El aroma a pasto recién cortado dicen que a muchos futbolistas los estimula, a mí me da arcadas, como un ahogo de pasturas que me recuerdan mi paso por ciertas inferiores donde tuve la suerte de fracasar, caso contrario ahora estaría jubilado y dirigiendo escuadras menores que se irían diligentemente una tras otra al descenso. Lo que más adoro es el perfume a tierra, eso sí es vivificante. La tierra de los campitos donde una polvareda definía una jugada por la mala visión. En todo esto pienso mientras me cambio. Me han dado una camiseta negra con un logo del leoncito y el 14 a la espalda. Jota hoy me pidió lo acompañara a este jueguito entre conocidos en la Quinta Real.
- Hacete una buena crónica, che zurdito, y después dámela para corregirla.
Está disfrazado de arquero y se asemeja a un cerdito hogareño vestido para festejar Navidad junto al arbolito. Tiene las piernas blancas y usa faja color carne para disimular la buzarda.
- Te vas a ahogar con eso.
- Es para lograr mayor flexibilidad -contesta mientras aporrea con vehemencia los postes a patadas, como hacen los porteros para quitarse la tierra. Fue difícil conseguirle botines de un tamaño tan de señorita pero los hice traer desde Cañuelas y son realmente ridículos: rosa furioso con líneas negras. A él le gustaron.
- Nunca vas a decir el número que calzo, ¿estamos? -y me hace la seña de cortarme el gañote.
El equipo contrario luce casacas inglesas, azules, rojas y grises. Distingo a varios de mis rivales y tomo una determinación: jugaré de 8 en el sector derecho, donde se raspa por una pelota que se va afuera y se enquista allí el mejor de los choques. Veo a mi víctima pararse de 10 y ello me reconforta. Anoche con una lija afilé los tapones de aluminio hasta sacarle punta como hacían los antiguos defensores colombianos. Esos morochos que te dejaban sangrando, rompían y miraban para otro lado.
También dejé al costado en mi bolsito un par de botellitas al estilo de los famosos bidones del Dr. Salvador donde disolví un portentoso obsequio estomacal: semillas de ombú que ayudan a mover el vientre en segundos. No voy a contarles el desarrollo del evento, a pesar de que tuvo algunas situaciones sublimes -goles errados por troncos torcidos, atajadas ridículas a nuestro arquero, a quien le facilitaban los remates despacito y a las manos pero el Cerdito volaba como la Araña Negra.
- Parecés Yasín -le comento.
- Ese murió de comunismo -me contesta mientras embolsa un tirito suave.
- Digo, parecés Yasín… ya sin piernas, ya sin manos.
Me mira y festeja: tiene sentido del humor cuando gana y cuando no, disimula con su terquedad de suicida múltiple. Afuera, sentaditas en una tribuna bien pintada están las ladies del gobierno aplaudiendo cada estirada -bah es un eufemismo- del arquero favorito. Mientras, entreveo a quien estimo será mi víctima, ese de pelo entrecano, cejas oscuras. Un ladrón al que hay que cuidar que no se lleve la pelota tras el encuentro. El Economista Bestial de las Bestias Oscuras, quien no ha dado un solo pase en todo el partido, creyéndose Messi tal vez como otro infractor como él ha llegado a bautizarlo.
- ¡Cuidá el palo, che zurdo! -grita desaforado Jota en un corner sin importancia. Como no advirtiendo al delantero, lo raspo para que caiga y se cobre penal. Descontrolado, llama a sus guardaespaldas y los pone de testigo.
- Este tipo es boludo. ¿No lo vieron? ¿Cómo vas a hacer foul de esa manera?
Hace pucherito. Sus adversarios lo consuelan para que no estalle. Llora apoyado en el palo a lo Quico. El árbitro, un ministro de esos que uno nunca recordará su apellido, vestido impecable, murmura:
-Fue off side. No hay penal… -y lo consuela sobre su pecho.
Me mira y me saca la amarilla. Los tipos que vigilan vestidos de traje azul pretenden retirarme de la cancha pero el mismo Jota lo impide.
-Déjenlo es un pobre tipo, un militante planero que siempre se equivoca.
Agradezco el gesto y miro mi relojito. Faltan cinco minutos para que finalice: hora de actuar. Pide agua y le alcanzo un botellón de los míos. Luego, cerca del mediocampo, el tipo ese, el Economista Bestial, recibe la pelota y ni tiene tiempo de levantar la vista que le entro a la canilla y un poco también a la rodilla. El “¡crack!” suena como un balazo, como un ladrido. Como fue en un entrevero de jugadores donde todos participaron no se puede medir de quién ha sido el golpe. Se revuelca, aúlla y por sobre su media azul sobresale el blanco del hueso. Nunca debe haber ido a una exposición de arte, por ende ahí tiene la primera. Fractura expuesta. Me alejo y obtengo del otro truco mi resultado mejor. Aprendiendo del doctor Bilardo, quien se inyectaba pintura en la primera capa de piel para simular una herida, repito la escena y mi muslo derrama el líquido rojo que mancha mis pantalones. Parezco inocente tirado ahí, llorando de dolor. Algunos, aunque no se crea, se toman la cabeza al ver semejante escena dual: el economista prestigioso y el ayudante de J. hechos pomada. Entran dos médicos que obviamente atienden al de pelo entrecano. Yo me arrastro hasta un costado y lo veo pasar con la boca torcida y cara de susto. Pide por favor que lo inyecten. Nadie me ayuda y es mejor para mi parte actoral. El sol, lo que queda de la tarde, me sorprende al costado del campo, solo, vendándome la falsa herida con mi camiseta. La postal que retengo es única: todos como un cortejo detrás del quebrado y J. que pasa como un trompo corriendo hacia el vestuario, pero va siendo tarde. Su pantaloncito blanco inmaculado deja ver que su esfínter ha dejado atrás la marca indeleble de la acción, criolla y justiciera, de las preciosas semillas de ombú disueltas en el agua de la justicia.