La huella que venía siguiendo terminaba en la puerta de un rancho abandonado. Alrededor, el terreno se había transformado en una especie de salar repleto de agua. Lanzó una piedra que se hundió lentamente en el centro de esa laguna blanca. El fondo era difícil de calcular, pero supo que iba a ser imposible cruzarla. Estaba perdido en algún punto de la meseta de Somuncurá, en Río Negro. Venía viajando desde Neuquén y había caminado todo ese día empujando su bicicleta entre charcos de agua que le llegaban hasta las rodillas. Decidió armar la carpa y pasar la noche. Cuando se despertó, el agua del salar y de sus botellas se había congelado. Diego Andrich volvió a llenar las alforjas de su bicicleta y retrocedió 60 kilómetros para encontrar otra ruta. Sabía que ese sendero extraviado iba a alterar su planificación, pero la sensación que tenía era la misma que cuando empezó a pedalear: se había ganado un día más.
“Lo primero que te cambia cuando empezás a viajar en bici es que te das cuenta que no existe el ‘tiempo perdido’. Es una de las formas más rápidas para entender eso de que el viaje es el destino. Todo lo que avanzás, lo avanzás con tu sacrificio. Cada metro pedaleado es siempre tuyo”, dice Andrich, que lleva más de 25 años planificando todos sus viajes en bicicleta. En ese tiempo, también eligió las dos ruedas para mudarse desde Puerto Madryn a San Luis y para ganarse la vida en esa primera ciudad, manejando un bici-taxi. “En la bici, la percepción que tenés de las distancias y del tiempo se transforma por completo. El paisaje que capaz pasabas de largo en unas horas arriba de un auto o un micro, en bici lo transitás durante dos o tres días enteros. Esa exposición te hace sentir con mucha más intensidad todo lo que te rodea”.
Los cicloviajeros hablan de incontables beneficios para la salud, de una consecuencia natural a partir del aumento de gente que se mueve en bicicleta en las ciudades, de la oxigenación, la felicidad, la creatividad, la posibilidad de alcanzar un estado meditativo al pedalear incontables horas. El ritmo al que siguen creciendo las experiencias sobre las dos ruedas, narradas en infinitos blogs de viajeros o convertidas incluso en un medio de vida, abre la pregunta: ¿quiénes son los que eligen transitar sus caminos a fuerza de sudor y pedaleo?
VIAJEROS AL ENCUENTRO En su tienda destinada a instruir y equipar a todo aquel que viaje en bicicleta, Diego Andrich fue entrando en contacto con viajeros que le hablaban sobre la falta de encuentros en los que compartir sus experiencias, sobre la posibilidad de reunirlas más allá de los canales virtuales. Entre ellos estaba Fabián Wagmister, director del Centro Cultural cheLA (Iguazú 451), un enclave en el barrio de Parque Patricios en el que confluyen artistas, diseñadores, constructores y artesanos. Allí armaron en conjunto el proyecto Cadencia. Biciviajeros al encuentro, que este fin de semana reúne a viajeros de toda América en una serie de actividades que van desde las charlas y la proyección de documentales hasta la prueba de bicicletas de viaje cargadas con distintos pesos, talleres de ciclomecánica y la planificación conjunta de nuevas travesías.
“Me subí a la bici hace seis años y desde ahí no me bajé más. Me fanaticé y empecé a estudiar mucho también. El auto quedó juntando polvo en el garaje. La sensación de libertad, el placer de moverte gracias a tu cuerpo te cambia la cabeza. Cuando empezás a viajar arriba de la bici, con cada diez o veinte kilómetros que hacés, sentís que podés llegar a dar la vuelta al mundo. Te das cuenta de que no es un esfuerzo sobrehumano”, dice Wagmister. Dentro de cheLA, este profesor de de la carrera de Cine, Televisión y Medios Digitales de la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA) –que vive la mitad del año aquí y la otra en Estados Unidos– diseñó el proyecto Pedalúdico, un laboratorio de experimentación con bicicletas. A través de ese espacio fue concretando desde intervenciones urbanas sobre las dos ruedas y pedaleadas artísticas –incluidas en la Bienal Arte Joven Buenos Aires– hasta viajes cada vez más extensos en los que el objetivo se convertía siempre en atravesar un nuevo desafío. El último de esos viajes, en abril de este año, fue desde cheLA hasta Cazón, provincia de Buenos Aires: una pedaleada “transterritorial” que lo llevó junto a un grupo de viajeros, durante largas jornadas, desde la dureza del cemento porteño hasta recónditos caminos rurales de tierra blanda y arcillosa. “Habíamos hecho más de cien kilómetros el primer día, y nos pasó que una compañera, que era su primera vez, a los sesenta ya sentía que no podía más”, recuerda Fabián Wagmister. “Entonces hubo una cosa grupal de levantarla emocionalmente: vos tomá la delantera y marcá el ritmo, no importa la velocidad, vos llevanos. Y de repente iba solita a veinticinco kilómetros por hora. Salir en bici tiene mucho que ver con el hecho de andar superando retos personales”.
