“La tierra se estremece igual que el delicado esqueleto de un colibrí”. La chamana ecuatoriana, con una lírica excepcional y un oído cósmico que capta las vibraciones más íntimas de las palabras, invita a un viaje lisérgico a los pies de uno de los volcanes de los Andes. Dos amigas de Guayaquil, Noa y Nicole, huyen de la violencia de la ciudad y suben a la cordillera rumbo al “Ruido Solar”, un macrofestival que congregará, durante ocho días y siete noches, a músicos, bailarines y poetas. La huida para Noa es una oportunidad para reencontrarse con su padre, que la abandonó cuando era una niña y vive en el bosque habitando “la divinidad del silencio”. Mónica Ojeda presentó en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Penguin Random House), una novela coral, hipnótica y poética donde la música baila, los cuerpos escriben y la danza canta para exorcizar el intenso miedo de estar vivos.
En su primera visita a Buenos Aires, Ojeda (Guayaquil, 1988) habla de la versatilidad musical que hay en su última novela, desde la voz ronca de PJ Harvey a Los Jaivas, de Led Zeppelin a Bomba Stéreo, por mencionar apenas algunos nombres que circulan por las páginas de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, una historia atravesada por la búsqueda del padre. “Había dos vertientes que me interesaban en la relación de Noa con su padre. La primera es qué pasa con un cuerpo abandonado y qué pasa con un cuerpo que abandona también porque creo que son dolores y formas distintas de enfrentarse con la propia identidad en crisis. También me interesaba la búsqueda existencial por el origen. Uno quiere separarse del origen para tratar de hacer su propio destino, pero siempre estás mirando hacia atrás, como si no pudieses escapar de determinadas huellas que han dejado los padres”, plantea la autora de las novelas La desfiguración Silva, Nefando y Mandíbula, los poemarios El ciclo de las piedras e Historia de la leche y los cuentos de Las voladoras.
Las llamas del jardín natal
-No se puede negar el origen, por más que se intente hacerlo, ¿no?
-Exacto. Me recuerda la frase de Marosa Di Giorgio del poema “Está en llamas el jardín natal”. Siempre vuelvo a ese verso porque es verdad que el jardín natal, el lugar del origen, está incendiado. Y uno está mirando esa hoguera y no puedes entrar porque te quemas. El origen es un lugar peligroso.
-¿Cómo fue escribir sobre un padre abandónico?
-Mi padre no me abandonó, como el padre de Noa, pero hay otro tipo de abandonos; hay abandonos emocionales que tienen que ver con estar físicamente presente y emocionalmente ausente. Yo he tenido una relación bastante conflictiva con mi padre, pero al crecer he aprendido a entender que más que un padre es un hombre y que tiene sus traumas, sus propias llagas familiares de las que viene y que ha tratado de hacer lo mejor. Aún así desde la perspectiva de la hija no es suficiente. Pero lo ha hecho mejor que sus propios padres.
-Un personaje de la novela dice: “Es imposible vivir en este país”. ¿Podrías suscribir la misma frase con respecto a Ecuador?
-Sí y no. A nivel emocional yo tuve que irme porque se me hacía imposible seguir viviendo en Guayaquil, que es mi ciudad de nacimiento, una ciudad en donde salir a la calle te puede costar la vida. Es complicado vivir en una ciudad en donde hay cadáveres por las calles, en donde tienes que ver de repente balaceras, donde tienes amigos que han perdido la vida. Pero siempre digo que es una visión subjetiva porque hay mucha gente que está viviendo allá y que no se quiere ir, pese a todo lo que está pasando. Mis padres migrarán únicamente cuando no les quede otra alternativa, cuando los narcos o las bandas delictivas les amenacen. Ellos ya han hecho callo, el callo de vivir en esas circunstancias durante mucho tiempo y no quieren irse. Cuando salí de Ecuador, estaba con ataques de ansiedad, no podía gestionar más la vida física, tenía que irme. El lugar de origen me atrae y a la vez me expulsa.
-¿En qué momento te diste cuenta de que no podías estar más en Guayaquil y decidiste instalarte en Madrid?
-En 2017 estuve enferma casi todo el año; tenía fiebre, reacciones físicas que tenían que ver con temblores, aceleramiento del corazón, no podía respirar. El médico me hizo todos los exámenes posibles y me dijo: “no tienes nada, tienes que ir a un psiquiatra”. En el psiquiatra me dijeron que tenía un trastorno de ansiedad y que tenía que aprender a gestionarlo, pero es difícil gestionarlo cuando solamente puedes pasar del trabajo a la casa y estás segura metida en cuatro paredes. El miedo me afectó psicológicamente, yo tenía que irme a un lugar donde pudiese caminar sin tener que estar mirando todo el rato atrás, sin tener que ponerme las llaves en los puños para automáticamente reaccionar. También es algo que viene de una experiencia biográfica familiar, mi abuelo era esquizofrénico, creía que lo querían matar todo el tiempo, y yo crecí escuchando a mi abuelo pensando que lo querían matar. Mi madre siempre se sienta en un restaurante mirando la puerta para ver quién entra y quién sale de un espacio. Circunstancias geográficas y biografía familiar hicieron una sinergia tremenda.
