este crimen del clima de odio y violencia instalado por el discurso del actual presidente de la Nación. De manera explícita, Javier Milei ha denostado los discursos de los feminismos y de la diversidad sexual cada vez que ha tenido oportunidad, además de eliminar el Ministerio de la Mujer y prohibir el uso del lenguaje inclusivo. Para no hablar del ataque feroz y casi cotidiano contra todo aquel que no acuerde con sus muy particulares ideas y puntos de vista, al punto de caer en el ridículo, tal como aconteció en oportunidad de su intervención en el Foro de Davos, donde las risas circularon entre varios de los periodistas presentes. Pero las risas se convierten en violencia explícita cuando la escucha va por cuenta de sujetos carentes de la más mínima empatía con el semejante, tal como es el caso del tirabomba lesbicida que convoca estas líneas. Y tal como es el caso del actual presidente, cuyo rasgo discusivo saliente, hay que decirlo, es el de gozar con el sufrimiento ajeno.

El entorno que rodea a Milei no le va en zaga. De hecho, pocos días después del demencial atentado, un medio radial concedió una hora y media de entrevista al biógrafo oficial de Milei, quien desgranó los más retrógrados conceptos sobre la realidad humana, política y social. Para Nicolás Márquez, la homosexualidad es una enfermedad y una conducta autodestructiva fomentada desde el Estado que “la promueve, la incentiva y la financia”, cuestión que persistía hasta que, por supuesto, llegó Milei. Habría que retrotraerse a los más recalcitrantes conceptos decimonónicos --la frenología, por ejemplo-- para encontrar formulaciones tan absurdas, estigmatizantes y por sobre todas las cosas: falsas. Lo cierto es que, más allá de algún que otro reparo, el entrevistador no contrastó los datos estadísticos que aportaba el homofóbico (una persona homosexual vive veinticinco años menos que un heterosexual; los homosexuales tienen un siete por ciento más de tendencia a las drogas; catorce por ciento más de tendencia al suicido; y bla...), ni repreguntó sobre el origen de las concepciones y argumentaciones expuestas.

Por si fuere necesario dejarlo en claro, en 1915 Freud enfatiza que “La investigación psicoanalítica se opone terminantemente a la tentativa de separar a los homosexuales como una especie particular de seres humanos”[1]. Y por su parte Lacan observa que: “En el psiquismo no hay nada que permita al sujeto situarse como ser macho o ser hembra”[2]. Por eso, decir que este viernes 17 de mayo se cumplen apenas 34 años desde que la Organización Mundial de la Salud excluyó a la homosexualidad de la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y otros Problemas de Salud, no es tanto un cargo contra los homofóbicos sino, quizás, la demostración de que la pasión por la ignorancia --tal como afirma Lacan-- es la que domina a todo ser hablante, homofóbico o no. De hecho, mucho antes de la elección que coronó su acceso a la Casa Rosada, Milei había dejado en claro su manera de pensar y sin embargo cosechó millones de votos.

Lo cierto es que la furia homofóbica hinca sus raíces en una compleja condición de estructura. Nuestra más temprana constitución subjetiva es paranoica. Conformamos nuestra imagen corporal en base a la imagen del otro. Somos nuestros primeros vecinos. El estadio del espejo se ha dado en llamar ese momento que transcurre a los nueve meses de vida en la que un niño/a descubre su imagen en el espejo. El júbilo ante tal hallazgo esconde sin embargo la necesidad de la aprobación del Otro, de la Autoridad que aprueba con su gesto y sonrisa ese encuentro fundante. De hecho, es un observable el giro que hace la criatura de cara hacia el adulto para compartir la emoción del hallazgo. Cuando algo de esta maniobra originaria no alcanza a cumplirse, la sospecha, el odio y el rechazo le ganan la partida a la dialéctica y la tramitación simbólica necesarias para que ese reflejo guarde un lugar a la propia singularidad. No queda espacio para la Diferencia. Así, ese otro imaginario se torna en un perseguidor que instila el odio más acendrado e irracional, por más encubierto que esté tras discursos de moral y buenas costumbres.

Desde ya, la más inmediata y obvia observación es que ese vecino perseguidor allí en el espejo es del mismo sexo de quien lo observa. Luego, la paranoia derrapa hacia el odio homofóbico. Lo paradójico de todo este desenlace es que el odio, en última instancia, resulta ser odio a una atracción insoportable presente en el propio sujeto.Todo lo cual invita a preguntar qué esconde el vecino homofóbico tras su aberrante odio militante. Basta comprobar los efectos del espejo social cuando la tramitación simbólica que da lugar a la Diferencia constitutiva de toda comunidad hablante se empobrece por los insultos, agravios y desprecios de quien detenta la Autoridad. Es que el individualismo carga consigo una notable paradoja: para cobrar consistencia necesita un Enemigo, es decir, un Otro a quien odiar.

A las pruebas nos remitimos.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

Notas:

[1] Sigmund Freud, “Tres ensayos de teoría sexual”, en Obras Completas, A. E. Tomo VII, p. 132 (nota al pie)

[2] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 11, “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 212.