Los pulpos son inteligentes y tienen sentimientos. Eso no significa que la tengan clara. Promediando el nuevo disco de Daniel Melero, un octápodo se adhiere al panel solar de la Estación Espacial Internacional y genera incertidumbre entre la comunidad científica. Usa su propio traje. A juzgar por la tapa del álbum, una obra de la artista Mónica Moccia, se trata de una sofisticada escafandra estilo soviético que rinde muy bien en cámara. La alegoría es engañosa. Melero no es el pulpo. El pulpo somos nosotros: todos los civiles con redes sociales. “Se cree tan especial”, dice la canción, piadosa. “Y eso lo hace vulgar”. Melero es el resto del mundo.
No sé si lo asume, pero es budista. En su obra, nada permanece. En todo caso, el único elemento estable dentro de su programática es algo que podríamos llamar ética de trabajo: desde aquel aviso en la revista Expreso Imaginario y los providenciales siete kilos de naranjas del B.A. Rock, Melero trabaja sólo en tiempo presente. Contra la Época o A Favor de la Época. Así, en el preciso momento en el que Soda Stéreo necesitaba dar su gran salto, produjo y mezcló “De música ligera”. Así, en el momento más álgido del rock sónico, sacó un disco primordialmente acústico como Travesti. Sin embargo, hacía mucho que no se escuchaba un álbum que se propusiera intervenir tan deliberadamente en la discusión de su época como Ultracromático. “Sin saberlo, lo máximo que podés ser es contemporáneo”, advierte.
Compuesto, producido y grabado en los estudios Camarón Brujo, Ultracromático es un disco de otro tiempo para este tiempo. Admite su circulación en las plataformas, pero está lleno de oxígeno, dice cosas y tiene una gran dinámica sonora. Aunque no es estático, el repertorio está plantado a la manera de los discos alemanes de Bowie y Brian Eno. En este caso: un instrumental, un tema “pop”; un instrumental, un tema “pop”. Esa forma es feng shui: libera el espacio y permite que los unos subrayen a los otros, y viceversa. Una música sin significante y luego una letra directo al mentón. En ese sentido, si se pusiera un poco de guita en la rotación, tendríamos un estribillo para salir a dar batalla en las radios: “Ansiedad/ y angustia en la interfaz/ demasiado ego/ para tanta fragilidad”. Si no fuera porque son amigos, se podría apostar que Dárgelos está celoso.
“Es sobre los procesos”, dice Melero. Durante las reuniones preliminares con Catu Suarez y Nicola Carrara, los dos músicos y productores residentes de Camarón Brujo, dibujó en el aire un disco de canciones intervenido por las exploraciones sonoras de Einstürzende Neubauten y el último Scott Walker. Los planes, como todo el mundo sabe, están hechos para traicionarlos. “Había decidido que iba a ser un disco de canciones, pero no fue exactamente así”, admite. “Casi todos los temas tenían letra, aunque al final algunos no están cantados. Las palabras de esas canciones se sustrajeron en el camino o ni siquiera se grabaron”.
Así, en las primeras sesiones, no se dedicó a grabar en el estudio sino a grabar el estudio. Buscó la canilla que goteaba históricamente sobre la bacha y producía un ritmo plausible de ser graduado. Buscó el sistema de respiración con la rama enganchada que, bajo el rigor del viento, ondulaba contra el techo. Luego convocó a músicos como el baterista Paul Thielen y, sin información alguna sobre la música, lo sentó en la banqueta. “Le pedí que viniera a tocar a la batería de un tema que no existía”, dice Melero. “La performance, entonces, fue anterior a la canción. ‘Especial espacial´ tiene una construcción que, aunque parece la de cualquier canción, está a la inversa: el baterista compuso sin saberlo. Por supuesto, Paul figura entre los autores de esa canción”.
Es interesante porque, visto desde afuera, el disco parece muy dirigido. Como si todo fuera a priori. Incluso su forma, que parece remitir y discutir con Heroes, el disco de Bowie...
–Fue tema de muchas conversaciones. Estuvo por tener un formato por lado: instrumentales de un lado y canciones del otro. Pero me pareció que le quitaba estructura orgánica y no proponía una manera interesante de escuchar. Todo es más inquietante que el ambient. Estos instrumentales requieren una atención donde, a veces, pareciera que la interrupción podrían ser las canciones. Con Heroes, en ese sentido, comprendí que el tema tres es el definitivo para un vinilo. Desde entonces, siempre me dediqué a mirar cuál era el tercer tema de cada álbum. En este disco es “Angustia en la interfaz”. Un Melero clásico pero extraño. Podría ser un tema como “Orbitando”, aunque su conflicto es actual. Ese título lo tenía desde hacía dos discos, pero aquellos discos eran más bien instrumentales. Me acuerdo que, cuando dije las palabras del estribillo, todo el mundo dijo ‘guau’. Como si hubiera sido un tipo de pensamiento que todos tenemos pero nadie menciona. Como correr un telón. El tema ya estaba ahí.
