Ruy Díaz de Guzmán, además de militar e historiador, fue nieto de Domingo Martínez de Irala, uno de los hombres que llegó con Pedro de Mendoza allá por 1536 a fundar Santa María. Irala tampoco encontró buenos aires en la zona del Riachuelo y muerto don Pedro tomó la decisión de mudar de ciudad y afincarse en la novísima Asunción, donde los pueblos originarios parecían más receptivos a la presencia española. Pero Irala no solo tenía que ser cauto con los indígenas, también sus compatriotas, adelantados, buscaban adelantarse en influencia y poder.

“En 1552, Diego de Abreu —nos dice el historiador Enrique de Gandía— quiso suplantar a Irala en el gobierno. Era hombre que tenía sus amigos y todos conspiraron para hacer estallar una revolución.”

Alonso Riquel de Guzmán, conspirador, futuro padre Ruy Díaz, fue descubierto y apresado. Fuertemente vigilado esperaba a la mañana siguiente para ser decapitado. “En la celda o rancho —continúa Gandía— entró un sacerdote. Era el clérigo Francisco de Andrada. Venía a confesarlo, pero su fin no era éste. Irala necesitaba amigos, hombres capaces que estuviesen a su lado y trabajasen por el crecimiento de ese pequeño, insignificante, país. Traía una proposición: si el condenado se casaba con su hija y se convertía en su aliado, ganaba una mestiza jovenzuela y salvaba el cuello. La elección no fue dudosa —nos asegura de Gandía casi poniéndose en la piel del condenado—. Al día siguiente, la gente de Asunción, en vez de presenciar la decapitación, asistió a el hermoso casamiento entre Riquel de Guzmán y doña Úrsula de Irala. La niña tenía unos trece años de edad. Los padres de nuestro historiador —nos asegura el historiador— fueron muy felices.”

Así comienza el devenir de nuestro personaje, hoy una calle de Bosques, Burzaco y Ricardo Rojas. Así comienza, con el filo de la cuchilla entre el debe y el haber, y antes de ser procreado.

Ruy Díaz de Guzmán llegó al reconocimiento del catastro por su obra “Historia del Descubrimiento, Conquista y Población del Río de la Plata” a la que don Vicente Cutolo llama primera obra histórica patriótica (y como tal no podían estar ausentes los cortes de cabeza).

El publicista Pedro de Ángelis (hoy calles de Moreno y La Matanza) encontró grato publicarla en Buenos Aires en 1836 bajo el título de “Historia Argentina”, un poco bajo la influencia del poeta Del Barco Centenera, otro poco por el sentido de un gentilicio culto que aún no había arraigado por completo en nuestra joven nación.

Ya hicimos mención en un artículo anterior acerca de del Barco Centenera y de la ristra de cabezas cortadas que pueblan su poema épico. Por años se pensó que fue don Ruy Díaz de Guzmán, dado su carácter de investigador —o mejor dicho memorialista— el que publicó primero su obra histórica a la que luego siguió la del poeta del Barco. Poco importaría quien publicó primero si no fuese que el poeta extremeño tituló a su obra La Argentina y conquista del Río de la Plata, la cual se considera da origen al nombre del país. Por años también se adjudicó el título Historia Argentina a la obra de Díaz de Guzmán. El libro original, como señalamos más arriba, tuvo otro nombre. La confusión se dio porque Pedro de Ángelis publicó ambas obras juntas, la de del Barco y la de Ruy Díaz, comenzando por orden con la del historiador y no la del poeta.

Carlos Octavio Bunge en 1918 afirmó a partir de aquel orden: “La primera vez que se usó el vocablo Argentina respecto de estas tierras fue a principios del siglo XVII por el imaginativo cronista Ruy Díaz de Guzmán […] más tarde, un soldado de la Conquista, del Barco Centenera, confeccionó una especie de crónica rimada, que calificó de poema histórico, titulándola también La Argentina. Pero, tal como señala el historiador Armando Alonso Piñeiro, de donde tomamos esta información “la cronología es exactamente al revés: Centenera editó su trabajo en 1602 y Díaz de Guzmán en 1612.”

Ruy Díaz estuvo en Santa Fe en 1580, cuando la Rebelión de los Mancebos, aquellos que se levantaron por la desigualdad de trato entre españoles y criollos. Ruy, a pesar de contar entre estos últimos, no se plegó a la revuelta. Y quizá, en su carácter de hombre de armas, tomó parte activa en la captura y la decapitación de Venialvo, Romero y Gallegos.

En su obra Díaz de Guzmán no escatima en ejemplos de cefaléutica. Tenemos el caso de don Diego de Mendoza, hermano del adelantado, que encendió el mal humor de sus anfitriones los querandíes con sus pedidos poco afables de sumisión y servidumbre.