Para Andrich y Wagmister, planificar un viaje en bicicleta abre una serie de preguntas que se disparan en un orden casi imposible de modificar. ¿Qué quiero conocer? ¿Con cuántas personas voy a viajar? ¿Qué equipo necesito? “El viaje te lo tiene que ordenar ese lugar que te llama, sino lo que te puede pasar es que se te hace imposible sostener el esfuerzo de cada día de pedaleo”, asegura Diego Andrich. “Una vez que tenés eso, hay que pensar si querés bancar el viaje solo con tus pensamientos o si tenés una pareja, una familia o amigos que buscan lo mismo. A partir de ahí empiezan a aparecer una serie de personas y lugares inesperados que te van a cambiar cualquier planificación. Arriba de la bici desaparece esa lógica de ‘llegar rápido al próximo pueblo’. Te pone todo el tiempo en el presente”.
MOTORMÚSICA Los dos destinos iniciáticos más elegidos por los cicloviajeros argentinos se abren en direcciones opuestas, desde el territorio, el paisaje y el clima: el Camino de los Siete Lagos y la costa de Uruguay. “Mi primer viaje lo planifiqué solo leyendo blogs. Aprendí con un mecánico amigo a emparchar y desarmar las ruedas para cruzar la bici en barco a Montevideo y me largué. El miedo más grande que tenía era saber qué me pasaba si se me rompía la bici en una ruta sin nadie alrededor”, dice Natalia Mansueto, una de las viajeras organizadora de Cadencia y fundadora del Taller Abierto de Reparación de Bicicletas en Agronomía. En ese primer viaje, en marzo pasado, pedaleó 300 kilómetros en 17 días, desde Montevideo hasta la ciudad de Valizas, cerca de la frontera con Brasil.
“En medio del viaje tuve que rodear la Laguna de Rocha y era una ruta muy desolada. Paré en una estación de servicio, que son como oasis, y me encontré con un entrerriano de 60 años que iba a hacer la misma ruta que yo”, recuerda Natalia Mansueto. “Pedaleamos juntos ocho horas y nos agarró la noche. Yo nunca había estado en una ruta de noche. No hay nada. Está todo oscuro y se escucha solo la bici andando. Y él por suerte tenía focos suficientes para los dos. Fue como un enviado del más allá para mí”. En todo su recorrido por Uruguay, Natalia casi no pagó hospedaje. Utilizó una de las herramientas clave de los cicloviajeros: el WormShower, una plataforma digital dentro de la que los viajeros en bicicleta se encuentran para pedir y ofrecer techo y comida. “Cuando estás en la bici se activan otros niveles de solidaridad en la gente. Personas desconocidas que te quieren ayudar y te dicen ‘estás loco’, ‘no entendemos qué estás haciendo’ –dice–. Te vas de la casa y al rato aparecen al lado tuyo con el auto, invitándote a un asado. El mundo empieza a funcionar de otra manera”.
Ese cambio, para Natalia y para la mayoría de los cicloviajeros, tiene que ver con la confianza que se transmite al viajar utilizando el propio esfuerzo como único combustible. “En la ruta cantaba mucho. Me grababa y me gustaba escucharme. Después gritaba, no me importaba más nada –cuenta Natalia–. En ese viaje sentí mucho el empoderamiento sobre uno mismo”. Esa potencia interna que encontró sobre las dos ruedas fue también uno de los puntos clave en la evolución del feminismo. Las crónicas anarquistas de fines del siglo XIX describen a la bicicleta como el instrumento fundamental de liberación femenina en esa época. “Eran las mujeres que luchaban por el voto femenino –explica Fabián Wagmister–. La bicicleta les permitía rajarse de su casa y estar a treinta kilómetros cuando lo necesitaba y las llevó a revalorar su cuerpo. En ese tiempo no se permitía que la mujer fuese atlética, y la bici les dio esa posibilidad”.
La historia que nuclea a hombres y mujeres arriba de una bicicleta encuentra como un fuerte punto de enlace el crecimiento a partir de los desafíos personales: desde la primera vuelta al mundo al mundo en 1884, hecha por el inglés Thomas Stevens sobre una Big Wheel –aquellas con una rueda inmensa adelante y una pequeña atrás– hasta la del argentino Pablo García, que acaba de culminar un recorrido de más de 160.000 kilómetros y 100 países a lo largo de 15 años. “Cada vez que hago alguna locura en bici, sea un viaje, subir y bajar la misma montañita las veces que sea necesario para igualar una subida al Everest, andar siete noches consecutivas por Buenos Aires, siento que termina siendo más importante para mis hijos que para mí. Ellos se enchufan en esa locura de lo que es posible a partir del cuerpo de su papá. Les puedo transmitir esa idea profunda de que sin motor sos más vos”
EQUILIBRISTAS DE LA NATURALEZA Si bien la mayoría de los cicloviajeros hacen referencia una y otra vez al amateurismo como el germen de sus experiencias sobre las dos ruedas, el aumento exponencial de viajeros que eligen registrar sus experiencias y transmitirlas en cientos de blogs, libros, películas, fotografías y hasta podcasts radiales, dio lugar a un fenómeno insospechado: cicloviajeros que generan dinero en movimiento. En la Argentina, el caso que llevó más lejos este tipo de experiencias es el de La vida de viaje –que hoy suma más de 230.000 seguidores en su cuenta de Facebook–, una pareja de expublicistas que decidieron renunciar a su trabajo, armar un proyecto de producción de crónicas viajeras para obtener financiación y largarse a la ruta. En su primer viaje, a comienzos de 2013, recorrieron de punta a punta la Ruta 40, financiándose con la venta de postales y el patrocinio de empresas fabricantes de bicicletas, alforjas, carpas, bolsas de dormir y equipamiento para viajeros. Recorrieron 6600 kilómetros en nueve meses, y lo que descubrieron a lo largo de esa mítica ruta fue que podían vivir de otra manera.