El disco tiene esos simples evidentes, pero lanzaste como adelanto un tema donde ni siquiera se reconoce tu voz, ¿por qué?
–Eso era justamente lo que me interesaba. Además, es un tipo de composición que yo no había llegado a recorrer. Yo puedo cantar el tema así, pero tiene una articulación sonora tremenda: son mis cómplices quienes lo llevaron hasta ese lugar. Y te confieso algo: hay una canción francesa que me obsesiona. La escucho cada vez que subo a un auto a la tardecita y la ponen en la radio. Se llama “C'est la Ouate” y tiene un rimshot tremendo. La localizamos, la metí en un procesador que se baja de Internet y me dio el sonido de “La madre de Godzilla”. Instantáneamente. Aunque es imposible leer de donde viene.
La dinámica de las redes sociales subraya la idea de un perfil propio, pero tu obra se hace fuerte en tus colaboraciones, en tus producciones. ¿Cómo te llevas con la lógica de las redes?
–No me funciona para nada. Articular con gente que también sepa y que vos elegiste para que sepa sobre lo que se está intentando y que a la vez lo re-proponga... es algo fabuloso. A mí no me demora. Me puede demorar la ocurrencia, pero cuando alguien manifiesta una idea... la idea es otra cosa. Ese campo lo hemos navegado muy bien, con mucha coincidencia y hermosas divergencias. Y, en gran medida, muchos temas prácticamente no los mezclé: sólo los corregí. Dejé que ocurriesen. Ya había una entropía tan alta que no quería entrometerme. El ego te lleva a tomar decisiones que no manejas con sabiduría. Con el ego te refugias en la experiencia, que es válida. Pero la mente es el lugar más aburrido que hay. No entiendo cómo la gente no se cansa de ser sí misma.
LOS BOTS YA TE TIENEN
Durante los tempranos dosmil, el desembarco masivo de módems en cada dirección particular del planeta sonaba como una suerte de liberación. De pronto, la gente tenía al alcance de la mano la discografía completa del cosmos. De pronto, los artistas le hablaban directo a su público. Sin intermediarios. La industria temblaba... o eso parecía entonces. Unos años después, el dueño de Megaupload se compró una isla y terminó preso. Unos años después, Spotify tiene la jukebox infinita pero las escuchas están más concentradas que en cualquier otro momento de la historia. El intermediario no desapareció: se volvió invisible. Y no es difícil adivinar para quién juega.
“Es la censura más eficaz que puede existir: te quitan la curiosidad haciéndote creer que lo que te llega es lo bueno y que lo que no se ve, no importa”, advierte Melero. “Aunque yo lo siga haciendo, ya nadie visita un blog. Las redes sociales desfiguraron todo y todo está fragmentado según cada nicho. Los bots ya te tienen. Esa obligación casi pornográfica de tener que entregar tu vida para existir podrá ser buena para los negocios, pero es un vértigo muy poco interesante. La gente desliza su dedo sobre los celulares como si fueran reyes aprobando decretos, pero la realidad es que se auto-explota y no se da cuenta. Yo, por mi parte, nunca estuve donde estaba la mayor parte de las personas. Yo también crecí con que me decían qué era lo bueno, pero me crucé con los Residents. Y no creo que sea un capricho de viejo no querer pertenecer”.
Melero no tira la toalla. No construye la cabaña de Thoreau en el bosque de Walden. Ultracromático, por ejemplo, parece debatir sobre la forma de escuchar música que proponen las plataformas dentro de las plataformas. En el marco de las playlists utilitarias (para cocinar, para hacer yoga, para cocinar haciendo yoga, etc.), el disco propone una guía sobre su propia escucha: dos lados, una narrativa y la escucha como acción. El lanzamiento del vinilo, en ese sentido, no es accesorio.
“La consistencia que ofrece el objeto ya es concepto”, dice. “Me gusta el cartón del disco, me gusta que tenga la huella de su uso. De su paso por casas. El objeto permite pensar. Y hay que pensar pequeño. Elementos muy simples. Eso produce la complejidad y no lo complicado. Son dos cosas muy distintas. Lo complejo es algo que no puede expresarse de manera más sencilla por todos los glóbulos de información que contiene. Nunca debe ser complicado. Y lo simple puede ser interesante, pero la sencillez lo hace superior. Muchas veces lo simple sirve para que, acumulando esa información, se logre algo complejo. La sencillez ya es la síntesis. El otro paso: un paso superior. Así funciona mi mundo. Esa es la forma en la que leo las producciones artísticas, mías y de otros. Es un código moral”.
