Eduardo Rinesi es filósofo y politólogo. Entre 2010 y 2014 se desempeñó como rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento, casa de estudios que hoy integra como director y docente de la cátedra Política. También está a cargo de la cátedra de Sociología del Colegio Nacional Buenos Aires, y de la cátedra "Problemas de la Filosofía Social y Politica", en la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba.
Rinesi, que estudió en la Universidad Nacional de Rosario, en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y en la Universidad de San Pablo, dialoga con BuenosAires/12 y reflexiona sobre la disputa entre las universidades nacionales y el Gobierno encabezado por Javier Milei.
—¿Cómo analizás la respuesta del Gobierno nacional frente al reclamo del sistema universitario?
—Las universidades públicas del país vienen recibiendo del gobierno nacional, frente al reclamo perfectamente razonable y justo de la necesaria actualización de un presupuesto que no puede ser, en un contexto de una inflación interanual del 300%, el mismo que el año pasado, una respuesta poco más que nula, articulada en un discurso muy cerrado y muy dogmático, que está centrado en dos o tres principios por completo prejuiciosos que el Gobierno repite como una cantinela. Uno de ellos es el de la presunta necesidad de eliminar, y de eliminar de una vez, de un saque, el déficit fiscal, que sería, tal parece, el padre de todos nuestros males, lo cual es, por decir lo menos, altamente opinable. Pero estos tipos no opinan: saben, o fingen saber, o gritan como si supieran, y actúan brutalmente conforme esos presuntos saberes que no contrastan ni con las opiniones de los otros ni con las desmentidas que todo el tiempo les ofrece el mundo. El otro es el de una representación muy ignorante acerca de todo lo público y de todo lo estatal, a lo que se representan como intrínsecamente malo. Esta muchachada tiene una concepción completamente antiestatalista de la vida colectiva y una muy particular idea sobre la propia sociedad, si es que esta palabra tiene, en su modo de pensar las cosas, algún significado. Digo esto pensando en la célebre frase de Margaret Thatcher, por la que el presidente ha manifestado muchas veces su admiración, que decía que "la sociedad no existe". En efecto, para este gobierno la sociedad no existe.
—¿Y qué existe?
—Existen, en esta representación neo-individualista de las cosas, individuos singulares. A los que, por otro lado, la torpeza teórica e intelectual de este Gobierno sólo puede pensar como agentes económicos del mercado, que establecen en ese mercado relaciones de competencia y lucha con los otros, cada uno viendo en el vecino a un adversario, un competidor, un potencial enemigo o, en la mejor de las hipótesis, un depósito circunstancial de órganos que el día de mañana puede necesitar y comprarle a un precio justo en el mercado. No a un igual, un compatriota, un compañero, un prójimo, alguien con el que integramos una unidad colectiva mayor a la que pensar como una sociedad, como una cosa pública y común. Entonces, si no hay sociedad, si no hay cosa pública, si no hay cosa común, tampoco hay Estado, que es el nombre de esa institución de instituciones que sirve de resguardo jurídico, institucional y político de esa unidad mayor, de esa sociedad, y todo lo que pertenece al orden de lo estatal se convierte en despreciable.
—¿Qué genera esa visión?
—Bueno: en relación con la cuestión universitaria, que es de lo que estamos conversando, genera la idea de que, como las universidades son una de esas zonas del Estado que, por serlo, son sospechosas de ser un puro motivo de dispendio, de irracionalidad, de ineficiencia y, hasta que se demuestre lo contrario, de usos indebidos de recursos, deben ser severamente castigadas, recortadas, limitadas en su capacidad para funcionar, tratadas como un puro gasto, una pura pérdida de dinero. Es notable la saña casi festiva y gozosa del gobierno en el ahogo presupuestario al que están sometiendo al conjunto delas universidades públicas que tiene la obligación legal de sostener.
—¿Por qué crees que la UBA y el Gobierno nacional acordaron por separado? ¿Qué busca el Gobierno al arreglar con cada universidad por separado?
—Yo no estoy seguro que estén arreglando con cada universidad por separado. Por ahora arreglaron con la UBA, lo que es un escándalo. Tenemos motivos para pensar que puedan hacerlo con alguna otra o con algunas otras. Pero por ahora arreglaron con la UBA, por motivos que todos tenemos todo el derecho del mundo a sospechar, porque además no los han ocultado. Los senadores radicales tienen la interesante posibilidad, en las próximas semanas, de aventar nuestras muy legítimas sospechas votando en contra del esperpento de la Ley Ómnibus, que regala juntas su obligación de legislar y la soberanía del país. Ojalá lo hagan. Por ahora, las propias declaraciones del gobierno, que no tiene problema en hablar del modo en el que la cuestión del presupuesto universitario se discute en el marco de las negociaciones con los senadores radicales, nos autoriza todas las sospechas y todas las prevenciones. Mientras tanto, es necesario insistir en que el Gobierno no resolvió la cuestión universitaria: arregló una parte (solo un parte) del problema de una universidad, que por cierto es la más grande, la que tiene posiblemente una mayor visibilidad en la opinión pública y, claro, la que tiene su sede en la ciudad de Buenos Aires. Este Gobierno tiene un pensamiento unitario, porteñista y citadino, por lo que posiblemente considere que la UBA es la única universidad que debe ser atendida en su reclamo o que debe tener alguna razón de existir. A las demás, al conjunto de todas las demás, las viene tratando a puro prejuicio, ignorancia y latiguillos.