El órgano del miedo
Ojeda da clases en la Universidad de Salamanca, en la Universidad Pompeu Fabra y en la Escuela de Escritores de Madrid. Aunque el trastorno de ansiedad se diluyó, a veces vuelve ante una circunstancia emocional difícil de tramitar. “A principios de año hubo estado de excepción en Ecuador y mi hermana y mi madre estaban encerradas en sus casas. Tuve un ataque de ansiedad en ese momento porque estoy lejos y estoy pensando todo el tiempo que si pasa algo tengo 13 horas de avión y no llego; es un miedo ganado que no tenía antes”, confiesa y sus manos se contraen en un gesto que condensa la tensión de lo que se pierde desde la distancia. “Por eso digo que migrar es cambiar unos dolores por otros, unos miedos por otros, unas fragilidades por otras; es como un trueque -compara-. Estoy más tranquila ahora en España, ya no tengo ese perenne estado de ansiedad y he podido conseguir trabajo, pero estuve tres años sin papeles, tres años en los que trabajaba en negro, no me podían pagar de forma decente y no me hacían contratos de alquiler".
-“Chamanes eléctricos en la fiesta del sol” empieza con una cita de Nietzsche: “El oído es el órgano del miedo”. ¿Por qué elegiste empezar con esa frase?
-Mientras escribía la novela estaba leyendo sobre la tradición de la música que la liga con la experiencia de la noche, de lo oculto y lo sobrenatural, esa línea más dionisíaca que apolínea. Releí mucho a Nietzsche; leí a Ramón Andrés que tiene un libro hermoso que se llama El mundo en el oído y a Pascal Quignard con El odio a la música. Quería explorar qué es lo que hace la música en un cuerpo que está hipersensibilizado por el dolor, sea cual sea ese dolor. En el caso de Noa y de Nicole, tiene que ver con el terror de vivir en una ciudad en donde tienen que encontrar cadáveres cada dos por tres. De hecho su amistad surge mientras ven un cadáver y después se van a una fiesta. El cuerpo llega a la fiesta del Ruido Solar hipersensibilizado. Pero Noa además va a enfrentarse a buscar a su padre que la abandonó y eso despierta toda una serie de traumas que terminan explotando en su propio cuerpo. Me interesaba mucho pensar cómo la música despierta esa parte introspectiva y acabamos de forma casi accidental no huyendo de aquello que nos duele, sino confrontándolo.
-¿La novela es mucho más dionisíaca que apolínea?
-Sí, es muy dionisíaca, tiene toda esa parte de la fiesta del Ruido Solar vinculada con la exploración del inconsciente porque la música saca algo oculto y te pone por delante imágenes poéticas. De repente hay un momento en donde los personajes encarnan esa imaginación poética que les surge de la experiencia de estar en las faldas de un volcán bailando. También el baile es un ejercicio de sacarle un lenguaje al cuerpo, que no tiene que ver con el significado ni con el sentido, tiene que ver con la imaginación del movimiento; es otra cosa. El oído es el órgano del miedo, como dice Nietzsche, porque te vincula con todo aquello que no se puede ver, con lo que se siente en el cuerpo, pero no es visible. Uno no puede ver una canción, pero la puede sentir. Cuando estás en una fiesta, hay un momento en donde el cuerpo se abre tanto a la experiencia sensorial que también sale todo aquello que está guardado, entonces lloras o te pones contento. Te pasan muchas cosas que no tienen un sentido cerrado y no sabes por qué estás llorando y está bien no saber. Hay experiencias que son el llorar por el llorar, el reír por el reír, el bailar por el bailar. No hay razón, no hay utilidad, no hay instrumentalización de las emociones posibles en determinadas circunstancias. Entonces me interesaba también pensar cómo los personajes que vienen de esos contextos de violencia, huyen de todo lo malo que les ocurre y se contagian de una imaginación sonora, psicológica y circunstancial. Menos Nicole, que es la más racional, la que no quiere entrar al juego, un juego que tiene que ver con jugar a creer que algo puede transformarse a través de la imaginación.
Un cuerpo que baila
-¿Qué importancia tiene la poesía en tu narrativa?
-Yo busco la experiencia poética en la palabra, incluso cuando estoy armando un texto narrativo, porque no me da la gana de que sean géneros separados. Allí donde está la palabra narrativa hay peligro de que se pueda desviar al territorio poético. Y viceversa también. Cuando estás escribiendo un poema, hay momentos en donde se te desvía al territorio narrativo. A la escritura, como dice María Negroni, no le importan los géneros. La escritura es como un cuerpo que baila y me interesa ese movimiento vivo. Tengo una sensibilidad muy sensorial que apela mucho a los sentidos, escribo de esa manera las novelas porque es el modo en que me relaciono con la realidad, aprendo a tocar mejor las cosas, a escucharlas mejor, a mirarlas mejor, a través de esos desvíos del lenguaje.
-Cuando se piensa en tu escritura, se habla de “gótico andino”. ¿Cómo te llevás con esa etiqueta?
-Yo considero que es una categoría bastante abierta y pienso en otras autoras que también entran en el gótico andino como Giovanna Rivero (Bolivia), Liliana Colanzi (Bolivia) y Natalia García Freire, una autora ecuatoriana; todas son literaturas muy distintas y con planteamientos muy diferentes. Yo entiendo el gótico andino como un pensar las narrativas del miedo a partir del componente geográfico, histórico y sociopolítico de un determinado territorio, porque cada lugar tiene maneras muy distintas de enfrentar el trauma y el miedo. Me parece que hay que hackear el gótico (una palabra que viene de una tradición inglesa) poniéndole al lado una territorialidad distinta. El gótico andino es un concepto que ojalá no se delimite nunca para que pueda ser un lugar de apertura a distintas maneras de abordar la geografía y el terror.