Bajo esas premisas y a lo largo de distintos períodos, Melero fue trabando alianzas con algunos críticos de rock locales, como Pablo Schanton o Gustavo Álvarez Nuñez. No sólo le interesaba la obra sino las condiciones de escucha de esa obra y la forma en que dialogaba con su época. El crítico, en ese sentido, era un eslabón valioso de la cadena. Ahora, aunque ese camino está guiado por el algoritmo, vivimos la ilusión de abrirnos paso directo hacia el artista. Entonces, si está todo al alcance de la mano y lo que uno puede decir sobre una obra es “me gusta” o “no me gusta”, ¿quién necesita a un periodista? “’Cualquier opinión importa’: esa sería la idea que hay en juego”, dice Melero. “Bueno, tal vez a mí no me importa tu opinión. Y parece que esa formulación fuera horrorosa. A la vez, si vamos a estar interesados en lo que parece ser mayoritario en el campo del arte, sólo vamos a estar en el campo del espectáculo. En la espectacularidad. Nada que tenga que ver con el arte”.
Esa espectacularidad es una de las razones por las cuales, en medio de una crisis, los festivales y los artistas del mainstream aún agotan entradas. Bueno, obviamente es un lugar de encuentro.
–Es por lo único que la gente pone plata: la teatralidad. Y el registro de su presencia. Es menos importante estar que haber ido. Es una re-representación. Si miro la historia que me tocó vivir y que me toca vivir, nada de esto era impredecible. Marshall McLuhan ya lo veía. En un reportaje que le hacen para la televisión, le dice al presentador: ‘ahora nosotros estamos hablando a través de un dispositivo que está fijo en los hogares y nos parece mucho, pero el dispositivo va a estar en tu bolsillo’. Y el presentador le dice: ‘¿qué es un dispositivo?’ (risas) ¿Adónde va a desembocar? Bueno, está clarísimo: vamos a tener el chip puesto. Antes esa idea era un símbolo del nazismo. Ahora estamos pidiendo por favor.
Guy Debord la vio.
–Anoche, por primera vez, encontré que hay otra película además de La sociedad del espectáculo. Es la respuesta a las críticas y alabanzas que le dieron sobre la película. Y también advertí que, si querés ver la película original, en algunas plataformas te piden que seas mayor de edad. O sea, te queremos enajenado para que la veas y no te interese porque ya te hicimos mierda (risas). Debería ser al revés, ¿no? Uno debería verla con ocho años. ¡Qué film!
La “música urbana” parece enfrentada con los valores de aquella contracultura. Cada tantos años se plantea el escenario “música joven versus música anterior”, pero –por lo general– es una respuesta superficial y conservadora de los viejos. Ahora es diferente.
–Es muy cierto. Esta música está a favor del sistema. Ellos están de acuerdo. Y eso forma parte de la cultura de las redes. Hay temas y artistas que escapan excepcionalmente a la regla (Wos es otro tipo de compositor), pero me parece que el trap carece de violencia. Carece de violencia porque está orgulloso de pertenecer. No es lo más importante que hay en la vida. Hay otros contextos. Y además, sonoramente, las voces son débiles. Tienen una piel muy finita. Al final, su única protesta es “no me hagan daño”. En esta era, eso es muy poco.
EL RESIDUO MÁS IMPORTANTE
En el imaginario cultural, Melero es un extraterrestre. Siempre raro. Siempre joven. Asociado casi patológicamente a la tecnología. Sin embargo, cualquiera que haya caminado un rato con Melero, sabe que es un hombre arquetípico del siglo XX. Un tipo que para todos los días en el mismo bar, lee los diarios y saluda por su nombre a cada uno de los mozos. Que toma café en pocillo con tostado. Que está casado desde hace casi tres décadas con Mónica. Que es capaz de llamar desde su teléfono fijo para conversar sobre los asuntos más peregrinos durante una o dos horas.
