Quiero hacerle una propuesta provocadora. No sé qué edad tiene usted y por lo tanto, no sé bien a quién le estoy escribiendo, pero no debería tener importancia. Un poquito de historia... muy poca. En algún momento, que podría ubicar en la última década o 15 años atrás, se produjo una irrupción masiva de las tecnologías digitales. No me refiero solamente a los teléfonos celulares, sino también a las computadoras personales, las netbooks, laptops, relojes con acceso a internet, las playstations, las tabletas, etc., etc... De todas formas, fíjese que no quiero poner el dedo en el instante en el que “debutaron”, sino cuando se hicieron masivas. El mejor ejemplo que se me ocurre es el de un televisor o un teléfono: nadie necesita explicar lo que es, todo el mundo entiende.

Desde que eso sucedió, yo escucho que la gente de mi generación (nacidos en la mitad del siglo pasado), e incluso de la que me siguió, se “queja” sobre el efecto que produjeron en la juventud, en los adolescentes e incluso con los niños. Es muy frecuente escuchar que ahora viven más aislados, que se van perdiendo las relaciones interpersonales, que este tipo de tecnología tiende a la soledad. Por supuesto, esto viene también con otra “queja” incluida, que encubre el “todo tiempo pasado fue mejor”.

 Yo tengo una visión distinta y no necesariamente aspiro a que la comparta. Solo quiero ofrecer algunos datos para que las conclusiones que saquemos sean más educadas. Un ejemplo que me resulta muy útil, es el del teléfono. Creo que me puedo permitir suponer que la aparición del teléfono no generó que la gente se encontrara menos ni se aislara más. En todo caso, sirvió para planificar mejor las citas y acercó a aquellos que estaban distantes geográficamente. Sin embargo, los registros de la época muestran el mismo tipo de preocupación de la sociedad: la gente ahora hablará por el “aparatito” negro y ya no necesitará visitarse, ni verse en persona. ¿Le suena parecido?

En ese contexto, con una escenografía que invita a la añoranza, todo lo que sucede ahora tiene que ser peor: no cabe otra alternativa. Antes, nosotros éramos mejores, más generosos, más solidarios.... mmmmmmm, ¿seguro? En todo caso, lo que acepto sin ninguna duda es que nosotros éramos más jóvenes, nada más que eso. O mejor dicho, sí, algo más: ¿cómo sabemos que nosotros habríamos hecho algo diferente si hubiéramos estado expuestos a la parafernalia de opciones que existen hoy? Nosotros jugábamos con las opciones que teníamos, pero no se nos ofrecía la variedad actual. Para poder deducir que “éramos mejores” o “más solidarios” o “que no hubiéramos hecho lo que los jóvenes hacen hoy”, deberíamos haber tenido delante nuestro las mismas alternativas actuales y debiéramos haberlas desechado. En ese caso sí, aceptaría que “éramos distintos”. 

Pero lo que escucho de parte de quienes me “atacan” es que yo me niego a ver la realidad, que estamos generando jóvenes aislados, solitarias/os, ensimismadas/os, ausentes, poco solidarios y sin contactos con el mundo exterior. ¿Exagero? Puede ser... pero reconózcame que esto que describí acá arriba se asemeja bastante a lo que usted también piensa o escucha, con distintas tonalidades, pero apuntando en esa dirección.

Lo concreto es que personas como yo, que ponemos en duda esta descripción, terminan en discusiones de café con final incierto. ¿Cómo tener razón? ¿Quién haría de juez? ¿Cómo comparar épocas? Pareciera que no hay maneras de corroborar nada. 

A este punto quería llegar, porque... ¡tengo malas noticias para ustedes! (si es que usted está incluido entre “los ustedes”). Fíjese lo que pasó.

Hace unos días, más precisamente el 2 de octubre de este año, Josué Ortega y Philipp Hergovich [1], publicaron un artículo que analiza algunos comportamientos sociales sorprendentes. Lea los siguientes párrafos, extraídos del trabajo y fíjese lo que piensa usted.

“Las conexiones más importantes que tenemos no son las que provienen de nuestros amigos más cercanos sino a través de ‘conocidos’: gente que no está necesariamente muy cerca nuestro, ni física ni emocionalmente, pero que nos ayudan a relacionarnos con grupos que de otra manera nos serían inaccesibles. Por ejemplo, es mucho más probable que obtengamos una oferta de trabajo por parte de un conocido que de un amigo. Esos lazos que parecen débiles, sirven de puentes para establecer relaciones con otros grupos que están más alejados de nuestros intereses y nos conectan con la comunidad global”.  

Y siguen: “Antes, nos casábamos con gente con la que teníamos algún tipo de conexión: amigos de amigos, compañeras/os de colegio, vecinos. Como en general estábamos conectados con gente similar a nosotros mismos, era mucho más probable, por ejemplo, que nos casáramos con gente de nuestra misma raza o nuestra misma religión o misma nacionalidad”.

