En ocasiones resulta muy curioso el origen de ciertos libros. En 2013, una estudiante de Letras poco afecta a Foucault, Heather Dundas, escuchó una anécdota durante su posgrado en una Universidad del Sur de California. En 1975 cuando un casi cincuentón Foucault fue a Berkeley en calidad de profesor visitante habría debutado con las drogas psicodélicas en el desierto californiano guiado por unos jóvenes estudiantes fanáticos de él y a quienes el filósofo apenas conocía. El episodio parecía venir de perlas a Dundas para desprestigiar y dejar mal parado a un Foucault a quien en realidad detestaba y le parecía la encarnación paradigmática del teórico arrogante. Así, con la intención de satirizarlo fue en busca de un ya anciano Simeón Wade, uno de los amigos drogones, que había dejado testimonio de la experiencia en un manuscrito.
Ese manuscrito convertido en el libro “Foucault en California” acaba de editarse por primera vez en Argentina. Lejos de la intención primigenia de Dundas, la narración de Wade deviene en un relato trepidante, gracioso y encantador que ofrece un retrato inusual de uno de los más célebres y pensadores del siglo XX a escala global. Es decir, sin ser un gran libro, tiene el mérito de ser magnético, alegre, sincero y honesto y brindar otras aristas -humanas, demasiado humanas- para quienes perduramos en rendir honra y loor al gran maestro francés.
La propia Dundas, que se hizo amiga de Wade, es la primera que parece cambiar su posición cuando, desde el prólogo, afirma: “El manuscrito de Wade, “Foucault en California, te permitirá sumarte a ese viaje en el Valle de la Muerte. Ojalá la experiencia enriquezca tu vida”.
En efecto “Foucault en California” resulta tan alucinógeno como la experiencia que describe. Hacia 1975, Simón Wade, es un profesor treintañero de Claremont, una universidad aledaña a Los Ángeles, tan fanático de Foucault (“conocés más de mi obra que yo mismo”, concluyó Michel en medio del viaje lisérgico) que, cuando se entera de que el filósofo está en Berkeley, se suma al público y recurre a estrategias de seducción -en donde no duda en utilizar a su atractiva pareja Mike- para que acepte una invitación a visitar Claremont.
Con el soborno de unos suculentos honorarios y la promesa de un grupito de concupiscentes y bellos jóvenes estudiantes californianos predispuestos a entretenerlo, increíblemente logra convencer a la estrella intelectual del momento. Cumplido el primer propósito, cual el Maligno con Jesús (hay exégetas que sostienen que el Diablo intenta tentar a Jesús no porque lo odie, sino porque lo ama), va a fondo con el segundo y tercer propósito: llevar a Foucault en una excursión al Valle de la Muerte e iniciarlo en la magia del LSD.
Que Foucault acepte las propuestas de dos muchachos alocados y obsesivos parece salido de una obra de ficción (evidentemente aún no había ocurrido el asesinato de Lennon a manos de un fanático y el mundo era más inocente). El día “D” o día “LSD”, ya camino al Valle de la Muerte, Wade simplemente le anuncia a Foucault que le preparó algo especial. Un reticente Foucault abre aún más sus grandes ojos y acepta la mitad de la dosis. Tal como describe Wade: «Siguiendo nuestras instrucciones, se mojó la punta del dedo, apretó la sustancia contra sus dientes inferiores y tragó saliva de forma audible. Después nos adentramos, los tres muy juntos, en Artist’s Palette, que relucía bajo el sol del atardecer como una tumba con mosaicos iluminada por la antorcha de un arqueólogo». Tras fumar marihuana y beber licor para adelantar y potenciar el efecto, pasados unos minutos, Foucault los mira con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuera el gato de Cheshire» y contemplando el firmamento afirma alegre y feliz: «El cielo ha estallado y llueven estrellas sobre mí. Sé que esto no es cierto, pero es la Verdad».
Invirtiendo el rol de Sócrates y sus apasionados seguidores, la pareja aprovecha para acribillar a Foucault a preguntas. Así, Foucault se remonta a su adolescencia. Se describe como un joven rebelde y conflictivo en permanente pugna con su padre, un médico sádico que, en su afán de reformar su afeminamiento apela a internarlo en un colegio católico y luego, más radical, lo amenaza con hormonas “para normalizarlo” (estrategias que no parecen muy alejadas de las declaraciones del ignoto y fallido biógrafo de Milei).
