Antes de que conociera a su autora, una inglesa que pasa sus días discutiendo en Twitter con adolescentes. Antes de que empezaran a conflictuarme sus ideas conservadoras respaldadas bajo un supuesto feminismo pero, sobre todo, su mal gusto: las obras de teatro que hizo en Broadway a partir de sus libros multimillonarios, las precuelas que inventó sobre la marcha sin ningún tipo de sensibilidad literaria. Antes de que supiera quien era J.K. Rowling, la mujer que se hizo mundialmente famosa con la saga adolescente Harry Potter, fui una niña en la escuela primaria, y el libro, para mí, no era más que eso, un libro.

Rowling es una de las autoras más leídas del siglo XXI, con más de quinientos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. La historia que mitificó a la escritora es conocida. Una chica nacida en 1965, de clase baja, que publicó sus primeros textos con un pseudónimo masculino, que no tenía un lugar donde sentarse a trabajar y que, por eso, lo hacía siempre en una cafetería y en ese lugar escribió las primeras líneas de Harry Potter sobre una servilleta de papel. 

La saga está compuesta por siete libros y trata, básicamente, de un huérfano que vive relegado a los maltratos de su familia white trash hasta que, un día, es invitado a un colegio de hechicería donde descubre que es un mago. Encuentra un sentido de pertenencia en lo freak, en un mundo que transcurre al costado, o por debajo de la normalidad, otra vida donde hay gigantes, duendes, brujas, animales mágicos, caballos alados que sólo pueden ser vistos por quienes conocen la muerte. La saga de Harry Potter se convirtió, entonces, en un hit para los niños que se sentían solos o incómodos con el mundo en el que vivían. Era una insignia del espíritu transgresor, se hablaba de personajes implícitamente gays, de una crítica solapada al sistema de clases sociales en Inglaterra. 

Este tipo de reivindicaciones caducaron cuando, hace un par de años, la autora dio inicio a una catarata de declaraciones en sus redes sociales. La mayor controversia fueron los tweets en los que negaba la existencia de las personas trans como tales, bajo el argumento de que uno no puede cambiar lo que fundamentalmente es, y debe conformarse con lo que la biología ha predispuesto.

J. K. Rowling recurrió a X para ejercer su transfobia: comparó a Lucy Clark con un "tipo blanco, heterosexual y de mediana edad".

Con esa carita de buena...

Sucede de manera casi automática. Cada vez que llega a los medios internacionales alguna noticia relacionada con el éxito de una mujer trans, Rowling comparte en X su punto de vista. Por lo general, hay dos comentarios posibles en el repertorio de la autora: o se trata de un hombre disfrazado de mujer con el objetivo de usurpar y apropiarse de los espacios por los que han luchado las auténticas mujeres toda la vida, o bien es un hombre que se disfraza de mujer con el fin de infiltrarse en lugares como baños públicos o fiestas feministas y así abusar de ellas. 

La semana pasada le tocó a la primera árbitra trans de fútbol, Lucy Clark, a quien Rowling definió como “un hombre blanco, hetero, de mediana edad”. Está claro que hoy en día Rowling es una escritora millonaria, con la posibilidad —como toda mujer contemporánea— de publicar bajo su propio nombre, pero en 2013 volvió a desempolvar un pseudónimo masculino con su saga de crimen Cormoran Strike. Con el mismo gesto drag en que se inventa a sí misma una identidad paralela, “Robert Galbraith”, la autora lanza esta serie de novelas que parecen alertar a sus lectores sobre los “excesos” de la ideología de género. Una de ellas, Troubled Blood, publicada en 2020, gira en torno a un asesino que se viste de mujer para asesinar a sus víctimas (todas ellas, claro, son mujeres). The Ink Black Heart, de 2022, es la historia de una caricaturista exitosa que recibe acoso virtual y pierde el apoyo de sus fanáticos, que la acusan por su incorrección política. La mujer recibe amenazas de muerte hasta que es apuñalada en un cementerio.

Lucy Clark, feliz con su llegada al fútbol inglés. 

Todo lo que aprendimos de Harry Potter


Recuerdo estar en la cama, un invierno, en mi casa de la infancia. Era 2006 y, por mi cumpleaños, me habían regalado el primer volúmen de Harry Potter. En un intento de mi papá por inculcar en mí el hábito de la lectura, me propuso que lo leyéramos juntos. Aunque eso significaba, fundamentalmente, que me leyera en voz alta. Habíamos llegado a las últimas páginas del libro, en las que Harry termina las clases y se despide de sus amigos nuevos en la estación de tren. Todos se han cambiado la ropa “de magos”, sus túnicas, bufandas y varitas, por prendas comunes, y están listos para volver a la vida normal hasta el próximo año lectivo. Cuando se reencuentra con su tío y con el resto de su familia, a quienes odia, no siente temor de pasar el verano con ellos. 

Está tranquilo porque sabe que tiene una ventaja a su favor. Su familia -caracterizada por su ignorancia y sus costumbres ordinarias-, no tiene idea de cómo funcionan las reglas del mundo de la magia, ni de que está prohibido el uso de hechicería fuera del colegio. Eso significa que, a diferencia de sus amigos, hijos de magos progresistas que respetan las reglas internas de ese mundo, él va a poder usar la magia durante las vacaciones con su familia. Es consciente, por primera vez, de que hay algo adentro suyo que lo puede proteger de esa vida, de esa vulgaridad cotidiana.

Mientras nos acercábamos hacia el final de esas últimas páginas, yo pensaba en que no me molestaría tanto ir al colegio al día siguiente. El invierno siempre es muy frío en los pueblos que están cerca de la costa. Pero a mí me recorría una oleada de algo cálido, algo que en ese momento relacioné con la miel o el chocolate derretido.