Todo escritor tiene su repertorio personal de mañas y manías a la hora de enfrentarse al más solitario de los oficios: escribir. Pero todos, o casi, tienen una costumbre que es a la vez una especie de territorio común, donde se encuentran los trucos, los métodos y los artificios de cada uno. Corregir, reescribir y cortar son parte de la rutina de nueve de cada diez estrellas de la literatura.

El colombiano Gabriel García Márquez es un ejemplo perfecto del cazador de palabras. Y es, además, dueño de un formidable arsenal de mañas y manías. Su dedicación y disciplina al oficio son casi místicas.

Ese arsenal, en realidad, disminuyó significativamente con los advenimientos de la tecnología. El procesador de palabras eliminó aquella necesidad urgente de contemplar 500 folios cuidadosamente apilados al lado de la máquina de escribir: ahora, en lugar de la hoja en blanco, lo que le provoca temor es una pantalla vacía. La facilidad de las correcciones en esa clase de aparato –con presionar una tecla se corrige ahorrando tiempo y esfuerzo de revisión– hizo que el culto a la hoja impecable, otra de las más peculiares manías de García Márquez, perdiera impacto. Para él, un error de mecanografía era como un error de estilo; la página volvía a ser mecanografiada, hasta salir inmaculada de la máquina. Sólo entonces venían las correcciones finales, siempre con tinta negra, escritas por una plumafuente de punta gorda. Con el procesador, es mucho más fácil y rápido llegar a la hoja impecable.

Sin embargo, y pese a las facilidades de la vida moderna, el fantasma de las correcciones siguió pegado a García Márquez. Un rápido vistazo a los originales de El general en su laberinto muestra que el escritor sigue persiguiendo, a mano limpia, la palabra exacta hasta mucho después de haber obtenido, gracias al procesador, la tan esperada página inmaculadamente mecanografiada. El cazador no cesa en su empeño: la palabra exacta, como el gran amor, es una búsqueda incesante.

Los escritores coleccionan una serie de temores. Negarse a hablar de lo que están escribiendo o a enseñar sus borradores son manías comunes. Quien lee El general en su laberinto podrá imaginar las dificultades enfrentadas por García Márquez en la elaboración del libro. Hasta la ultimísima hora, cuando el procesador de palabras ya había parido la hoja inmaculada, lista para ser enviada al editor, el autor aún se lanzaba a los intentos finales de encontrar la fórmula procurada.

Además de las correcciones en tinta negra, García Márquez utiliza otros dos colores: el verde, para señalar la segunda revisión definitiva, y el rojo, para la revisión definitiva final. Y una vez recibido el libro impreso, el autor seguramente hará nuevos apuntes, posiblemente utilizando un lápiz.

“Pero un soldado que parecía en estado de éxtasis por el sopor de la hora lo sacó del engaño con la verdad”, aparece, en su forma final, así: “Pero un sargento que parecía en estado de estupor por el bochorno de la hora lo apabullo con la verdad”. En esa misma página, la caligrafía firme y clara agregó, en tinta negra, toda una frase: “Toda la ciudad estaba ya al corriente del riesgo (sería “de las amenazas”, pero de corrección en corrección surgió la forma definitiva) que la amenazaba, y el glorioso ejército de la república era visto como el emisario de la peste”. Alguna duda final debe de haber sobrevivido, ya que “como el emisario de la peste” recibió un subrayado hasta ser reconfirmado por un vigoroso “O.K.” en tinta negra.

En otra página, el general advierte a Santander: “O me mata usted ,o por Dios, lo mato yo”. En la versión final, el autor prefirió una forma mucho más seca y directa: “O me pega un tiro o se lo pego yo”.

Todas las páginas del original del libro están sembradas de nerviosas correcciones de última hora.

Los cuidados del autor hicieron que “un aire juvenil”, luego de algunas dudas, se transformara en “una brisa juvenil”, y que el general, de “tan influido por la aridez de los cuarteles”, pasara a ser “tan empobrecido” por la misma aridez, que, a propósito, pasó también por su etapa de duda: fue tachado” de los cuarteles” en tinta verde, y luego resucitado por un manuscrito en tinta roja.

Al recorrer los originales, uno se tropieza por lo que menos con una curiosidad. En un determinado período, aparece lo siguiente: “Del general (**) Margueytío, sospechoso…”. En la otra línea, escribió García Márquez: “Al general (**) González el más adicto…”. Cada (**) recibió el correspondiente círculo en verde, pero la duda persistió: de los círculos bajan líneas verdes, que terminan en insólitos signos de interrogación. Hay que buscar en el libro impreso para ver a qué solución llegó García Márquez, después de la duda que sobrevivió.

Lo más insólito de todo, sin embargo, reside en lo siguiente: parece normal que un original de Nadine Gordimer aparezca con muchísimas correcciones mecanografiadas, además de unas pocas hechas a mano; lo mismo pasa con John Cheever: una de sus páginas normalmente corregidas suele tener no más de cinco o seis correcciones hechas a mano, con tinta negra y caligrafía nerviosa; Milan Kundera corrige mucho, a mano y a máquina, y muchas veces incluye dibujos raros en los márgenes de la hoja. Pero El general en su laberinto, al contrario de los originales de estos tres autores, fue totalmente escrito en una computadora. Eso daría a García Márquez –quien a diferencia de algunos de sus maestros, como Ernest Hemingway, William Faulkner o Juan Rulfo, jamás escribió a mano– el recurso de la corrección computarizada.

 

Observar los originales impresos en una computadora y tan cuidadosamente corregidos a mano da la impresión final de que el autor se acercó, a última hora, a la escritura más íntima, la más cálida. Como si el general pidiese un acercamiento más lento y cariñoso, a la hora de las correcciones que son, al fin y al cabo, la última despedida entre un autor y su texto.

* Publicada el 27 de abril 1989.