Semanas atrás, invitado al talk show político-humorístico de Bill Maher en la HBO, Salman Rushdie (Bombay, 1947) confesaba que, además de detestar al presidente pero no presidencial Donald Trump por todas las razones obvias, él tenía algo más personal de lo que acusarlo. A saber y padecer: Trump no sólo había sacudido su rutina (Rushdie se había vuelto adicto a las locuras que el magnate tuiteaba en la madrugada) sino, lo más grave de todo, también había alterado su manera de escribir y de entender lo fantástico. Porque de pronto Trump había vuelto verosímiles y poco ocurrentes hasta a los sueños de la imaginación más desbocada. De golpe, con Trump todo era posible. Mucho más que en una novela rebosante de imposibilidades de Salman Rushdie. Lo que -no hay mal que por bien no venga- obligó a Rushdie no solo a tener que superarse a sí mismo sino, además, a Trump.
Y es más que probable que Rushdie se lo viese venir:porque La decadencia de Nerón Golden –su novela número trece, incluyendo las dos “para niños” no muy diferentes a las “para adultos”– no sólo propone una trama con sorpresas a la vuelta de casi cada página sino que, además, incluye a una suerte de Ya-Saben-Quién bajo el transparente alias de un tal Gary “Green” Gwynplaine: payasesco magnate inmobiliario con “abrigo púrpura y cabello verde, luminoso por su triunfo, su piel blanca como la capucha de un miembro del KKK, sus labios goteando sangre anónima”.
Pero la figura ominosa y omnipresente de este “The Joker” –candidato a futuro presidente tóxico contagiando a todo lo que lo rodea– aquí es más una sombra encandiladora, un perfume asfixiante, una irritante música de fondo, un mal signo de los tiempos consecuencia de una serie de previas miradas para otro lado que permitieron su existencia y crecimiento. Porque lo que Rushdie cuenta en primer plano en su tercer Gran Novela Neoyorquina –precedida por la ultra violenta e injustamente poco valorada Furia en 2001 y la alucinada Dos años, ocho meses y veintiocho noches en 2015– es, una vez más, lo que este escritor hace mejor y mejor le sale: la inoculación del virus de ancestrales mitos con sultanes y alfombras voladoras en el tejido orgánico y actual de un Occidente cada vez más enloquecido por la potencia y prepotencia de sus propios mitos.
Así, Rushie funde aquello con esto y moldea la triste y delirante saga de la familia Golden con más de un guiño a aquel Francis Scott Fitzgerald fascinado por el fulgor dorado de los magnates y por esa luz color verde al otro lado del lago que jamás podrán poseer sin importar la cantidad de verdes dólares con la que intenten, en vano, comprarla.
La decadencia de Nerón Golden –comenzando con las casi histéricas esperanzas por la recién inaugurada Era Obama hasta, ocho años después, ir a dar al desencanto por las promesas rotas que facilita la llegada de la Gran Bestia- es algo que Rushdie ya narró muchas veces y siempre bien: la construcción y derrumbe de una (indi)gesta familia para, desde allí, dar fe sin fe del ascenso y caída de toda una época. Y la estirpe lista para venirse abajo con estrépito shakespeareano es la del célebre septuagenario y potentado Nerón Golden (un Jay Gatsby envejecido con pasado criminal), el espectro de su esposa muerta en aquel atentado terrorista en el Taj Mahal Palace y Tower Hotel en 2008 (Rushdie en un verdadero maestro injertando hechos reales en sus ficciones), sus tres hijos disfuncionales (cada uno a su manera) con nombres antiguos y romanos, y una voraz y joven y embrujada y acrobática amante porno-rusa que es como un agujero negro con piernas. Todos ellos contemplados y analizados por el joven vecino René Unterlinden –hijo de intelectuales belgas del Greenwich Village ya nada bohemio; aquí en el rol de Nick Carraway testigo y voyeur y fascinado y asqueado– quien encuentra en los Golden el tema perfecto para un documental (no es casual el cameo de Werner Herzog) que, piensa, lo hará famoso.
Rushdie maneja todo este material –que incluye a un metafórico Museo de la Identidad, asesinatos, operaciones de cambio de sexo, y traiciones e infidelidades en capítulos breves y casi autoconcluyentes– con la mirada despiadada de Tom Wolfe y el lirismo romántico de Mark Helprin a la hora de trazar el mapa de una Manhattan tan mágica como la Bagdad de Scherezade y tan gótica como el Gormenghast de Titus Groan.
Pero en verdad –con sus juegos de palabras, alusiones pop, apropiaciones de lo ajeno para reinventarlo y llamadas de atención al lector– Rushdie es el más nabokoviano y dylanita (no es casual que el cantautor nobelizado sea invocado varias veces en el libro) de los escritores en activo. Y esta América suya es un poco como aquella Demonia/Antiterra en Ada, o el ardor o la “Desolation Row” en Highway 61 Revisited donde todos llevan antifaz y no acuden a un baile sino una corrupta orgía de máscaras.
Así, el desenmascarador René acabará alcanzando la certeza de que “la identidad secreta de Norteamérica no era la del súper-héroe. Resulta que es la del súper-villano”.
Y de heroicos villanos desborda esta súper-novela.