“La gente se sorprende de que yo no tenga celular o que no use las redes sociales”, dice. “No sé. Llevo una vida muy sencilla. Por eso acá todos me conocen. En estas diez cuadras a la redonda, salgo a saludar gente todos los días. Los conozco a ellos, no conozco su Instagram. Creo que todas esas presunciones sobre mí todavía tienen que ver con el recuerdo de B.A. Rock. Es una mirada de otro. No es una preocupación que yo tenga que tener. Todo lo que después fui creando con tecnología ha sido lúdico. Usé lo que estaba ahí y la gente no usaba. Pero hay mucho más que eso. Cuando hice Tecno me tenía que poner a estudiar el Pro-Tools y me dije: ‘pero si hace años que hago música…’. Agarré y lo apagué. Me parece una herramienta muy útil si tus deseos se enfocan hacia ahí. Lo he usado y ahora, por supuesto, voy al estudio y trabajamos con eso. Pero no me siento más en esa silla ni loco”.
Hay mil testigos. En el profuso anecdotario de Melero como productor, el gran desplazamiento es desde La Silla hacia fuera de La Silla. Desde la consola y el mouse hacia el vaso de whisky y el pelo revuelto. Paradójicamente, durante los últimos años, el gran reflector de la música pop contemporánea se posó como nunca sobre La Silla. Bizarrap es el mejor ejemplo. Ni en la más distópica de los visiones del futuro, alguien imaginó que la gran estrella de la música argentina del siglo XXI era un tipo sentado delante de una computadora. Alguien que usa gorra y gafas oscuras como si fuera el uniforme de los agentes de The Matrix durante su casual friday. “En mi caso, como productor, siempre tuve que admirar al artista”, explica. “Después, mi única preocupación es administrar la mejor idea que esté circulando en el momento de estar produciendo un disco”.
A diferencia de muchos productores, nunca funcionaste como enlace con la industria. A veces, todo lo contrario.
–Pero fíjate que cuando fue esa mi función, la cumplí. A mi manera. A pesar de las reservas de la compañía, Gustavo me encargó la mezcla de “De música ligera” y el mastering de todo el disco. Soda se fue a Epcot y yo me quedé en el estudio. Pensá que me llamaron de productor para una banda que venía a hacer Languis. Eso se caía a pedazos... al menos si no ocurría un disco bueno de verdad. Que fuera impactante, vendible. Y se elaboró mucho esa idea. Ahí pegaron un salto cuantitativo muy grande. Después hicimos Dynamo, que no gustó pero fue otro clásico. Como sea, para mí una experiencia sensacional. Duró lo que tenía que durar. Ya después era guita y peleas.
Entiendo que, poco antes del coma, hubo un reencuentro feliz con Cerati. ¿Me contás esos últimos momentos?
–Arrancó cuando Gustavo me empezó a llamar por teléfono. Muy tarde, alrededor de las tres de la mañana. Hablábamos y hablábamos. Le dije que viniera. Llegó a casa y hablamos de todos los problemas, pero ahora ya nos reíamos de todo eso. Faltaban unos días para que tuviera el episodio en Venezuela. Los dos teníamos una agenda de disco nuevo, pero empezamos a conversar de hacer otro disco juntos. Esa noche, incluso, grabamos en casa. Cositas acústicas, que nunca voy a publicar. Gustavo agarró mi guitarra y, como yo soy zurdo, tenía que tocar con las cuerdas al revés. Esa noche nos agarramos un pedo... Me acuerdo que lo acompañé hasta la Shell de 9 de Julio y Libertador, donde había dejado el auto, y cuando estábamos por llegar le dije: ‘Vos no podés manejar así’. Fui el sensato (risas). Así que lo subí un taxi. Se iba a ver a Björk que tocaba en el Ópera o un lugar así. ¿Querés venir?, me preguntó. Ni en pedo, le dije.
Entonces fue muy lindo.
–Estoy muy feliz de que hayamos tenido ese momento. Después lo he ido a ver cuando estaba internado ahí, hasta que en un momento dejé de ir porque ya era... me ponía mal que estuviera ahí, vivo. Merecía morir.
Qué bueno que tuvieron esa oportunidad.
–¿Sabés que si? Y de ninguna manera presentí que podía pasar algo así. Que no hayamos hecho otro disco no me importa para nada. En el marco de nuestra amistad, que esa etapa se haya cerrado de esa manera, fue hermoso. Y digo esa etapa porque yo lo escucho. Lo escucho en mi cabeza. Sé lo que piensa o lo que pensaría sobre aquello que estoy haciendo. Dialogo con él. No porque crea que me comunique con él. Es como con los padres... ¿vos tenés a tus padres vivos?
Si.
–Cuando se mueran, vas a ver que te hablan más que ahora. Queda lo que estaba en tu cabeza de sus pensamientos. Lo que vos pudiste rescatar de ellos. De la moral que te hayan transmitido o no. Esa voz es el residuo más importante de todos.