Desde Cannes

Apenas promedia la edición número 77 del Festival de Cannes y el cine argentino ya está mostrando sus dientes. La prueba está en la extraordinaria Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, de Hernán Rosselli, que concursa en la sección paralela Quincena de los Cineastas. Diez años después de su estupendo primer largometraje de ficción, Mauro, premiado en el Bafici 2014, Rosselli vuelve al lugar del crimen: el conurbano bonaerense donde las fronteras de lo legal se borronean hasta quedar disueltas.

Si en aquella película el protagonista era un joven tornero de la zona de Bernal que completaba sus ingresos “pasando” algunos billetes falsos, aquí en Algo viejo, algo nuevo, algo prestado el relato se vuelve coral: hace años que la familia Felpeto maneja el negocio de las apuestas clandestinas en la zona de Lomas de Zamora, Temperley y Turdera. Pero cambios en la cúpula policial y judicial ponen en riesgo el emprendimiento, al tiempo de que la sola posibilidad de que un oscuro secreto paterno salga a la luz va minando la confianza del grupo.

Como ya sucedía en Mauro, pero ahora llevado a un extremo de complejidad narrativa notable, el nuevo film de Rosselli hace casi imposible distinguir qué elementos provienen de la más cruda realidad y cuáles son producto de una sofisticada construcción ficcional. Eximio montajista (su profesión regular), Rosselli incorpora a las escenas que él mismo puso en escena y rodó, materiales de cámaras de seguridad y viejos registros familiares en VHS de los Felpeto, que le dan al relato una extraña densidad emocional. Ese dispositivo, sin embargo, no sería suficiente si no fuera por la magnética presencia en cámara de Maribel Felpeto y Alejandra Cánepa, como la hija y su madre (lo son en la realidad), que mantienen un vínculo que parece indisoluble hasta que una antigua duda se instala en la conciencia de Mari como una espina dolorosa.

Suerte de Buenos muchachos en versión femenina, suburbana y "lo-fi", Algo viejo, algo nuevo, algo prestado trabaja los temas de la lealtad y la traición en distintos niveles. Puede ser a nivel institucional (“Nosotros somos un negocio familiar”, le dice la madre a su comisario de confianza, que le responde: “Sí, pero es un negocio que maneja mucha plata”), pero además a un nivel íntimo, personal. “La familia es una cosa, y el dinero es otra”, también escucha la hija Mari, una afirmación que tendrá muy en cuenta.

Algo viejo, algo nuevo, algo prestado tiene una verdad que va más allá de la mera verosimilitud cinematográfica. A esa autenticidad de personajes y ambientes Rosselli le suma  a su vez una dimensión sutilmente política, en tanto el apogeo de la "famiglia" Felpeto se produce en plena eclosión del menemismo, cuando tener la primera “camcorder” del barrio era sinónimo de ascenso económico y social. Y luego, a esa capa, el director le añade otra, de una rara, profunda melancolía: la de un pequeño mundo en el que –a pesar de una violencia siempre latente- parecía reinar la armonía, y que sin embargo empieza a resquebrajarse de manera inexorable.

Por su parte, en la sección paralela Semana de la Crítica, la competencia se abrió con Simón de la montaña, potente el debut en el largometraje de Federico Luis, protagonizado por Lorenzo “Toto” Ferro en su segunda incursión en la Croisette después de su revelación aquí en Cannes 2018 con El ángel, de Luis Ortega. Como en su arrolladora composición del asesino múltiple Robledo Puch, aquí Ferro también se convierte en el primer motor de una película que gira enteramente a su alrededor. Él es Simón y también pareciera ser la montaña misma, tan inexpugnable es su personaje, un muchacho de 21 años que se niega a dejar la adolescencia de la manera más radical posible.

Habitante de un pequeño pueblo al borde de la Cordillera de los Andes, todo es fronterizo en Simón, que para escapar de la triste rutina de su casa, donde tiene una pésima relación con su madre (Laura Nevole, la “tenista” de las películas de Lucía Seles), se mezcla y se mimetiza con un grupo de chicas y chicos de una escuela para adolescentes con discapacidades. La primera virtud de la opera prima de Federico Luis –que ya había estado aquí antes en Cannes con su corto La siesta (2019)- es que no pretende explicar nada en términos psicológicos; elige en cambio sumergirse en la realidad interior de ese muchacho de quien la cámara casi nunca se desprende.

La película comienza in medias res, en el centro de una brutal tormenta de viento y polvo donde es casi imposible distinguir quiénes están en medio de ese torbellino de gritos y emociones. A partir de allí, todo en el film será una suerte de viento Zonda, en una película que trabaja con una intensidad inusual el concepto de identidad. ¿Quién es Simón? ¿Qué lo define? ¿Qué es ser “diferente”? ¿Acaso es posible hacer oídos sordos (la película trabaja el sonido como un elemento dramático esencial) a la realidad?

Hay una segunda capa de lectura también en Simón de la montaña (un título que parece jugar con el del clásico de Luis Buñuel Simón del desierto). Se trata de la relación del personaje con el actor que lo interpreta. Los chicos discapacitados saben que Simón está “actuando”, algo de lo que varios adultos no necesariamente se dan cuenta. Y el film incorpora a su ficción un viejo video casero de “Toto” Ferro de muy niño -casi un bebé todavía- mientras su padre (el actor Roberto Ferro), le lee un fragmento de una obra de Shakespeare, como quien determina un destino manifiesto. ¿Actor se nace o se hace?

Históricamente, el cine argentino siempre ha tenido una presencia sostenida y relevante en la Semaine de la Critique a lo largo del último cuarto de siglo. Desde Bolivia (2001), de Adrián Caetano, hasta La patota (2015) de Santiago Mitre, pasando por XXY (2007), de Lucía Puenzo, y Las acacias (2011), de Pablo Giorgelli, los premios para el cine nacional han sido un una constante en esta sección paralela. Y Simón de la montaña busca inscribirse en esa tradición.