Digamos así: los poemas, los razonamientos poéticos dislocados y los disloques que clavan en la razón una estaca poética, son las estaciones solitarias de esta pampa de signos tejida por Luis Tedesco. Para ser más claros: estos poemas de Luis Tedesco aparecen en un punto -fugaz como todo punto- pero con un fuerte alarido que enseguida se diluye, para decirnos una sola cosa: estamos ante un trabajo excepcional, un trabajo de esos que contemplan los minados fulgores del pasado para decirnos algo… ¿proseguir, coronar o recomenzar? Deberíamos decir qué, pues éstos de Tedesco son escritos de un fino lirismo entrechocado por todos los detritus imaginables de los modos de habla y también de creencias.
Por cierto, está la “gauchesca” que se roza desde siempre en los poemas de Tedesco. Rozar, tocando de lejos, porque no es la gauchesca, es un tono alusivo, una lejanía que alguien que escucha un tono una sola vez y desaparece. O al usarlo lo hace desparecer. Lo que le interesa es otra cosa, experimentar con la lengua sobre lo que otros ya han experimentado. Montarlo de nuevo y cabalgar distinto.
Si quisiéramos apresurarnos un poco, habría que decir que las poesías de Tedesco son un rozar, una contaminación inmediata y aparente. Toca algo y se va; pero en el tocarlo, hay un sello que se ha impreso en la cosa que actúa tocando, el órgano palpante. Palpa y riza; palpa y encrespa. Si esa cosa es el trabajo poético, el de Tedesco se hace con el remiendo asombroso de fragmentos que parecen una sola voz, pero nos desesperan al ir descubriendo, por partes o simultáneamente, al linyera de las palabras, que curva lo liso, el escucha fino de cómo se ama, se desea y se destruye en las ciudades, al hombre ansioso de creencias que va del eros al tánatos, como si un pozo negro se convirtiera en hombre y el hombre en pozo negro. De esas inmundicias sale la divinidad en fraseos que escarban cada palabra por dentro con afán de despellejador. Y que así componen un lamento teológico acribillado de imposibles, fraseos desencajados pero extrañamente familiares, evanescencias convertidas en metáforas de sutiles énfasis. ¿Barroquismos?
Aparentemente. Es que el calmo furor del disconforme hace añicos al verso siguiente. Pero esos añicos son igualmente exquisitos, traen otros componentes siempre; como una gran escala del escuchar. El escuchar a gran escala: simultáneamente, superpuestamente, revolcado en el grumo infinito de palabras tornasoladas. Todas destruidas sin dejar de tener sentido. Porque están a punto de destruirse o a punto de disolverse. En ese frágil momento las encuentra Tedesco.
¿Cómo escucha Tedesco? Con la sapiencia insomne de quien recoge detritus por el camino, los observa y los arroja, para que el próximo viandante sepa que alguien ha hecho algo con eso, y que lo que deja atrás es el desafío de una tarea. No es posible describir esto; son actos del meditador que habla en esos poemas. La nada, la muerte, la rara comunión entre palabras, apenas cosidas en un segundo por un hilo que se desvanece. Por más sintaxis inventada (Tedesco: inventor de una sintaxis) recuerdan cosas. Recuerdan a Macedonio. Pero qué digo… Digo que “recuerdan” a Macedonio. Pero es un recuerdo con el que Tedesco sabe qué hacer. Como anda por el camino, lo recoge y lo devuelve al basural de la memoria.
Total, allí ya están San Agustín u otros por el estilo, un Tomás de Aquino, levemente. Están en entrelíneas, encabezando tramos del andar de esta gran túnica poética, sudario de una gramática llevada al desarmadero con una delicadeza de quien escribe de otra forma un discurso del método. En ese discurso refulgen chispazos plenos que se disuelven en cierta religiosidad, en esa inquietud que apenas revela su disconformismo sacándole a las palabras terminadas en “ad” la “d” final, ese rulo que las pondría dentro del diccionario habitual.
Claro que otros ya hicieron eso y dejaron de hacerlo. ¿A qué se debe esta insistencia de Tedesco? Solo podemos esgrimir una hipótesis, palabra que decían los griegos, pues no se le debe nada a nadie. La hipótesis es “no hay adeudo”. Se debe a sí mismo haber leído a los otros. Está, Tedesco, dentro de esa maraña de otros. Llega, se despide, vuelve, siempre en ese matorral de estilos de la poesía argentina.
Pero es una maleza extraña, se ve solo cuando él deja que la veamos. Toda la poesía de Tedesco nos plantea un problema, y quizás es el problema mayor de su ser poético. Y el problema mayor de la poesía. Y el problema de estar escribiendo obras concluyentes, memorables, de una historia de la poética nacional. ¿No se nos escapa un Lamborghini como un leonzuelo en la fragosidá de un fraseo, cuando alguien interroga, fiscaliza todo en la segunda mitad de este poemario? Allí se indaga en forma inclemente en la vida de un hombre crucificado. Dijimos Macedonio, Leónidas, Borges –al pasar, muy al pasar, todo al pasar– y quizás nos faltaría decir que entre los desperdicios bautismales recogidos de una cuneta, asoma breve, brevísimo, un pedacito de la voz de Gelman. ¿Entonces Tedesco es tributario? ¿No es que leímos a los otros en serio? Entonces, es imposible escapar totalmente; el verdadero poeta no escapa, inventa nuevamente un escape. Tedesco actúa en la rareza de ese escape.
