Las piernas de una mujer pueden abrirse como una puerta al cielo o al infierno. La rayuela se bifurca igual que los senderos, y siempre hay uno que deja de tomarse, una renuncia, algo que deja de alentar su propia forma.
El consultorio estaba excesivamente iluminado o acaso era que ella se sentía demasiado desnuda. Los hombres hablaban en voz baja. Había llegado hasta allí casi sola, es decir, frágilmente acompañada por un argumento. Ese cuerpo era suyo y eso otro que le titilaba adentro también.
La vida es algo inexplicable. Marea cuando germina. Ella estaba mareada en esa casa de Almagro, donde una enfermera disfrazada de mucama deambulaba de un lado a otro diciéndole pichona desvestite.
Poner en acto el desprecio tiene variantes. Los hombres hablaban en voz baja sin mirarla. Chocaban pinzas, metalizaban el aire. Parecían no dirigirse a ella ni siquiera cuando murmuraban relajate, aflojá la panza, respirá hondo, abrí, abrí más. Un brote de llanto –de ella– los puso incómodos pero apenas.
–Pichona, calmate –dijo la enfermera.
–Vas a quedar como nueva –dijo el anestesista y ella entendió vacía, sin ese no sé qué titilaba y al que era impúdico nombrar.
Arriba de la camilla, en el techo, había una lámpara grande con forma de estrella y muchas luces que empezaron a esfumarse cuando la vena ya había sido encontrada y el líquido fluyó. Los párpados caían pero ella alcanzaba a preguntarse, antes de entrar en la inconciencia, por los senderos que dejan de tomarse y por las cosas que no llegan a ser. El frío del espéculo era un castigo que no entraba en ninguna palabra.
Todo sería un secreto. Ese instante quedaría a salvo de todos los debates teológicos sobre el principio de la vida y de todos los compendios sobre ética y moral. Nadie sabría exactamente en qué consiste ese pedazo de la propia vida que reside en despertarse, como nueva y vacía, en una casa de Almagro.
Como aviones sobrevolando un campo enemigo, las voces portadoras de discursos eternos se reincorporan para reedificar el bien y el mal. Han expropiado los cuerpos para convertirlos en excusas. Y se trata, siempre, de andar a su través justificando la carne, sus inconvenientes, los destellos, las contraindicaciones.
Ella es cualquiera de las que llegan cada día a casas como ésa de Almagro. Casas correctas, disimuladas, múltiples, antojadizas, burdas, silenciosas, grotescas en la masculinidad de los detalles. Ellas llegan casi solas a abortar. Andan tiradas patas arriba, como escarabajos, con las muñecas atadas y el llanto contenido, para escuchar voces bajas o cualquier otro ropaje que se ponga el insulto. El derecho sobre el propio cuerpo termina siendo siempre un techo agujereado por donde se filtran los piedrazos de los libres de culpas.
Dos mil años de catolicismo penden de la vida de un hombre que llevó sus creencias hasta las últimas instancias. Los demás, dentro y fuera de esa fe, son un poco más ratas, ciervos topos, avestruces, mariposas. Viven como pueden, entre grandezas y traiciones de entrecasa, y en el juego constante de la verdad-consecuencia eligen consecuencia no por amor al acto sino por lo errático de la verdad entre los hombres.
El tema del aborto vuelve de tanto en tanto al tapete y algunos persisten en meterle fórceps al bien. De todas las mujeres-escarabajos que abren más, se relajan, buscan alternativas, maldicen a los gritos, meditan, se arrepienten, marcan ese día en la memoria con una cruz textual y jamás necesitarán una agenda para saber qué día fue, de todas ellas, sólo unas pocas serían capaces de defender el derecho al propio cuerpo ante un panelista que las acuse de asesinato. El silencio y la culpa son parte del rito construido por una cultura y por una ideología que se esfuerza más en proteger a un embrión que por hacer justicia entre los vivos.
En los debates sobre el aborto las voces se recortan en posiciones en contra o a favor. Pero quedan afuera, por definición, esos instantes de entresueño en una casa de Almagro o de cualquier otra parte, donde ella yace acorralada como un escarabajo. NO dará testimonio porque sería como defender el dolor. Y porque en definitiva son muy pocas las que creen realmente que son dueñas de sí y de sus atajos. Guardarán el secreto –el íntimo, ese instante– hasta del hombre que tal vez las haya estado esperando en la antesala y les haya regalado un ramo de jazmines.
Las piernas de una mujer pueden abrirse como una puerta al cielo o al infierno. Y sólo ella, en cada caso, sabe de qué se trata.
* Publicada el 11 de julio de 1990.