La casa en Turdera en la que Léonie vivió ya no existe, una topadora arrasó con la historia y con el pedido de algunos vecinos por conservarla. En los rincones de aquella casaquinta -evocar rincones con los pies sobre el baldío provoca una tristeza urdida con alegrías dantescas-, Léoni escribía cartas, dibujaba, hacía listas con las tareas de la casa (fue madre de siete varones y de una mujer), armaba bocetos que después pintaba en su atelier de la calle Maipú en Buenos Aires (así lo contó su bisnieta Paula Léonie Vergottini), le pedía ayuda a la mujer que trabajaba en la casa y organizaba algunos de sus viajes a Jujuy, a Bolivia, a Machu Picchu.
Había nacido en Troyes, muy cerca del Sena y a menos de doscientos kilómetros de París, pero había elegido vivir en la Argentina con su marido, el retratista asturiano Francisco Villar, a quien conoció en España. Se casaron en Buenos Aires en 1912. Antes de descubrir el sur lomense de Turdera en el límite con Llavallol, donde vivió casi toda su vida argentina y donde murió el 31 de julio de 1952, cinco días después de Eva Perón, Léonie estudió en la Escuela de Bellas Artes de París y fue una de las primeras alumnas en poder ingresar a las aulas porque antes las mujeres tenían la entrada prohibida.
La pintora francesa que eligió el sur del conurbano bonaerense eligió también pintar la historia de su patria nueva. Habló con historiadores, hizo preguntas, leyó crónicas, buscó iconografías y armó las escenas simbólicas que la memoria patrimonial evoca. ¿Cuántas obras suyas fueron convertidas en esas figuritas escolares que se pegaban con plasticola en los cuadernos? ¿Cuánto tiempo vimos ese cabildo sin saber que lo había pintado una mujer y que esa mujer era Léonie? Por encargo y para celebrar el IV Centenario de la Fundación de Buenos Aires Léonie pintó la primera serie de sus trece cuadros: “Historia de la Patria a través de la Plaza de Mayo” que se expusieron en la Farmacia Franco Inglesa de Florida y Sarmiento y que ahora se exhiben en el Museo Saavedra de la Ciudad de Buenos Aires.
La paisajista de la historia, la mujer con obra firmada que pintó la revolución y ganó en 1919 el premio para artistas extranjeros en el Salón Nacional por su obra “En la quinta”, la de los murales coloniales de las estaciones de subte, la que se enamoró de Tilcara y montaba a caballo con sus pinceles a cuesta fue olvidada durante mucho tiempo, casi una desconocida. Hace algunos años, una retrospectiva en clave feminista y familiar (su bisnieta tenía la isla del tesoro: cartas, bocetos, objetos, cajas, baúles y fotografías que descubrió en el sótano de la casa demolida), le dieron luz de sala y herencia.
Léonie pintaba con acuarela (gouaches) buscando el color de la verosimilitud que tiene el rescate cuando lo funda el ensueño: “El objetivo de mi vida ha sido la reconstrucción y evocación del pasado a través de la pintura” (Léonie Matthis). Sus escenas de calle son escenas en agitación colectiva, no hay retratos (esos los dejaba para cuando pintaba a las mujeres de clase alta que la contrataban) ni soledades, hay vista panorámica y multitudes. Un colorido movimiento quieto, el mejor plan de derroche que planeamos cuando queremos fundar lo que puede ser transmitido o legado.