Seis y media de la mañana. Acompaño a mi hijo a tomar el colectivo. Aún no amaneció. A pocos metros de la parada está el contenedor de basura, y Don Juan, el almacenero, barre la vereda, eliminando los vestigios de la batalla contra la malaria que dejaron los cirujas en la madrugada.
–¿Se cayó de la cama Don Juan? –le pregunto con esa impunidad que te da ser viejos vecinos.
–Al que madruga dios lo ayuda Carlitos. –me contesta , sonriente, perdonándome la chanza.
De manera automática, casi refleja, le retruco, con una mirada cómplice:
–Sí don Juan , pero no por mucho madrugar amanece más temprano.
Don Juan cambia el semblante. Y, con una mirada torva, me dice:
–Ese dicho es de vagos , yo laburé toda mi vida.
Y la emprende de nuevo con la escoba, enérgicamente, como queriendo arrancar las baldosas del piso.
Mi hijo, hasta ahora espectador silente, me mira asombrado y viene a mi rescate:
–Pa, viene el bondi.
Aprovecho para huir prudentemente de la compañía de mi vecino, antes de que la conversación rumbee hacia lugares que prefiero no visitar.Al menos no tan temprano. Despido a Fran , que me saluda desde la ventana del 143.
Ahora , caminando hacia mi casa, y sin detenerme mucho en el enojo de don Juan, trato de entender la razón por la cual contesté tan rápidamente a la manifestación de sabiduría popular que me obsequió, y para colmo, de la misma manera y en el mismo tono!.
Dos refranes. Un diálogo prefabricado con un guión escrito en el principio de los tiempos. Palabra por palabra.
Entro a casa, pongo la pava en el fuego como todas las mañanas, automáticamente, como le contesté al almacenero.
Algo me resuena en el mate mientras preparo el ídem. ¿Que corno es un refrán?. “Dicho agudo y sentencioso de uso común”, reza San Google, y agrega: “El refrán tiene intención didáctica, moral e incluso filosófica”.
Claro. Frase corta, satisfacción garantizada. Un menú de comentarios adecuados con la capacidad de convertirse en axiomas irrefutables.
Frases disparadas con la eficiencia (y la inteligencia) de un guacamayo.
Evidentemente, es un mecanismo que nos cae muy simpático, y por eso lo adoptamos tan candorosamente, dándole abrigo en nuestro lenguaje.
Así como el polaco Tardewski, el personaje de Piglia que soñaba con una novela escrita totalmente a base de citas, creo que nosotros también soñamos con ese discurso perfecto, donde todo encaja, sin espacio para la incertidumbre. Porque, finalmente: ¿Qué mejor que tener la palabra justa para el momento justo?
¿Llueve? “Siempre que llovió, paró”.
¿Caíste en desgracia?. “No hay mal que dure 100 años”.
¿Cae en desgracia tu vecino,ese que te cae mal? “El que la hace la paga “.
¿El hijo de tu vecino? “De tal palo tal astilla”.
Contundencia, musicalidad y repetición. La Fórmula perfecta.
El día es hermoso, y hoy el mate me despertó más de lo usual. Mientras le doy una chupada a la bombilla, a través de la ventana de la oficina veo como discurre la mañana del barrio, y mi mente vuela. ¿En qué momento dejamos de pensar y empezamos a usar palabras de otros? ¿Cómo elegimos esas palabras? ¿Las elegimos realmente?
Le cambio un poco de yerba al mate, le agrego un poco de coco rallado, que está de moda. Dicen que hace bien al cerebro. Mate, coco, cerebro… ¿Me estaré obsesionando?
No entiendo adonde va mi cabeza. De pronto, los tradicionales dichos de la infancia, esos de mis abuelos y las tias viejas de batón y ruleros, comienzan a diluirse como el coco en el mate (¡y dale!) y afloran otros, oscuros, lejanos, los de mis viejos, de mis primos mas grandes, de los vecinos:
“Somos derechos y humanos”.
“Algo habrán hecho”.
“Es una guerra”.
Me siento mal, mi frente suda y mi mente no se detiene. Siguen saliendo frases, cada vez a mayor volumen:
“Hay que achicar el estado”.
“Hay que pasar el invierno”.
“El que apuesta al dolar, pierde”.
El corazón me late desbocado. Alcanzo a moverme hacia el archivero, le piso la cola a mi gata que maúlla desesperada, pega un salto y de un golpe hace añicos el Lumilagro con el escudito de Rosario Central. No puedo respirar.
Las palabras no se detienen:
“Se robaron todo”.
“Bancan a esos con la nuestra”.
“Hay que pagar la fiesta”.
Apoyo mi espalda en el archivero y voy deslizando lentamente hasta quedar sentado en el piso. Al apoyar las manos, siento un agudo ardor, las astillas se clavan en mi carne.
Entonces, el dolor me aleja del pánico, de esa espiral horrible de palabras. Y de pronto, la epifanía. Y así, sentado en el parqué, sangrando, veo claramente: Cuando todo se derrumba, las palabras pueden ser un lugar seguro. Esas palabras son las que construyen nuestra realidad, el refugio para no enloquecer. El problema es cuando las palabras las eligen otros.
Me siento mejor. Puppy, notando que pasó la tormenta, se acerca, dubitativa al principio. Olisquea un poco y, esquivando los vidrios rotos, sube a mi falda y empieza a ronronear.
Sorpresivamente, las palabras vuelven a mi cabeza, no con un refrán, sí con una frase de esas condenadas a la eternidad. No la pronunció ningún prócer, ni presidente, ni científico. Las dijo un pibe de barrio devenido en boxeador y héroe transitorio, hasta que un tiro de escopeta se lo llevó adonde no se puede probar la veracidad de nada.
“La experiencia es un peine que te dan cuando ya estás pelado”.
Algunos no quieren soportar el dolor de la experiencia y, al negarla, eligen privarse del aprendizaje que ello conlleva .
Y eligen la Peluca.
Tendré que comprarme un termo nuevo.