—¿Por ejemplo?
—El del adoctrinamiento. Que es no sólo una falta de respeto hacia los y las docentes que damos clases en la universidad, sino una falta de respeto mayor hacia nuestros y nuestras estudiantes, que no son una caja de zapatos vacía, sino tipos y tipas pensantes. La palabra adoctrinamiento dice más del que la dice que de aquellos sobre los que se dice. Y nos dice sobre el que la dice, cuya representación sobre el mundo es por supuesto, como lo son todas, un conjunto de hipótesis y de construcciones (por lo demás bastante torpes, dígase de paso), que cree que tiene sobre la realidad la única mirada verdadera, y que todas las demás son distorsivas, equivocadas o simplemente falsas y maliciosas. No es posible tanta tontería.
—Lo aseguran como si en las universidades no existiera el debate.
—Claro. Y ese debate sí existe, porque de eso se trata en las universidades, y porque el carácter siempre opinable de las construcciones con las que queremos dar cuenta del mundo hace necesario ese debate. En estos tipos, en la ridícula idea de adoctrinamiento de estos tipos, hay una presunción de que el mundo es de determinada manera, de que esa manera coincide con la mirada (con la teoría, con la doctrina) que anima un solo discurso: el propio, y de que todas las otras doctrinas, teorías o paradigmas son ideologías inaceptables, falaces o engañosas que le hacen daño a la virginal cabeza de los jóvenes. Es tan pueril que casi no merecería una refutación.
—También apuntan contra la eficacia de la enseñanza.
—Sí. Por si tuviéramos poco con lo del adoctrinamiento, está esta otra idea, que está mal, y que revela profunda ignorancia y falta de lectura de las estadísticas y de los datos con los que contamos. No es cierto ni que las universidades argentinas sean muchas ni que sean ineficientes. Como muchos colegas han mostrado abundantemente en estas últimas semanas, lo uno y lo otro son construcciones perfectamente ideológicas y falsas. La Argentina tiene una menor cantidad de universidades por cantidad de habitantes que la mayor parte de los países de la propia región con los que solemos compararnos. Y son bastante eficientes en su capacidad para incorporar a sus aulas a la población joven y para graduar a un porcentaje razonable de esos y esas jóvenes. Para no hablar de su enorme importancia en el aporte de los conocimientos que producen a la discusión pública, a la vida productiva, social y cultural y a la orientación de las políticas públicas de los gobiernos que, a diferencia de este, han considerado conveniente escucharlas, y han obtenido grandes réditos de ello.
—¿Sirven movilizaciones como las del 23 de abril?
—Claro que sirven. Fue fundamental la manifestación de ese día. Fue fundamental, entre otras cosas, para visibilizar algo muy importante, que este Gobierno no sabe o no sabía, que es que la universidad pública es una causa muy general, muy transversal, una causa de vastos sectores sociales, incluso no necesariamente universitarios. En esa manifestación del 23 éramos un montón de universitarios, pero también un montón de gente no lo son, pero que o bien aspiran a que sus hijos o sus nietos lo sean, o tienen un familiar que lo es, o tienen un médico o un psicoanalista o un abogado o un contador que estudió en la universidad pública y que por eso, porque estudió en la universidad pública de este país, es excelente. La universidad no le cambia la vida solamente a los universitarios: le cambia la vida a la sociedad. Y es un derecho (como por lo demás lo dice el texto de una ley de la nación: sería buenísimo que esta muchachada le diera una leída) no solo de los y las jóvenes que se acercan a sus puertas en busca de un destino profesional, sino de la sociedad, de la ciudadanía, del pueblo en su conjunto.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que el pueblo debe tener derecho a recibir de las universidades públicas los profesionales que necesita para su desarrollo, su realización y su felicidad, para la atención de la salud y la garantía de otros derechos. Y que también debe recibir de esas universidades públicas los conocimientos y la información que necesita para levantar el nivel de los debates colectivos, para mejorar la puntería de sus discusiones públicas. El papel que tiene la universidad en ese sentido es fundamental. La universidad no es un problema de los universitarios, es un problema y un derecho de la sociedad en su conjunto, y el otro día, el 23 de abril, pudimos verlo en las calles de las ciudades de todo el país.
—¿Y el Gobierno se enteró?
