Ya había finalizado su testimonio y la abogada de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos le preguntó si quería agregar algo más. No titubeó, pero cuando dijo que sí su voz se quebró. Entonces, conteniendo las lágrimas que ya le jugaban una mala pasada dijo que estaba ahí en homenaje a su padre y a todas las compañeras y compañeros que habían dado la vida por una Patria para todas y todos.

Quienes lo conocen y lo quieren lo llaman “Sapi” o “Sapito”. Hay cierta intimidad en ese alias cariñoso. En cambio, los que se refieren a él anteponiendo el artículo masculino correspondiente a su apodo parecieran considerarlo como alguien legendario. Rubén Emilio Oscar Shaposnik, o Sapi, o Sapito, o El Sapito, no perdió ninguno de los atributos que le confieren cualquiera de esos sobrenombres al momento de declarar ante el Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata. Al contrario: fue todo lo que ellos connotan y al mismo tiempo.

Rubén fue citado por los jueces para declarar como testigo en la causa que se sigue a los genocidas implicados en el Centro Clandestino de Detención ubicado en las calles platenses de 1 y 60 y en la Comisaría 8ava. de esa ciudad. Entre los acusados, alrededor de veinte, se encuentran exoficiales del Regimiento 7 de Infantería y del Destacamento 101, así como personal de la Policía Federal y de la Bonaerense. Los cargos contra ellos incluyen, entre otros, privación ilegítima de la libertad, tortura, violación y asesinato que, según los casos, afectaron a 194 personas secuestradas y mantenidas en cautiverio entre marzo y diciembre de 1976. Una de esas personas fue Jorge Julio López, sobreviviente de todo ese período y secuestrado y desaparecido nuevamente en democracia tras declarar como testigo contra el tenebroso comisario Miguel Etchecolatz, jefe de esbirros del no menos tenebroso Circuito Camps. Otro de los sobrevivientes, que falleció en 2004, fue Eduardo Oscar Schaposnik, el padre de Sapito.

Afiliado a la Asociación Trabajadores del Estado, delegado y referente provincial de la Agrupación Verde y Blanca de dicho gremio, Schaposnik hijo ingresó al salón de la audiencia con paso firme pero tranquilo. Se sentó frente a los jueces, acompañado por su abogada, y con la voz reposada fue respondiendo a las preguntas de forma con las que la presidenta del Tribunal lo inquirió para que iniciara su declaración. Una de esas respuestas despertó un leve rumor entre el público: dijo que había nacido el 12 de febrero de 1987, o sea, en democracia, pero el día y el mes eran coincidentes con los de Germán Abdala, el histórico dirigente de las y los trabajadores del Estado. Acto seguido, y como disponiendo todo su cuerpo para afrontar la tensión que ya le significaba estar ahí, acomodó su espalda contra la silla, irguió levemente la cabeza y dijo que, por los relatos de su padre, él, El Sapito, sabía que aquél había sido secuestrado de la casa de sus abuelos paternos el 4 de junio de 1976 y que había permanecido en el Centro Clandestino de Detención de 1 y 60 hasta el 28 de septiembre de ese año. Tenía 26 años en ese entonces, agregó, como para que no quedaran dudas de que su padre pertenecía a esa joven generación revolucionaria.

Rubén Emilio Oscar Schaposnik no lo dijo, pero por su condición de militante político y sindical lo sabe: la mayoría de los secuestrados en 1 y 60 eran trabajadores en el enclave industrial de aquella zona. Aunque el padre de Sapito estaba cursando el quinto año de Medicina al momento de ser “chupado”, casi todos sus compañeros de infortunio se desempeñaban en Propulsora Siderúrgica, Frigorífico Swift, SIAP, Astillero Río Santiago, la Destilería de YPF y otras fábricas y talleres locales. Militantes políticos, barriales, sindicales y blancos preferenciales del terrorismo de Estado, todos y cada uno de aquellas mujeres y hombres iban a dar lo mejor de sí frente a sus verdugos. “Mi papá era militante del Partido Comunista Marxista Leninista” dijo Sapito y en ese instante su voz adquirió la sonoridad que solo da la templanza.

Luego contó cómo los genocidas lo sacaron a su padre de la clandestinidad del cautiverio y, tras su paso por la Comisaría 8ava, para “legalizarlo” terminó preso y a disposición del PEN en la Unidad 9 hasta 1982. Ya en libertad, su padre no finalizó los estudios de Medicina y se dedicó a la carpintería y, sobre todo, a acompañar a las hijas e hijos de los compañeros desaparecidos. Como una paradoja de lo que suele ser llamado destino, Rubén es trabajador estatal en el Ministerio de Justicia provincial, pero en el área de Derechos Humanos, casi un continuador de la anónima tarea de su padre.

Cuando acabó de decir aquello del homenaje al padre y a sus compañeros, El Sapito se levantó de la silla, dio vuelta la cara para mirar a quienes, desde el público, lo ovacionaban y ya no pudo ocultar lo que los presentes intuían: estaba arrasado en lágrimas.

Es significativo que en semejante momento de emoción, cuando todas las imágenes se le habrán agolpado ante los ojos, Rubén Emilio Oscar Schaposnik haya mentado la Patria. Creo haberlo mencionado en otras notas, pero me parece que no está demás subrayarlo ahora: la Patria es la infancia, es ese amasijo de escritos, sangre, idioma y recuerdos que nos atenaza el pecho cuando la presentimos en peligro. Y Sapito, fiel al legado histórico de su familia devastada por la represión, trajo a la Patria en su homenaje a los caídos, justo ahora que una banda de neocolonialistas se propone dejar huérfana a toda nuestra infancia.

Diría más: Sapito mentó la Patria, justo ahora que Santiago Abascal, el líder de la ultraderecha española, convoca a un encuentro de lo más tenebroso de la ultraderecha mundial al que no falta -por supuesto que no- Javier Milei. Es que, de aquí en más, habrá que repetirlo una y mil veces, para que nadie lo olvide ni simule sordera: “la Patria dejará de ser colonia o la bandera flameará sobre sus ruinas”.