El ensayista colombiano Efrén Giraldo cuenta en su libro Un ensayo sobre la flora. Sumario de Plantas oficiosas (Ediciones Godot), que se decidió a escribirlo cuando se enteró de que había árboles que habían sobrevivido a la bomba de Hiroshima y seguían floreciendo, algunos inclinados hacia el epicentro, como señalando con el dedo el lugar de donde había surgido la herida. Esos árboles guardaban en su cuerpo esquirlas, guijarros, hierros, restos de la bomba. No habían expulsado esos restos, con ellos convivían más de setenta años después como para seguir siendo memoria de aquel horror.
Luego se entera de que uno de esos árboles, un alcanforero, está en el campus de su universidad. Pero se pregunta por qué nunca lo vio y se preocupa por él mientras escribe notas para su ensayo, durante la pandemia, cuando no puede visitarlo.
Con el correr del tiempo descubrirá que el árbol nunca fue plantado, que sigue en su maceta ocho años después de haber llegado. La historia de ese alcanforero que no fue alojado en tierra colombiana con los honores que debía, lo lleva a escribir un libro exuberante y rizomático sobre nuestra relación con el mundo vegetal.
En la pandemia muchas personas empezaron a interesarse por las plantas, la potencia ecológica de los vegetales, la importancia de la naturaleza para nuestra supervivencia como humanidad. Surgieron muchos libros de ficción y no ficción donde los jardines son más o menos protagonistas, con tapas muy agrestes y coloridas. Y hubo muchos cambios de vida, cambios de hábitat, autoexilios al campo o a la montaña, buscando el verde que en las ciudades es un bien escaso y en esos años se hizo más que necesario.
Ahora me entero de que 2020 fue el año del aniversario del nacimiento de Clarice Lispector y que ella tenía también un vínculo especial con la vegetación, que era capaz de entender lo que significa ser una planta, ver el mundo como flor. Ese año, Elena Odriozola, ilustradora española, recuperó el libro De Natura Florum de Lispector, que se publicó por primera vez el 3 de abril de 1971 en el periódico Jornal do Brasil, de Río de Janeiro, y en 1984 integró el volumen A Descoberta do Mundo. Lo acompañó con ilustraciones del mundo vegetal narrado por la escritora y lo publicó. Esta especie de herbario en prosa se estructura a partir de veinticuatro entradas; las primeras cinco son definiciones botánicas generales, las restantes diecinueve son descripciones de flores, como solo podía hacerlo Clarice, adoptando la subjetividad de las plantas. Si para Alejandra Pizarnik la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos, Clarice destruye toda distancia con las especies vegetales, no son objetos para ser adorados o controlados, sino para ser comprendidos y descubiertos en su personalidad. Allí habla por ejemplo de la indolencia de las prímulas para abrirse en primavera, la alegría del crisantemo con su aire despeinado y capaz de controlar su indisciplina. Dice que la flor del cactus es la venganza jugosa de la planta desértica, que la dama de noche es para quien ama el peligro, que la siempreviva está siempre muerta y que la violeta es introvertida y dice cosas que no se pueden decir.
En un momento de tanta muerte afloró la necesidad de huir de la muerte volviendo a la tierra.
El vínculo de las plantas con la vida parece más evidente, pero entonces se nos hizo más notoria esa otra relación con la muerte. Llevarle flores a los muertos es una costumbre muy arraigada por acá y hay otras tantas mucho más íntimas. Giraldo piensa a los muertos y muertas de su familia y amistades durante la pandemia y en su juventud como plantas, flores cortadas antes de tiempo. Piensa también en qué árbol o arbusto recibirá los cenizas de su cuerpo muerto cuando llegue el momento.
En La hora del diamante. Diario de un duelo, Luis Ignacio García une también el año de la peste, 2020, con el año del duelo 2021. Si el primero fue el año de los duelos masivos, el segundo tiene para él la impronta de un duelo privado, el de haber perdido a una pareja. Aunque él plantea la necesidad de no hacer estas diferencias, más bien propone desprivatizar los duelos y hacerlos públicos.
Mientras hace el duelo, García escribe un diario y dice que las dos tareas que le hacen bien son cuidar del jardín y escribir sus apuntes. El día que retira las cenizas de la pareja decide hacer un ritual en el jardín y unirlas junto a un árbol, un ciruelo, que verá luego desde su ventana cada mañana al levantarse y le hará verla --el árbol-ella--, cada día. “El ciruelo: vida y pasaje a otro reino”, escribe.
En El velo negro, Anny Duperey, quien perdió a sus padres cuando tenía ocho años, decide después de treinta años intentar ponerle palabras a lo que ha sido una vida de negación, aparente insensibilidad y mutismo sobre esa herida. Intenta recordar algo de la vida con ellos. Decide apelar a unas fotos tomadas por su padre --fotos de la familia, pero también de paisajes y distintos escenarios--, para que las evocaciones vuelvan a ella. Así, a lo largo de casi doscientas páginas habla de la imposibilidad del recuerdo, de la emoción, de aceptar la muerte de sus padres aun tantos años después. Hasta que un día empieza a desmalezar un jardín. Estaba en su casa nueva ubicada en una zona alejada de la ciudad y empezó a cavar el suelo con una pala, lo que provocó en ella una emoción potente, tanto como para que tuviera que sentarse y, por fin, lograr llorar esas muertes como una niña. Ella asocia su “aterrizaje” con el hecho de tocar la tierra, cavarla, removerla, pisarla. La tierra donde ellos están, dice. Luego tuvo un sueño revelador una noche después de que había plantado unos lirios en su jardín en el marco de una incipiente pasión por la jardinería. Araba un sótano a pesar de que la gente le decía que no lo hiciera y de pronto, para sorpresa de ella misma, surgían en ese suelo flores con colores vivos y frescos. Duperey rasca, tiende hacia las raíces, así como lo hace en su libro, buscando en la oscuridad de su memoria, deseando que como de esa labranza de una tierra muerta en el fondo de un sótano, nazca en ella una fuerza nueva y viviente.
A mí también la muerte me hizo tomar cierta conciencia vegetal. Ahora tengo mi flora personal, como dice Giraldo, hecha de plantas que logré salvar del jardín de mi madre, después de que ella muriera, y otras que fui incorporando por gustos personales. Mi jardín es muy modesto si lo comparo con el suyo, pero me hace compañía. Conviven en mi terraza las suyas y las mías en una especie de familia botánica ensamblada que intento mantener a raya, cuidada y encarrilada. Entre ellas está una orquídea tan grande que había reventado su maceta. La muerte de mi madre, mi bomba de Hiroshima, no había podido con ella. Decidí hacer hijos de esa gran planta. La destrocé para que salieran seis o siete --a veces los hijos destrozan a las madres--; y dejé rastros de ella en distintas casas, como las migas de pan de Hansel y Gretel, para no perderme.