Antonio Zuleta tiene una pasión: los OVNI. Lo vemos paciente y dedicado mientras prepara su equipo de filmación, entrevista a testigos de apariciones, persigue misterios a partir de indicios. Su tarea no es solo la del sesudo investigador sino también la del creyente, movido a veces por intuiciones y corazonadas. Antonio es, también, un explotador, cuya cámara lo lleva de la superficie al centro de los fenómenos que descubre, construyendo nuevos interrogantes antes que verdaderas certezas. Y es, además, un maestro, portador de un oficio que no es meramente el de cineasta amateur sino el de ferviente convencido de que en esas imprecisas imágenes caseras se revela algo del misterio que se alberga en el espacio exterior. Por último, Antonio es el protagonista de Al centro de la tierra, cuarta película de Daniel Rosenfeld, director de la premiada Cornelia frente al espejo y quien aquí lo acompaña desde su Cachi natal hasta Buenos Aires siguiendo la pista de su oficio y su pasión.

Curioso cruce entre documental y ficción, con ecos de palpable autoconciencia, la película de Rosenfeld muestra en sus primeras imágenes a Zuleta enfrentado a la inmensidad del cielo neblinoso, apenas surcado por aislados relámpagos. Entre tanta quietud y espera, un grupo de ovejas se inmiscuyen en el plano y lo atraviesan de lado a lado. Casi como parte de una imprevista orquestación, los animales invaden  presurosos el espacio, movidos por una fuerza extraña, un temor repentino. Es ese misterio inaprensible el que Zuleta persigue con su cámara, atento a los cambios del viento y la irrupción de la lluvia. De vez en cuando emite señales con un viejo celular, pequeños sonidos que se propagan en un territorio en el que parece ser el único habitante. Rosenfeld edifica su película a partir de la mirada de su personaje, a partir de esa creencia que excede todo misticismo y se afirma en una solida convicción: Antonio ha registrado objetos voladores no identificados desde 1995. Algunos ahí nomás, en la parte trasera de su casa, otros en las afueras del pueblo, o en el medio del desierto al pie de la montaña. El minucioso registro de filmaciones caseras es casi un tesoro, pruebas propias de una comunicación que sostiene pese al tiempo y las dificultades. 

Una de las claves de Al centro de la tierra es la idea del legado. Antonio tiene más de 70 años, algunos achaques y está convencido que esa tarea que él ha realizado durante tanto tiempo debe ser continuada. Por eso lleva a su hijo más chico al campo, le enseña a montar el trípode, a afirmar la cámara, a filmar una panorámica. “No me filmes a mí, filmá la montaña”, le dice mientras sigue con el brazo ese recorrido imaginario que también realiza la mirada de Rosenfeld, apegada a esa vocación por descubrirlo todo, por no perderse nada. Al centro de la tierra trasciende los OVNIs y el espacio exterior y se concentra en la relación entre padre e hijo mediada por la cámara y la pasión. Porque Antonio trasunta una pasión profunda y subterránea en todo lo que hace, ya sea el arte de preparar un buen sándwich de mortadela o la admiración por los goles de Maradona. Transmitir esa pasión, la del cine y la de los OVNI, compartir con su hijo ese secreto extraordinario que solo a él le fue dado a partir de las apariciones, es también formar parte de un legado, de un impulso de vital trascendencia. 

A medida que avanza la película, los confines de Cachi, las anécdotas de sus primeros registros, las entrevistas con algunos vecinos que fueron testigos de esas “visitas”, la reflexión intuitiva sobre el material disponible, se torna insuficiente. Entonces, Antonio emprende un viaje de la periferia al centro en busca de algunas certezas, de algunas voces autorizadas. Rosenfeld sigue a su personaje hasta Buenos Aires como si fuera parte de la misma exploración, como si se plegara a su misma mirada que se posa ahora sobre un paisaje urbano, enmarcado en la habitación de un hotel, en los salones impersonales de los bares de paso. El paisaje salteño, aquellas inmensas montañas rojizas, sus noches estrelladas que representaban el misterio de lo inaprensible de toda creencia, se contrapone a este nuevo escenario regido por la frialdad científica y su abanico de pretendidas comprobaciones. Rosenfeld diferencia muy bien los espacios a partir del encuadre, de la relación del personaje con el entorno, de la relación con sus hijos, los viajeros acompañantes. Hay un humor sutil que se desliza en ese contraste, que se hace evidente en el encuentro de Antonio con Fabio Zerpa, en esa conversación en off que se intuye a partir de gestos y mudas expresiones. Su rostro se dibuja con los rasgos de la desilusión, como si esa indecible incomodidad que se intuye en la geografía porteña encontrara eco en la incomprensión y el descreimiento que la ciencia tiene para ofrecerle. 

Antonio es, por fin, un incansable caminante. Su regreso de la capital se conjuga con una aventura a un centro más allá de esa superficie en la que las luces se dibujan como relámpagos, en la que los animales se mueven por llamados subterráneos, en la que las señales se propagan en busca de una respuesta. En compañía de Milstein, un mecánico aeronáutico, Antonio se interna en las cavidades montañosas donde pueden rastrearse algunos indicios de presencias extrañas, trazos de una comunicación suspendida, pistas de un rompecabezas que se resiste a completarse. El registro de Rosenfeld tiene el peso de lo inmediato, de lo imprevisto, como si él mismo fuera a sorprenderse con lo que puede pasar cuando Antonio atraviese la montaña. ¿Qué hay dentro de esas misteriosas cavidades rocosas en las que se cruzan campos magnéticos y señales en código morse? ¿Puede esa aparatología científica competir con la confianza de Antonio en su propia intuición, en las ondas de su viejo celular y en el legado que ofrecen las imágenes de su pequeña cámara? En una película que se expande al infinito a medida que se adentra en su personaje, que habla de OVNI y de viajeros, de creyentes en la aventura y en la permanencia de todo legado, Rosenfeld convierte trazos de realidad en ficción y muestra como esa tierra moldeada por la fantasía puede convertirse en la más esperada de las revelaciones.