Me anima a decir que ese es el desafío de la poesía, que atraviesa nuestras vidas que fingen cansancio y siguen en el camino del oído perdido en las honduras retóricas y eróticas de la lengua nacional. En este desafío radica una absoluta novedad. Podría decirse que la poesía de Luis Tedesco, hace mucho tiempo, y creo, subrayadamente en este El Sin… de mi aparente, es una novedad absoluta, también por registrar todo lo que acarrea, como teólogo con una bolsa rota, que agarra lo que encuentra, lo registra como óbolo de dios, y se le cae, lo olvida, pasa a otra cosa, invocando divinidades y abjurando un momento después.
Por ser un hereje, ya merece convivir con todas las religiones. Las metáforas son pasmosas por el solo hecho de aparecer con esa continuidad de martillazos sobre el fango. Se presentan y se retiran con reverencia teatral, y eso incesantemente. No es que sea poesía barroca, el barroquismo está en el ritmo interno, en el hilo susurrado que no cesa nunca, acumulando cuentas de un rosario de orígenes mestizos y pasadas por un cribo de exaltado. Que tritura, lo eleva todo hacia un cadalso verbal. No hay verbo sin cadalso en Tedesco.
Ese barroquismo, si lo hubiera, parece un rezo que se autodictamina una orden de disolución inmediata. Burlona -como toda gran burla, es metafísica-, la poesía de Tedesco habla sufriendo. Ignoro si se le puede decir a alguien que está sufriendo. Mejor es ver su poesía como sufriente. Pero qué es sufrir, podría preguntarse. Es una letanía que solo se da el derecho a portar el dolor, si actúa con gozo de sí misma, si pasa de lo soez al devaneo con grandes frases de lenguajes ya armados –sea el del juez, el del psicólogo, el del gaucho– y lo corroe por dentro. Pero los deja discurrir, los perdona, los expone. Les deja la cáscara que ríe y el rumor interno que va llorando despacito.
No sabemos entonces con qué sentimientos ha trabajado Tedesco, aunque los sospechemos todos: injurias, perversiones, devociones, dioses menores, dioses mayores, géneros ya transitados, por lo tanto, la obviedad del habla, de la que surge la gran poesía, el gran memorándum que registra el mundo tal cual es. Pero ese ser es el problema, pues se trata del corazón de una lengua desollada que se inventa un decir nuevo. Es el decir de un mundo en estado de hecho malicioso. Entonces es evidente que lleva, o mejor se permite, hablar de una posible salvación. Es la religiosidad de los poetas, sin obligación de plegaria, pero si las invoca, será con obligación de parodia.
Luis Tedesco ofrece con este poemario una invención esquiva, con raras minucias de cauta desesperación, una invitación a considerar lo que es obligación hacer con la lengua, como si uno se situara ante el simple acto de retorcer una toalla empapada. Para Tedesco ese acto es superior, problemático y lleno de una nueva dignidad idiomática. Alguien que con su vestimenta pontificial, ríe por dentro porque sabe que contiene a los demás –por qué no, los ha leído, puede que los haya cuestionado, pero la cosa tiene que seguir en serio y es con ellos que sigue– y así, Tedesco es el eslabón necesario que los reescribe –a los ya mencionados y a muchos más– y pone todo lo poético en sí, en su sí mismo que experimenta con las sombras que lo acompañan. Es el modo en que él descubre y nos hace descubrir que la originalidad no es gratuita.
Que todos y nadie es original, y que la verdadera originalidad es ponerse a hablar como un fantasma que por saber que las cuestiones fundamentales estaban escritas, ahora había que tratarlas otra vez, y hacer de ese espanto, los múltiples planos en que se origina su poesía. Llegar a esa raíz, hace de la poesía de Tedesco una investigación esencial sobre la condición humana, y si esto ocurre en cierto país llamado Argentina, nombre incómodo por englobar tantas cosas, Tedesco consigue hacerlo cómodo, porque podemos pensarlo, tocarlo sutilmente, pero el precio de esa comodidad es enorme. Hay que entenderla como algo trágico, porque principalmente son poemas sobre cómo escribir poemas.
Se trata, es claro, sobre métricas y cesuras. Y al mismo tiempo son una meditación donde la acción lingüística invocada, lleva a pensar el vacío y la forma… “dios engendra, sindiós maniobra en el cubil catastro de tu forma”. Así dice en el trabajo sobre ese “sin”. Y entonces se entiende que el retorcer verbos, cambiar tiempos de conjugación, enmendar los diccionarios disponibles, doblegar o encorvar la escrita habitual, pertenecía a un secreto evangelio de iniciación, el punto de arranque del acto poético por excelencia, que puede transformar el despojo en una forma de vida, y lo aparente en un saludo al politeísmo de toda elegía.