El Foucault extasiado con el LSD, orgulloso y feliz de sus deseos sensuales que, epifánico proclama que “ahora entiendo mi sexualidad”, que confiesa su proclividad a las saunas leather en San Francisco, que se vanagloria de su matrimonio abierto con Daniel Defert y de un amante brasileño (“Lo que me gusta de Brasil y de California … es que sus muchachos son abiertos, nada arrogantes … no andan pavoneándose por ahí, son relajados con sus cuerpos y más sinceros quizás porque son pobres) parece ser el tipo ideal de resistencia contra los actuales discursos neoconservadores de Argentina.
A su vez, el que dice gustar del cine de Fellini, Antonioni, Polansky y el Hitchcock de Psicosis, el que ama la literatura de Malcom Lowry porque es literatura de borrachos, el que dice que su amigo Jean Genet “prefiere la risa al sexo”, el que se muestra vulnerable y defiende las revoluciones sociales es un ser de carne y hueso, demasiado, humano demasiado humano.
Según Wade, Foucault había disfrutado tanto del viaje que afirmó que había sido una de las experiencias más importantes de su existencia. A su vez, Wade sostenía que Foucault y Wade habían seguido siendo amigos el resto de la vida del filósofo. En una de sus visitas posteriores, Foucault le habría anticipado que estaba escribiendo sobre monstruos, “porque siempre había pensado que él mismo era un monstruo”.
LSD y después
Probablemente, la noche que Foucault pasó en el desierto tomando el trozo de un cartoncillo de LSD (finalmente tomó la dosis entera) haya influido en el resto de su obra. Tal vez haya rastros de esa experiencia alucinógena rodeado de amigos ocasionales, escuchando música y mirando las estrellas en sus conceptos de la amistad como forma de vida, en sus intentos de erotizar la amistad y elevarla como la más subversiva de las relaciones y en su readaptación de la noción nietzscheana de la estética de la existencia, hacer de la vida una obra de arte o un arte de la vida. Tampoco parecen ajenos a ese momento, sus escritos sobre el erotismo de otras partes del cuerpo que no son los genitales o sus relatos de experiencia a la vez sensual y solidaria en saunas de San Francisco en pleno auge de la epidemia del sida.
En la novela autoficcional “Al amigo que no me salvó la vida” (1991), el escritor Hervé Guibert convirtió a Michel Foucault en un personaje de ficción llamado Musil. Con esa estrategia literaria narró la agonía y los últimos días del filósofo francés por complicaciones con el SIDA. Según relata Guibert, cerca del final de su vida, ya internado en el sanatorio Foucault habría bromeado con el novelista sobre su fantasía más querida, un sueño donde desparecía.
Una noche, escribe Guibert, el filósofo describió el placer que sentía imaginándose en una institución donde la gente no va a morir, sino donde solo parece morir. “Todo sería espléndido, con pinturas suntuosas y música suave”. El lugar semejaría un hospital; pero oculta detrás de los cuadros al fondo de cada habitación habría una puerta pequeña, un agujero para escapar. En el momento oportuno, el “paciente” drogado con una sustancia placentera, se deslizaría detrás del cuadro y abriría la puerta. “¡Estoy listo!”, diría. “Y te irías afuera, desaparecerías, morirías a los ojos del mundo, y reaparecerías sin que nadie te viera, al otro lado de la pared, en un patio trasero, sin valijas, sin nada en las manos, sin nombre, listo para inventarte tu nueva identidad”.
Guibert escribe que nunca vio a Foucault con tanta paz y tantos ataques de risa como cuando se estaba muriendo. Y muy particularmente cuando imaginaba esa institución imaginaria, a ese lugar adonde huir, a ese sujeto libre al fin de las ataduras del poder moderno para hacer de su vida una obra de arte. Quizás en ese sueño, en esa serenidad del Foucault de los últimos días estaba muy presente su experiencia lisérgica con Simeón Wade y su pareja en el Valle de la Muerte. Porque según Wade “Michel quería irse colocado, como Aldous Huxley”.
Simeon Wade, “Foucault en California”, Blackie Books. Buenos Aires, 2024