Y a este punto quería llegar: “Sin embargo, Internet fue cambiando estos patrones: gente que se conoce por esta vía solía estar –en principio– totalmente desconectada”.

Y ahora, lea esta frase: “Dado que en la actualidad… ¡una tercera parte de los casamientos modernos empiezan usando internet o las redes sociales!”, los autores comenzaron a investigar en forma teórica, usando grafos al azar y teorías de apareamiento, los efectos que producen estos nuevos lazos en la diversidad que es posible encontrar en las sociedades más modernas.

“Hemos encontrado –siguen Ortega y Hergovich– que cuando una sociedad se beneficia de la inexistencia de lazos previos, la integración social ocurre muchísimo más rápido...”

Después, citan un trabajo de Rosenfeld y Thomas exhibiendo una lista de cómo encontraron los norteamericanos sus parejas en los últimos ¡cien años! En los primeros lugares aparecen (por orden de relevancia): a través de amigos comunes, en bares, en el trabajo, en establecimientos educativos, en la iglesia, a través de familiares o porque terminaron siendo vecinos.

Pero en los últimos 20 años, Internet dio vuelta al mundo como una media, aún en la forma en la que encontramos nuestras parejas. Ahora, los encuentros se producen entre dos personas completamente extrañas, sin ningún lazo previo ni intercambio social (tradicional). De hecho, documentan cómo los encuentros iniciados en internet, se han convertido en ¡la segunda forma más popular de encontrar pareja para los norteamericanos!

Imagine usted lo que eran las “redes sociales” antes que apareciera Internet.

Imagine que cada persona es un punto en un mapa enorme y que usted va a trazar un segmento que une dos puntos si esas dos personas se conocen. Piense que con este “modelo”, si usted tiene una amiga, habrá un segmento que los conecta, pero si su amiga tiene una amiga que usted no conoce, no hay segmento que lo una a usted con la amiga de su amiga pero sí uno que las conecta a ellas. Y así siguiendo.

Depende de qué le interese estudiar, uno podría hacer hincapié en el sexo, o la edad o la geografía.

Lo que acabo de describir en forma muy rudimentaria, es lo que en matemática se llama un “grafo”: puntos distribuidos en algún lugar y segmentos que conectan algunos puntos con otros.  Esos puntos pueden representar (como en este caso) personas, y los segmentos indican alguna relación entre esos puntos (en este caso, que dos personas “se conozcan”). Pero los puntos podrían representar ciudades y la existencia de un segmento indicaría que hay una ruta que une a ambas. Como usted advierte, este tipo de modelo permite prescindir de todo lo que puede hacer “ruido” y concentrarse en lo que a uno le interesa estudiar.

Ahora bien, hace 20 años, es fácil imaginarse que los puntos estaban cerca –geográficamente hablando-y, por lo tanto, los segmentos tampoco iban muy lejos. Si bien existían los teléfonos, me parece muy poco probable que una persona decidiera marcar un número desconocido y conectarse con un extraño buscando establecer algún tipo de diálogo. Claramente, la irrupción de Internet cambió todos estos paradigmas. La forma en la que hemos modificado nuestros hábitos para conocer personas ha cambiado brutalmente. Uno sigue estando fuertemente conectado con un pequeño grupo de familiares, amigos o vecinos, pero emergieron puntos en el grafo que están mucho más separados, distantes, y con quienes virtualmente no teníamos ningún tipo de conexión previa. Eso se refleja en el estudio de Ortega y Hergovich, y se lo debemos a la aparición de conexiones vía Internet y, por supuesto, a múltiples aplicaciones que han aparecido en el último tiempo y que sirven justamente para... encontrar pareja.

 La vida cambió tanto que, en este caso, las personas que se conectan por Internet, suelen ser totalmente extrañas. “Y cuando la gente se conecta de esta forma, se establecen lazos que antes eran completamente inexistentes. No había posibilidades de vincularse con otros subgrupos”.

Como escribí al principio, no quiero convencerla/o de que mi opinión es correcta, solo que las nuevas evidencias indican que ahora, con el advenimiento de las tecnologías digitales, y mucho más allá de todas las objeciones que comprendo y comparto, hay también un costado muy positivo no menor. Gente que en otro momento hubiera terminado su vida en soledad, encontró compañía para siempre y aunque sea nada más que por eso, uno dejó de depender de la “amiga de la amiga” y llega a lugares que hubieran sido claramente inaccesibles y en el camino, no tuvo necesidad de sacrificar lo que existía antes. Negarlo, es negar la realidad.

 

[1] https://arxiv.org/pdf/1709.10478.pdf  “The Strength of Absent Ties: Social Integration via Online Dating”. Como no puedo hacer una traducción literal del título, lo voy a explicar así: “cuando no hay lazos previos, las redes sociales son las que cooperan para establecer relaciones”. El artículo está firmado por Josué Ortega, de la Universidad de Essex, en Inglaterra, y Philipp Hergovich, de la Universidad de Viena, en Austria.