—Claro que se enteró. Y porque se enteró están haciendo lo que están haciendo. Que es tratar de re-escribir ese demanda y esa preocupación de toda la ciudadanía como una demanda y un capricho de apenas un puñado de tipos y tipas que formamos parte de un casta de privilegiados a los que no gusta gastar mucho dinero y que nadie nos audite. Otra pavada. Otra mentira o muestra de ignorancia. O de esa cosa patotera tan desagradable: “Lo único que falta: nos piden que los sostengamos y no nos dejan ver en qué gastan lo que les damos”. Todo ignorante. Todo burro. Pocas instituciones debe haber tan y tan bien auditadas como las universidades públicas, que tienen un sistema de auditoría muy estricto. Muy. Perdón por esta obviedad, pero casi da vergüenza, en la semana en que el Presidente de la nación se va en el avión presidencial a presentar un libro que le publicó una editorial privada y a gritar en un acto de un partido de ultraderecha española que le gusta a él, y se va con no sé cuánta gente y se va a gastar una cantidad de plata de la que para otras cosas dice que “no hay”, casi da vergüenza, digo, tener que explicar lo que solo la mala fe de estos discursos pretende que tenemos que explicar, que es cómo gastan la poca plata con la que están haciendo malabares para seguir cumpliendo su tarea las autoridades de las universidades públicas del país. Pero vuelvo sobre tu pregunta: la demostración de que el gobierno sí entendió lo del 23 es el esfuerzo que están haciendo para transformar, en su discurso, lo que se reveló como la evidencia de una preocupación colectiva y general de la ciudadanía por la cuestión universitaria en una demanda particular y casi corporativa.
—¿La actitud del gobierno condiciona el futuro de las universidades?
—Condiciona el futuro de las universidades, claro. Y condiciona el futuro de la democracia. Es especialmente preocupante que la mirada sobre la cuestión educativa en general y sobre la cuestión universitaria en particular de este gobierno (pero también que la mirada sobre tantas otras cosas fundamentales: sobre el crecimiento económico, sobre la inflación, sobre la política internacional, sobre la salud de la población, sobre la cuestión previsional, sobre la cuestión impositiva) esté animada por prejuicios tan grandes, tan perfectamente dogmáticos, ideológicos y discutibles. Esto último sería interesante. Los prejuicios de los otros, como los de uno, son siempre discutibles y deben ser discutidos, y es exactamente en esa discusión en lo que consiste una parte importante de la gracia de lo que llamamos democracia. Pero ocurre que este es un gobierno que, al mismo tiempo que piensa con prejuicios, que te trata con prejuicios, que gobierna con prejuicios, tiene en su mismo modo de expresión de sus ideas un tono que no habilita, que inhibe, que vuelve casi imposible cualquier discusión. Si te gritan no podés discutir. Si el que habla se ríe de vos, se burla de vos, te insulta o sugiere que, a diferencia de las suyas, tus ideas están animadas o bien por la ignorancia o bien por la mala fe, no podés discutir. Y es una macana. Y es una macana que tenemos que revertir. Quiero decir: que el conjunto de prejuicios que este Gobierno exhibe en su mirada sobre la cuestión educativa, universitaria, pública y estatal deben ser discutidos. Es muy importante para todos y todas, para la calidad de nuestra vida colectiva, que sean discutidos.
—¿Qué hay que discutir?
—Tenemos que discutir sobre lo público, sobre el Estado, sobre las injusticias que signan nuestra vida colectiva y sobre los modos de combatirlas. Tenemos que discutirlas y tenemos que discutirlas con este gobierno y tenemos que discutirlas con millones de compatriotas que creen que lo que dice este gobierno está bien. Y no: no está bien. Este gobierno tiene la idea perfectamente disparatada, y muchas veces refutada por la historia, de que si de una buena vez destruimos cualquier forma de lo público, del Estado, de sus leyes, de sus normas, de sus burocracias y de sus agentes, este país va a ser un paraíso y nosotros vamos a ser felices y libres. Pero no: no vamos a ser felices, porque vamos a estar muertos, y no vamos a ser libres, porque la libertad es otra cosa (mucho más interesante, por suerte) que lo que cree esta gente.
—¿Qué es?
—La libertad no es la libertad de los agentes del mercado para comprar y vender a su antojo todo lo que se les ocurre. Pensar que la libertad es eso es mezquino, berreta, sesgado, parcial. La libertad es la libertad de los ciudadanos para realizar sus vidas, para dar a conocer su opinión y que esta opinión sea tenida en cuenta en grandes espacios de debates colectivos. La libertad es la libertad colectiva del pueblo en relación con aquellos que quieren conculcarla o limitarla. Estos tipos tienen una idea tan menor de la libertad que nos debemos grandes discusiones, y si este Gobierno no está a la altura de esas grandes discusiones, por suerte las universidades públicas del país sí lo están. Si el Gobierno dice barbaridades seremos nosotros quienes demos, contra los dogmatismos, las necedades y la ignorancia, contra la torpeza, la ideología y la insensatez, todas las discusiones que sea necesario dar, en todos los espacios de debate público, democrático y abierto que seamos capaces de forjar.