Volar en globo aerostático tiene una única certeza: el lugar de despegue. En este caso, es un predio de 30 hectáreas llamado Balloon Park, kilómetro 187 de la ruta 6, en el partido de Campana. Pero todo lo demás –todo– es pura incertidumbre: velocidad del vuelo, altura que alcanza y hasta lugar donde aterriza. Todo, depende. Porque se trata de un viaje que va a la velocidad del viento.
Es un sábado primaveral de octubre, y estamos en el Balloon Fiesta Argentina, único festival de globos aerostáticos que se hace en el país y segundo más importante en América Latina. Esta es su décima edición y junta en un mismo lugar arte, deportes y ecología además de, claro, todo lo que pueda interesarle a los fanáticos del aire. “El objetivo es mostrarles a los padres y chicos que algo que creen que no es tan común es, en realidad, algo común. El que vuela en globo no es un loco, es alguien formado, que estudió. Y cualquiera puede hacerlo, es una forma de vida como cualquier otra”, dice Roberto Stocker, quien junto a Germán Lestani y Eduardo Del Torto se encarga de organizar el evento. Desde el mediodía, familias enteras se pasean entre los juegos inflables, los talleres para chicos, los espectáculos de magia y circo, y los food trucks que se ubican en el patio gastronómico. Todo sucede mientras unos cinco barriletes resaltan en el cielo.
Pero la realidad es que los 8000 que vinimos hasta acá estamos esperando una sola cosa: ver el cielo salpicado con los once globos aerostáticos que en un rato van a volar. Todavía no están dadas las condiciones climáticas para hacerlo, por lo que toca esperar. Los mejores momentos para los globos son las dos horas posteriores al amanecer y las dos horas previas al atardecer. En el resto del día, el viento molesta y hasta complica el vuelo. Si bien acá se percibe una brisa breve, que apenas zarandea algunas de las hojas de los árboles, en el cielo es otra cosa. Y cuando se trata de globos parece que en el cielo todo es otra cosa. Desde acá, desde la Tierra, se ven como puntitos negros que resaltan entre tantas nubes esponjosas. Pero en realidad son gigantes de 23 metros, altura equivalente a un edificio de siete pisos.
La vida útil de los globos es de unos cinco años, y en ese tiempo hacen ese trayecto –de la Tierra, al cielo; del cielo a la Tierra– unas 400 veces. Es decir, 400 viajes de una duración promedio de una hora. Es decir, dos tanques completos de gas, ese mismo que se usa para cocinar, pero en lugar de ser gaseoso está en estado líquido.
CÓMO FLOTA EL GLOBO Cristian Herfert es piloto desde hace 16 años y me explica todo el funcionamiento: “Cuando aplicás quemadores, calentás el aire que hay dentro del velamen –la parte circular– y eso hace que tenga menor densidad, por lo tanto menor peso respecto del aire que lo circunda. Esto permite que ascienda. Cuando querés bajar, si no tenés mucho apuro esperás que solo se vaya enfriando el aire y va bajando el globo. Si querés acelerar el proceso tenés una soga que se tira y abre como una tapa arriba del globo, que permite salir el aire caliente. Eso hace que se enfríe antes y puedas bajar más rápido”.
Él es –era– ingeniero industrial y músico, y su historia tiene marcado un antes y un después del día que vio por primera vez un globo. Fue gracias a su suegro, Rolf Hossinger, la primera persona en traer un globo de aire caliente a la Argentina, en 1973. “Estuve ayudándolo durante diez años, sin poder pilotear, simplemente armaba, desarmaba, le manejaba la camioneta. Hasta que un día me pude comprar un globo, hice el curso y no paré. Es algo que no deja de enamorarme y sorprenderme”, cuenta Cristian. Durante un tiempo se dedicó a organizar vuelos para pasajeros, pero ahora trabaja con empresas y estampa los anuncios en sus globos. Es un buen negocio, porque en el cielo no hay publicidad con la que competir.
ARMADO Y DESPEGUE El sol empieza a bajar y esa es la señal que esperamos. Sin embargo, las condiciones meteorológicas siguen sin ser las mejores y el viento, que ya no es brisa, llega a los 30 kilómetros por hora. Pero los pilotos, ante la expectativa de todos nosotros, deciden volar igual.
Empieza el armado e inflado, que dura unos 15 o 20 minutos. Cuatro hombres estiran con esfuerzo la tafeta resinada que forma la envoltura del globo, que estaba doblada encima del pasto. Les veo la cara de fuerza y pienso que no imaginaba que esa tela pesara tanto; más tarde, me voy a enterar de que tiene unos 100 kilos aproximadamente. El aire empieza a moldear de a poco la tela, la amasa, hasta darle finalmente la forma circular. Entonces el globo se levanta, se despierta de golpe, mientras dos, tres y hasta seis hombres lo atajan y luchan desde adentro de la barquilla para darle estabilidad. Y de repente, como si alguien cortara un hilo que los sostiene anclados al suelo, uno a uno los globos se empiezan a soltar. Los pilotos saludan una vez en el aire, y se ve una lengua de fuego que se prende desde la barquilla. Estoy segura que ahora hay un celular per cápita capturando este instante. Estamos todos como chicos, emocionados, como quien todavía mira la vida con sorpresa. “Es increíble esto, ¿no?”, me pregunta sin preguntar un fotógrafo que está al lado mío. No lo conozco, pero estoy segura que esa es la sonrisa que tiene ante los momentos extraordinarios.
Pienso cómo debe sentirse estar flotando ahí arriba, a una altura superior a la de la Torre Eiffel. Le pregunto a Cristian. Dice: “Es como estar en un balcón a 500 metros, donde todos los problemas que tenés todos los días los ves desde otra perspectiva. Es un poco terapéutico. Entre el silencio que hay, la posibilidad de ver a 360 grados y lo chiquitas que parecen las cosas, tomás conciencia de quién sos en la Tierra. Cuando estás ahí, sos una partícula más en el viento”.
La voz del locutor que sale por el altoparlante recuerda que en un rato se viene el inflado nocturno acompañado de un show de luces y fuegos artificiales. Por eso, dice, las camionetas ya salieron para buscar a los globos y sus respectivos pilotos al lugar incierto en el que vayan a parar. Mientras tanto, los globos siguen alejándose, yendo rumbo a la incertidumbre. No se sabe dónde van a aterrizar, ni a qué velocidad viajarán. La certeza se quedó acá, en la Tierra, lejos del cielo en el que ahora navegan los pilotos. Después de todo, de eso se trata esta aventura.