“Don Diego con los de a caballo acometió en lo raso al enemigo; más hallóle tan fuerte que no le pudo romper, porque también los caballos venían flacos del mar, y temían al arrojarse a la pelea, y así volviendo cada uno por su parte, prosiguiendo la escaramuza, hiriendo y matando a los que podían, hasta que con los dardos y las bolas fueron los indios derribando algunos caballos. Don Juan Manrique se metió en lo más espeso de su escuadrón, y peleando valerosamente, cayó del caballo, acudiendo don Diego a socorrerle, no lo pudo hacer tan presto que primero no llegase a él un feroz bárbaro, que le cortó la cabeza, a quien luego don Diego le atravesó la lanza por el cuerpo, y a él le dieron un golpe muy fuerte en el pecho con una bola, de que luego cayó sin sentido.”

Más adelante tenemos el caso de Irala (calles en Bosques, Francisco Álvarez, Rincón de Milberg y Munro), que fue alertado de un complot de las tribus guaraníes que deseaban una Semana Santa sin españoles.

“Estando en este punto, fue Dios Nuestro Señor servido de que se descubriese la tramoya por medio de una india que tenía en su servicio el capitán Salazar, para lo cual llamó a los caciques principales, y demás indios que habían concurrido a la conspiración, y conforme fueron llegando, los fue prendiendo, sin que los unos supiesen de los otros, hasta que la mayor parte de los caciques fueron puestos en prisión, contra los cuales se fulminó causa, y hecha averiguación del delito, fueron ahorcados y descuartizados los principales cabezas de esta conjuración, siendo perdonados los demás.”

Podemos imaginar por el título del Capítulo VIII denominado “De lo que sucedió en la Asunción. De la elección del capitán Diego de Abreu, y cómo cortaron la cabeza al capitán don Francisco de Mendoza” de qué trata la cosa. Pero igual vamos a contarlo: hacía ya un año y medio que Irala se había ausentado buscando tal vez Trapalanda y don Francisco de Mendoza, en su carácter de lugarteniente del gobernador, no tuvo mejor idea que preguntarse qué pasaría si se elegía un suplente. Demás está decir que Mendoza se veía con chances. Pero, pero, cuándo no, “los regidores y oficiales reales que habían quedado, y habiendo precedido las solemnidades de derecho, hicieron juramento de que darían su voto a la persona que según Dios y sus conciencias hallasen capaz de gobernar Asunción”. ¿Qué pasó? Eligieron a don Diego de Abreu. ¿Y qué pasó? A don Francisco no le gustó y planeó con sus amigos un golpe. ¿Cuánta gente vivía en Asunción? ¿Cuánto se demoró en conocerse el complot?

“Diego de Abreu, quien, habiéndolo sabido, con la mayor diligencia posible juntó gente, y con ella fue a casa de don Francisco con muy buen orden y llegados apellidaron la voz del Rey, y poniendo cerco a la casa, y acometiéndola por todas partes, y entrando dentro le hallaron solo y desamparado de los que con él habían estado, que a la vista de la gente con que venía Abreu le abandonaron”.

Según nuestro narrador, Mendoza recurrió a ofrecer a sus hijas a cambio de su vida. Algo que parece haber sido moneda de cambio cuando la cabeza estaba en juego: “salió sentenciado don Francisco que se le quitase la cabeza en público cadalso, cuya rigurosa sentencia le fue notificada, y sin embargo de su apelación, y otras diligencias conducentes a librar su vida, fue mandada ejecutar, habiendo ofrecido antes dos hijas que tenía, una a Diego de Abreu, y otra a Ruy Díaz Melgarejo, para que las tomasen por esposas, a lo que le respondieron que lo que le convenía era componer su alma y disponerse para morir, dejándose de casamientos, que de nada de eso era tiempo”.

También tenemos la historia del conquistador Ñuflo de Cháves, fundador de Santa Cruz de la Sierra, que, en 1568, tomando un descanso en un pueblo de Itatín “fue bien recibido y hospedado con muestras de amistad; y dándosele una casa por posada, Ñuflo de Chaves entró en ella, donde le tenían colgada una hamaca, en que se sentó y quitó la celada de la cabeza para refrescarse. A esta sazón llegó a él un cacique principal llamado Porrilla, que por detrás le dio con una macana en la cabeza, con tanta fuerza que le echó fuera los sesos, y lo derribó en el suelo. A este tiempo todos los indios acometieron a los otros españoles, que estaban a la puerta muy ajenos de tal traición, de modo que de esta impensada trampa no escapó la vida más que un trompeta ya herido en su caballo, y se puso en salvo, y fue a dar aviso a don Diego de Mendoza”.

¿Qué más? Ruy Díaz también nos da noticias de las disensiones que hubo entre el Obispo de Asunción y el General Felipe de Cáceres durante el lunes, 5 de marzo de 1571: “El Obispo había llevado a su bando muchas personas principales, que trataban de prender o matar al General. Descubierto el intento, se prendieron algunas personas de sospecha, y entre ellas a un caballero llamado Pedro Esquibel, a quien luego mandó el General dar garrote, y cortar la cabeza, poniéndola en la picota: acción que causó gran turbación en todo el pueblo”.