“Después de cinco años de vivir viajando en bicicleta, lo que nos sucedió es que terminás llevando todo a hechos conceptuales. Se te hace difícil individualizar las experiencias. Lo más intenso es que llegás a tener esa sensación de que podés morirte y saber que está todo bien, que aprovechaste tu tiempo en este lugar”, dice Andrés Calla, que hoy presentará en Cadencia, junto a su compañera Jimena Sánchez, la última de sus películas de viaje: 1247, en la que narran su recorrido por la Carretera Austral de Chile, avanzando entre fiordos, lagos y montañas en el extremo sur del mundo. “Arriba de la bici, por un lado te volvés a amigar con la raza humana, por el dar y recibir desinteresadamente, la hospitalidad. Pero del otro, también ves que toques donde toques hay algo podrido, ves que en cada pueblito tenés un caso de corrupción, un lugar donde viven 50 personas y el intendente corta su campo con un tractor del estado que tiene en la puerta de su casa”.
El encuentro de realidades opuestas genera una certeza implícita: todo se vuelve más intenso pedaleando. “La bicicleta te da un viaje completamente sensorial, todo a flor de piel. Sentís el calor, los olores, el frío, el polvo, el rocío, si llueve te mojás, si hay sol te quemás, el cuerpo te vibra, el viento te empuja, te frena y te seca la boca”, dice Diego Andrich. Para Andrés y Jimena, esa posibilidad de percibir el mundo con tanta intensidad es lo que se va convirtiendo en un llamado para los cicloviajeros. “Después de pedalear mucho te querés ir a lo natural. Ahí encontrás pureza, mundo real. Cuando experimentás los tiempos de la naturaleza, ves que no hay maldad en ese mundo real –sostiene Jimena Sánchez–. Estar en esa parte primitiva de nosotros es un momento de éxtasis. Eso se hace adictivo. Estás en lugares donde todo tiene vida. Acá en la ciudad está todo muerto. Y cuando pedaleás, energéticamente, todo el entorno empieza a tener la aguja muy arriba”.
Desde que comenzaron a viajar, Andrés y Jimena recorrieron casi todas las provincias de Argentina y también trabajaron para distintos diarios y para el ministerio de Turismo de la Nación. Pero en el medio de la ruta, tuvieron que preguntarse si era posible equilibrar la intensidad de sus viajes con la necesidad de financiarlos. “Muchos piensan que estás disfrutando al cien por cien, pero si querés laburar de esto te lleva muchísimo tiempo. Tenés que pensar en las notas, escribir, reescribir, pensar en las baterías, las tomas, las cámaras. Y después te preguntás para qué estás haciendo esto, si es para vos o para una marca”, se sincera Andrés Calla. “Uno busca salirse de la matrix y corrés el riesgo de entrar por el otro lado. Pero apenas sintamos que la balanza se nos fue para donde no queremos, nos bajamos de la bici”.
Los infinitos caminos que se abren al decidir emprender viaje en bicicleta se ampliaron a una nueva dimensión en este siglo. El uso de tecnologías digitales que permiten compartir las experiencias de manera directa funciona como disparador de nuevas experiencias. “Hoy la información circula mucho más y te enterás enseguida que hay una pareja haciendo todos los cruces de Los Andes –un proyecto titulado Nación Salvaje–, que una americana viene bajando desde Alaska hasta Tierra del Fuego, ves en tiempo real los circuitos de Traslasierra en Córdoba, la zona de Cuyo, el noroeste argentino, los Valles Calchaquíes”, dice Fabián Wagmister. “El 99,99% de Argentina son caminos para viajar en bicicleta”.
Detrás de todos esos viajes, lo que parece anidar entre las dos ruedas es una experiencia que vuelve sobre una de los impulsos más primarios del ser humano: encontrar ese tan anhelado aquí y ahora. “Arriba de la bicicleta no podés mirar constantemente adelante porque te comiste todos los pozos y te rompiste los dientes, ni tampoco abajo porque terminás dando vueltas en círculo –dice Andrés Calla–. Tenés que estar en el horizonte y también con una mirada cercana. Termina siendo un ejercicio filosófico: aprender a andar siempre en equilibrio y para adelante”.